El Misterio del Perdón
(24to Domingo Ordinario: Sirácides 27:30—28:7; Romanos. 14:7-9; Mateo 18:21-35)
Hoy arrancamos con estadísticas. Me pregunto, con qué frecuencia, Dios perdonó a su pueblo, en comparación con las veces en que lo castigó. Con un poquito de investigación se puede demostrar que, en una vasta mayoría de casos, el perdón es concedido o prometido.
Uno de los textos clásicos se encuentra en el Salmo de hoy: “Cuanto dista el oriente del occidente, así aparta de nosotros nuestros pecados”.
En la primera lectura y en el Evangelio, es claro que nuestro punto de partida o, si se prefiere, nuestra posición predeterminada, debe ser la prontitud – ¿nos atrevemos a decir las ansias? – de perdonar.
Durante mi investigación, sin embargo, me sorprendió también la cantidad de veces en que el perdón se asocia con la expiación. Un ejemplo típico se encuentra en Levítico 5:13: “El sacerdote practicará el rito de expiación en favor de ese hombre, por el pecado que cometió, y así será perdonado”.
Aquí está la conexión con la lectura de Romanos. Pablo escribe: “Cristo murió y volvió a la vida para ser Señor de los vivos y de los muertos”. El contexto para esta declaración queda clarificado en la oración inmediatamente siguiente: “Entonces, ¿Con qué derecho juzgas a tu hermano? ¿Por qué lo desprecias? Todos, en efecto, tendremos que comparecer ante el tribunal de Dios”.
No somos amos y señores los unos de los otros. Ese título pertenece exclusivamente a Jesús. Le fue otorgado cuándo se ofreció a sí mismo en la cruz como expiación por nuestros pecados. Como sus discípulos, nosotros no tenemos la opción de negar el perdón.
Parte de la sumisión a la cual la Bella Señora de La Salette nos llama consiste en que aceptemos la misericordia obtenida para nosotros por su Hijo. Al hacerlo, será una alegría para nosotros darle el honor que él se merece.
El novelista Terry Goodkind escribe, “Hay magia en el perdón sincero; en el perdón que concedes, pero más en el perdón que recibes” (El Templo de los Vientos).
Cambia la palabra “gracia” en lugar de “magia” y verás cómo el texto se transforma: ya no más palabras de sabiduría, sino una invitación a entrar en uno de los grandes misterios de nuestra fe.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.