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Maná en el Desierto

(Cuerpo y Sangre de Cristo: Deuteronomio 2:8-16; 1 Corintios 10:16-17; Juan 6:51-58)

Moisés le dice a su pueblo que Dios deliberadamente los puso a prueba con aflicciones. A los oídos modernos, esto es tal vez más chocante que Jesús diciéndole a sus discípulos, en el Evangelio, de que coman su carne y beban su sangre. 

Cada época tiene su tiempo de prueba: persecución, enfermedad, colapso económico, hambre, etc. ¿Cómo podemos darle sentido a esto?

Leamos las palabras de Moisés más atentamente: El propósito de Dios era el doble: “Para conocer el fondo de tu corazón y ver si eres capaz o no de guardar sus mandamientos”, y “para enseñarte que el hombre no vive solamente de pan, sino de todo lo que sale de la boca del Señor”.

En La Salette la Santísima Virgen conocía muy bien la aflicción de su pueblo. Ella vino a suplicarle que honre los mandamientos de Dios. Al reconocer el hambre que padecían, ella se lamentaba de que no buscaban el Pan de la Vida. “En verano”, ella declara, “sólo van algunas mujeres ancianas a Misa. Los demás trabajan el domingo, todo el verano. En invierno, cuando no saben qué hacer van a Misa sólo para reírse de la religión”.

Volvamos a Moisés, y escuchemos sus palabras en un contexto más amplio. Antes de hablar de las aflicciones, dice:”Acuérdate del largo camino el Señor, tu Dios, te hizo recorrer por el desierto durante esos cuarenta años”.

Así, junto con la preocupación por el hambre, la sed y las serpientes, Dios le provee del maná, del agua de la roca, y de la serpiente de bronce.

San Pablo nos lo recuerda: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo?” El escribió esto en un tiempo de prueba: había muchas divisiones en la comunidad cristiana de Corinto, y a lo que Pablo apuntaba es que, nuestro compartir de la copa y del pan, es lo que nos hace uno.

La Misa no es sólo una obligación. Es un don valioso. Cuando lo olvidamos, olvidamos precisamente lo que Jesús quería decir cuando nos ordenó, “Hagan esto en conmemoración mía”. Él nos invita a su mesa, para que podamos recibir vida del Pan de la Vida y sostenernos en tiempo de aflicción.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Quédate con nosotros, Señor.

(Santísima Trinidad: Éxodo 34:4-6 & 8-9; 2 Corintios 13:11-13; Juan 3:16-18) 

Si quiero que mi Hijo no los abandone, tengo que encargarme de rezarle sin cesar”. Las palabras de la Bella Señora reflejan la situación de Moisés en nuestra primera lectura, del libro de Éxodo.

Esta no es la primera vez que él ha dirigido sus súplicas a Dios para que no abandone a su pueblo. El Salmo 106 resume la situación: Entonces “El Señor amenazó con destruirlos, pero Moisés, su elegido, se mantuvo firme en la brecha para aplacar su enojo destructor”.

No nos sorprende el darnos cuenta de que Dios continua, hasta el día de hoy, perdonando a su pueblo (con o sin castigo). El escogió a Abraham y a sus descendientes y les hizo promesas que tiene la intención de mantener.  Juan lo plantea de manera maravillosa: “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna”.

El amor y la intimidad van juntos. Los amigos comparten secretos, cado uno entrando gradualmente en el misterio del otro. Así sucedía con Dios y Moisés. En Éxodo 3, Dios le reveló a Moisés su Nombre Misterioso – Nombre que no debe nunca ser tomado en vano.

Para los cristianos el nombre de Dios en la Santísima Trinidad es Padre, Hijo y Espíritu Santo. No podemos entender este misterio adecuadamente, pero aquello no nos impide adentrarnos en él. San Pablo escribe: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes”.

Moisés invoca en oración una bendición similar: “Si realmente me has brindado tu amistad, dígnate, Señor, ir en medio de nosotros”. Esta escena es una corroboración de lo que está escrito en el capítulo previo (Éxodo 33:11): “El Señor conversaba con Moisés cara a cara, como lo hace un hombre con su amigo”.

He visto, en una capillita privada, un vitral que presenta una imagen única de Nuestra Señora de La Salette. Ella está arrodillada ante su Hijo Jesús. Él está sentado, sosteniendo un cetro en forma de cruz en su mano izquierda, mientras que su mano derecha está levantada y bendiciendo, su mirada es amorosa y llena de paz.

En este solemne y al mismo tiempo sencillo encuentro, podemos imaginar su oración, casi con las mismas palabras de Moisés: “Es verdad, este es un pueblo obstinado; pero perdona su culpa y su pecado, y conviértelo en tu herencia”.

Santísima Trinidad, único Dios, ¡quédate siempre con nosotros!

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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El Don de las Lágrimas

(Pentecostés: Hechos 2:1-11; 1 Corintios 12:3-7 y 12-13; Juan 20:19-23)

San Pablo escribe: “Hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu”. En los versículos omitidos (8-11) de la segunda lectura, nos da ejemplos de aquello, y, más tarde en el mismo capítulo, advierte a cada uno de los cristianos en contra de que vayan a pensar que los propios dones sean mejores que los de los demás.

Sin embargo, si miramos a muchos de los más grandes escritores espirituales que nos dejó la historia, hay un don que está ausente en la lista de Pablo: el don de las lágrimas.

En la Biblia, las lágrimas y el llanto se presentan a menudo como un desahogo de dolor, de remordimiento o de súplica. Sin embargo, la experiencia universal nos enseña que las lágrimas también proveen alivio a una gran variedad de otras emociones, incluyendo la alegría, la gratitud, el asombro. Todos tienen una cosa en común: un sentimiento intenso.

Debemos tener presente esto cuando pensamos en nuestra Madre llorando.  Pensar en su dolor cuando se quejó por la ingratitud de su pueblo y lo confrontó con su pecado, y especialmente cuando ella dijo, “Por más que recen, hagan lo que hagan, nunca podrán recompensarme por el trabajo que he emprendido en favor de ustedes”.

Sus lágrimas también dejaron ver la infinita ternura de una Madre, al hablar de la muerte de los niños, de la hambruna inminente, de la grieta de separación entre su pueblo y su Hijo.

Aquí déjenme mencionar algunas excepciones notables a lo que escribí más arriba acerca de las lágrimas en la Biblia. Cuando Jacob y Esaú se reencontraron después de años de alejamiento, se nos dice que: “Esaú [el perjudicado] corrió a su encuentro, lo estrechó entre sus brazos, y lo besó llorando” (Gen. 33:4). El mismo lenguaje se usa para la reunificación de José con sus hermanos (Gen. 45:14-15), y con su padre (Gen. 46:29).

En nuestra lectura de San Pablo, la palabra griega para “don” es charisma. A menudo decimos que el “carisma” de La Salette es la reconciliación. El Evangelio de hoy nos ofrece ese don, en las palabras de Jesús a sus Apóstoles: “Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen”.

Si las lágrimas de María pueden conducirnos a descubrir el inmenso amor de su Hijo por nosotros, y su anhelo de reconciliación con nosotros, y si nosotros podemos retribuirlo en plenitud, entonces ¡Qué gran don constituyen aquellas lágrimas!

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Se ha ido, pero no está ausente

(7to Dom. de Pascua: Hechos 1:12-14; 1 Pedro 4:13-16; Juan 17:1-11; O Ascensión: Hechos 1:1-11; Efesios. 1:17-23; Mt 28:16-20)

Dependiendo del lugar donde vives, hoy estás celebrando ya sea la Ascensión o el Séptimo Domingo de Pascua. La reflexión de hoy incluye a ambos. 

Vemos a Jesús al final de su carrera terrenal. Hechos describe la Ascensión, Mateo la sugiere. En Juan, Jesús dice, “Ya no estoy más en el mundo, pero ellos están en él; y Yo vuelvo a ti”.

Otro tema es el de la gloria. En el Séptimo Domingo, Jesús dice: “Padre, ha llegado la hora... Ahora, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía contigo antes que el mundo existiera”. En la Ascensión, San Pablo escribe: “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les conceda un espíritu de sabiduría y de revelación que les permita conocerlo verdaderamente”.

El “conocimiento” aparece también el Domingo:” “Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo”.

Y en ambos, Jesús habla de sus discípulos. Ellos guardaron su palabra, él ha sido glorificado en ellos, y recibirán la fuerza para ser sus testigos y hacer que todos los pueblos sean sus discípulos.

Todo esto se refleja en La Salette. María se aparece en gloria; ella busca que su pueblo vuelva a despertar al conocimiento de Dios. Ella da en misión a Melania y Maximino (y, luego a los Misioneros de La Salette, las Hermanas y los Laicos) la obra de hacer que su buena noticiase expanda “a todo mi pueblo”.

Jesús prometió estar con sus discípulos, “hasta el fin del mundo”. La atención que la Bella Señora presta a los pequeños detalles de la vida de los niños muestra que ella es una fiel compañera en nuestra peregrinación por este mundo. 

Como se mencionó antes, Hechos describe la Ascensión de Jesús: “Lo vieron elevarse, y una nube lo ocultó de la vista de ellos”.

Siempre me hace sonreír la manera en que los niños describen la desaparición de María al final de la Aparición. “Ella se derritió como mantequilla en una sartén” dijeron. Varias fuentes acotan “en una olla sobre el fuego” o “en la sopa”.

Nunca más la volvieron a ver, pero ella nunca quitó su mirada de ellos, o de nosotros. Si sólo pudiéramos darnos cuenta de esto y recordarlo.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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