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Rey para siempre

(Cristo Rey: Daniel 7:13-14; Apocalipsis 1:5-8; Juan 18:33-37)

La letra Alfa es la primera del alfabeto griego; la Omega es la última. En el Nuevo Testamento (escrito en griego) aparecen solamente en el Apocalipsis, siempre juntas, cuatro veces, en los labios de Jesús, “Yo soy el Alfa y la Omega”.

En cada ocasión, vienen acompañadas de una frase parecida a aquella que encontramos en la segunda lectura de hoy: “el que es, el que era y el que vendrá, el Todopoderoso”. En otra parte del Apocalipsis, Jesús es llamado Rey de Reyes y Señor de Señores. Todos estos enunciados expresan su señorío absoluto.

Daniel habla proféticamente de Cristo, diciendo, “su reino no será destruido”. En el Credo nos hacemos eco de las palabras del Ángel a María, “Su Reino no tendrá fin”.

En la mayor parte del mundo moderno, las monarquías han sido reemplazadas por repúblicas con formas variadas de democracia. Los cristianos individualmente, también, aunque se refieren a Jesús como el Señor, tienden más a visualizarlo llevando atuendos propios de su tiempo que con vestimentas de la realeza. Algunos se relacionan con él más fácilmente como hermano, o amigo y hasta podrían llegar a rechazar la imagen de Cristo como Rey.

La última monarquía francesa estaba camino a la extinción en el momento de la Aparición de Nuestra Señora de La Salette. En aquel tiempo, la religión estaba siendo ignorada, por no decir atacada, en grandes estratos de la población. Todo lo que se percibía como dominación era rechazado.

María no vino a restaurar ningún sistema de monarquía. Ella nos mostró a su Hijo en la Cruz, despojado, llevando una corona de espinas. La sumisión a él no es simplemente una sumisión a su autoridad, sino a su amor sin límites y a su infinita misericordia.

Hoy, en muchos lugares y de variadas maneras, hay un esfuerzo para retirar la fe cristiana de la vida pública. En un sentido, Jesús está de pie frente a un nuevo Pilatos, insistiendo una vez más, “Mi realeza no es de este mundo”. Su dominio no es dominación.

El añade, “El que es de la verdad, escucha mi voz”. Aquí es donde nosotros entramos. Con nuestro carisma de la reconciliación, y en la tradición saletense de penitencia, oración y celo, demos testimonio de su verdad. Al llegar al término de este año litúrgico, recemos para que él reine en nuestros corazones para siempre.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Unidos en la Esperanza

(33ero Domingo Ordinario: Daniel 12:1-3; Hebreos 10:11-18; Mark 13:24-32)

Hoy, Daniel profetiza “un tiempo de tribulación, como no lo hubo jamás, desde que existe una nación”. Jesús describe los signos alarmantes que precederán el final de los tiempos. Podemos sentirnos tentados a establecer una correlación entre estas lecturas y nuestro propio tiempo.

Si fuera el caso, no seríamos los primeros. De hecho, casi no han existido momentos en la historia de la Iglesia en que las persecuciones, los desastres naturales, las epidemias, etc., no hayan sido vistos como señales de la Segunda Venida de Cristo.

Esto no es algo malo. Le recuerda a cada generación que debe permanecer firme en la fe, al tiempo que anticipamos con regocijo el regreso de nuestro salvador, aquel que ofreció el sacrificio de sangre necesario para redimirnos de nuestros pecados.

En la oración inicial de la Liturgia de hoy le pedimos a Dios “vivir siempre con alegría bajo tu mirada”. ¿Cuántos de nosotros nos dimos cuenta de esto? En La Salette, María recalcó el hecho de que muy pocos iban a la Misa. En 1846, Francia no era conocida por su fervor religioso. Por el contrario, estaba padeciendo de lo que nosotros podríamos llamar de “trastorno de déficit de fe (TDF)”.

La Bella Señora propone una especie de terapia para el TDF: la oración, la penitencia cuaresmal, el respeto por el día y el nombre del Señor. Siempre atenta a las necesidades de su pueblo, ella no solamente habla de los acontecimientos espantosos, sino que también nos ofrece esperanza.

Daniel escribe sobre “todo el que se encuentre inscrito en el Libro”. Jesús dice, “El Hijo del hombre... enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte”, María usa palabras simples para expresar la misma realidad: “Hijos míos... mi pueblo”.

Ella conoce la maravillosa verdad que encontramos en el Catecismo de la Iglesia Católica: “El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar” (No. 27).

El salmista se regocija en llamar al Señor “la parte de mi herencia y mi cáliz”. Hoy, todas las lecturas apuntan al Dios que nos creó a su imagen y que desea reunirnos en él. Firmes en la fe, no tememos su venida.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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La Última Medida Completa

(32do Domingo Ordinario: 1 Reyes 17:10-16; Hebreos 9:24-28; Marcos 12:38-44)

“¡Toma, hijo mío, come pan este año ¡porque no sé quién podrá comer el año que viene si el trigo sigue así!” Cuando la Bella Señora hizo que Maximino recordara aquellas palabras dichas por su padre, el niño lo admitió sencillamente, “Oh sí, Señora, ahora me acuerdo. Hace un rato, no me acordaba”.

María se apareció ante un pueblo a quien se agotaban sus últimas reservas de trigo, de papas, de uvas y de nueces, y que enfrentaba el hambre que se aproximaba. Pero su fe era débil, y no sabía a quién recurrir.

Tal era la situación de la viuda de la primera lectura. Pero su confianza en la promesa del profeta le sirvió de inspiración para entregarle su última porción de comida. En el Evangelio, también, otra viuda, de cuya historia no sabemos nada, colocó en el tesoro del templo todo lo que tenía para vivir; Jesús dirigió la atención de sus discípulos hacia ella, mostrando el valor de la verdadera generosidad inspirada en la fe.

En la segunda lectura el autor escribe de Cristo: “Ahora Él se ha manifestado una sola vez, en la consumación de los tiempos, para abolir el pecado por medio de su Sacrificio”. Este es el Jesús que María nos da a conocer en La Salette: es su Hijo, aquel que nos entrega la última y completa medida de su amor, el precio de nuestra redención.

El crucifijo nos llama a hacer lo mismo, a dar, no de lo que nos sobra, sino generosamente, de nuestros recursos, tiempo o talentos. Mientras más nos damos cuenta de lo que recibimos, más debemos estar dispuestos a compartir. En Lucas 6:38, Jesús dice, “La medida con que ustedes midan también se usará para ustedes”.

Puede ser que no tengamos ninguna de estas cosas para dar. Pero compartimos en el sacerdocio de Cristo, y en la Eucaristía ofrecemos lo que él mismo ofrece.

Siempre hay algo que podamos hacer. Veamos el Salmo de hoy. Entre las obras misericordiosas de Dios, encontramos: “El Señor mantiene su fidelidad para siempre... el Señor ama a los justos”. Podemos promover actitudes de confianza, rezando por aquellos que sirven a los demás. Podemos perdonar y recibir perdón.

Puede que no tengamos que darlo todo hasta la última medida. María con sus ruegos nos llama a someternos a su Hijo, y a confiar en su promesa de cosechas copiosas y abundante misericordia. ¿Qué valor le damos a todo aquello?

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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quinta-feira, 14 outubro 2021 15:29

USA - Capítulo

USA – Capítulo Provincial

Capítulo Provincial: 11-14 de outubro de 2021

Novo Conselho Provincial:

Pe. William Kaliyadan, superiore provincial (no centro)

Pe. Roland S. Nadeau, vigário provincial (para a direita)

Pe. Ronald B. Foshage, conselheiro provincial (para a esquerda)

Desejamos ao novo Conselho a luz do Espírito Santo em seu serviço à Província.

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Grandes Mandamientos

(31ero Domingo Ordinario: Deuteronomio 6:2‑6; Hebreos 7:23-28; Marcos 12:28-34)

Cuando vemos imágenes de las tablas de los Diez Mandamientos, con frecuencia vemos que en una están nuestras obligaciones con relación a Dios y en la otra, nuestros deberes para con nuestro prójimo.

La pregunta del escriba en el Evangelio de hoy, y la respuesta de Jesús no se refieren a aquellos. Sin embargo, no hay controversia acerca de cuál de los diez mandamientos es el primero. Más bien, el debate aquí surge en torno a cuál de los 600 mandamientos y estatutos de Ley era el más importante.

La Respuesta de Jesús es tan importante que la Iglesia nos da su fuente en la primera lectura, y el escriba repite lo que Jesús dice. Aquí vemos, también, un ejemplo animador de lo que significa estar en armonía con las enseñanzas de Cristo, cuando Jesús le dice: “Tú no estás lejos del Reino de Dios”.

En La Salette, en las palabras de la Santísima Virgen también se vio reflejado el mismo mensaje, aunque desde una perspectiva diferente. Ella demostró que, al no concederle al Señor el día que Él se eligió, y al usar en vano su Nombre, su pueblo no amaba a Dios.

En su mensaje, la Bella Señora se refirió de manera explícita a los mandamientos de la “primera tabla”. Sería absurdo, sin embargo, pensar que nuestros deberes con nuestro prójimo no fueran importantes para ella. En su discurso, en el episodio de la “Tierra de Coin” ella deja entrever al menos la responsabilidad de los padres con relación a los hijos.

A Jesús no le preguntaron acerca del “segundo” mandamiento. Él lo añadió: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19:18). El primero y el segundo están tan integrados y entrelazados en la visión de la vida cristiana que el uno lleva al otro, cada uno surge del otro.

Se sigue que cuando aceptamos el mensaje de María y respondemos a sus lágrimas y a sus palabras, buscamos la reconciliación con Dios y con el prójimo al mismo tiempo. De esta manera, durante nuestro camino a la santidad, nos sometemos a la vocación y al carisma de La Salette.

Nuestros corazones desean profundamente exclamar como el Salmista, “Yo te amo, ¡Señor, mi fuerza!” pero debe ser en serio. Jesús “puede salvar en forma definitiva a los que se acercan a Dios por su intermedio” (segunda lectura). Cuando amamos a Jesús y a nuestro prójimo, esperamos escucharle decir, “Tú no estás lejos del Reino de Dios”.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Oración Plena de Gozo

(30mo Domingo Ordinario: Jeremías 31:7-9; Hebreos 5:1-6; Marcos 10:46-52)

El relato del ciego Bartimeo que leemos hoy, es un recordatorio elocuente del lugar que ocupa la alegría en la vida cristiana. Ni bien escuchó que Jesús estaba pasando por ahí, una transformación gozosa tuvo lugar en su interior, provocada por la fe y la esperanza. El oró bien, y ¡con toda su voz!

Puede ser difícil mantener una predisposición firme, positiva y feliz durante la oración. Por supuesto, no debemos aparentar estar felices cuando no lo estamos. Pero en la oración podemos hacer un esfuerzo de poner momentáneamente a un lado nuestros miedos y ansiedades, – como Bartimeo arrojando su manto – para encontrar la fuente de la alegría en nuestra fe y llevarlo a nuestra oración.

Nuestra Señora de La Salette vino y se apareció a dos niños en un lugar donde no había mucho motivo para el gozo. Su pueblo no acudía al Señor en sus necesidades, sino que le dejaba la tarea de rezar e ir a misa a “algunas mujeres ancianas”. Aunque María se mostró como una Madre en llanto, su propósito era el de señalar el camino para salir de la tristeza y de la desesperación.

El Salmo de hoy está lleno de expresiones de alegría. Refleja el regreso del exilio. Encontramos lo mismo en la primera lectura: “¡Griten jubilosos por Jacob, aclamen a la primera de las naciones! Háganse oír, alaben y digan: ¡El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel!”.

Nosotros no somos un pueblo en exilio. Pero a veces nos sentimos perdidos. En esos momentos, lo peor que podemos hacer es aislarnos, ya sea de nuestra fe como de la comunidad orante en la que Jesús es el Gran Sumo Sacerdote que se entrega a nosotros como Pan de Vida.

El Salmista dice: “Los que siembran entre lágrimas cosecharán entre canciones... El sembrador vuelve cantando cuando trae las gavillas”. Que las lágrimas de Nuestra Señora en La Salette nos guíen al lugar de regocijo mientras recogemos la cosecha de las promesas que ella nos hizo.

De nuevo, “¡Grandes cosas hizo el Señor por nosotros y estamos rebosantes de alegría!” Todos pudiéramos decir lo mismo, si tan sólo nos detuviéramos a reflexionar. Podemos componer nuestro propio Salmo de alabanza agradecida, y deberíamos recitarlo, muchas veces.

Y si la oportunidad se nos presentara, ¿que podría impedirnos compartirlo con los que nos rodean? La alegría es contagiosa. Hagámoslo cundir.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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