Carta - Páscoa 2024
Santa Páscoa 2024 “Nosso Redentor ressuscitou dos mortos: cantemos hinos ao Senhor nosso Deus, Aleluia”   (Da liturgia) Queridos irmãos, com a chegada da Santa Páscoa, gostaria de chegar idealmente a cada um de... Czytaj więcej
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No Temo

(3er Domingo de Aviento: Sofonías 3:14-18; Filipenses 4:4-7; Lucas 3:10-18)

En cierto sentido, las palabras más importantes dichas por la Bella Señora de La Salette fueron las primeras: “Acérquense hijos míos, no tengan miedo”. Sin estas palabras el resto del mensaje no hubiera podido nunca ser escuchado.

Nos gusta tener tales garantías, porque las necesitamos. Son abundantes en las Escrituras de hoy. En Sofonías:” ¡No temas, que no desfallezcan tus manos!” en San Pablo: “No se angustien por nada”. Y en nuestro salmo responsorial, que no es del libro de los Salmos sino de Isaías 12: “Yo tengo confianza y no temo”

En el Evangelio Juan el Bautista anima a sus oyentes a ser generosos en el compartir, evitar la codicia, ser honestos, estar satisfechos con lo que tienen. Estas son maneras excelentes para reducir el estrés y la ansiedad en la vida.

Pero luego viene el sobresalto. El Bautista adopta un tono más ominoso al predicar sobre aquel que ha de venir después de él. “Tiene en su mano la horquilla para limpiar su era y recoger el trigo en su granero. Pero consumirá la paja en el fuego inextinguible”.

Lucas entonces concluye., “Por medio de muchas otras exhortaciones, (Juan) anunciaba al pueblo la Buena Noticia”. La Buena Noticia no es siempre algo agradable.  

Cualquier orador público sabe que hace falta encontrar diferentes maneras para llegar a la gente. Mientras variada sea la audiencia - adultos, adolescentes y niños, diferentes culturas o niveles de educación, etc., - más difícil es la tarea. Tiene que haber algo para todos.

La Santísima Virgen entendió esto. En primer lugar, ella tenía que aclarar que está de parte nuestra. (“No tengan miedo… ¡Hace tanto tiempo que sufro por ustedes!), y luego se sintió libre para decir otras cosas que su pueblo necesitaba escuchar. Algunas personas responderían más a sus advertencias, otras a sus promesas, otras también a sus lágrimas, o a su preocupación por el bienestar de su pueblo.

Muy a menudo nosotros señalamos que la “gran noticia” de María es como la “Buena Noticia”, no solamente en su contenido sino hasta en su estilo. 

Nada de esto quiere decir que necesitemos vivir en el temor. Si el llamado nos llega de las Escrituras o de La Salette, podremos decir “Yo tengo confianza y no temo.”

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Dios se Acuerda

(2º Domingo de Adviento: Baruc 5:1-9; Filipenses 1:4-11; Lucas 3:1-6)

Al final de su Aparición, Nuestra Señora de La Salette se elevó por encima de los niños, al momento en que Maximino intentó agarrar una de las rosas que rodeaban sus pies. Ella parecía mirar hacia un punto en el horizonte en el que uno podría ver más allá de las montañas circundantes.

Lo que me hizo pensar en esto es una frase en nuestra primera lectura: “Sube a lo alto y dirige tu mirada hacia el Oriente: mira a tus hijos reunidos desde el oriente al occidente por la palabra del Santo, llenos de gozo, porque Dios se acordó de ellos”

No voy a afirmar que María estaba pensando precisamente en este texto de Baruc, pero, aun así, la coincidencia es casi perfecta. Fue seguramente una visión esperanzadora como aquella que le inspiró a venir a honrarnos con su presencia. 

Y hay más. Devotos como somos de la Bella Señora, nuestros corazones están en sintonía con los temas de la aflicción, gloria, paz, piedad, misericordia, y justicia, todo esto se encuentra también en la misma lectura.

Lo que me conmueve más poderosamente es la imagen de los hijos de Jerusalén regresando a su tierra “llenos de gozo, porque Dios se acordó de ellos.” Un pensamiento similar se expresa en el Salmo 136:23, “en nuestra humillación se acordó de nosotros, ¡porque es eterno su amor!”

Un pasaje muy famoso de Isaías 49 dice lo mismo, pero desde una perspectiva negativa. “Sion decía: «El Señor me abandonó, mi Señor se ha olvidado de mí».  ¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!”

San Pablo escribe a los Filipenses, “Dios es testigo de que los quiero tiernamente a todos en el corazón de Cristo Jesús.” Él no sólo aspira a estar con ellos, sino que les desea toda clase de bienes espirituales. El encuentro con Dios es la meta. 

Juan el Bautista es el cumplimiento de la profecía de Isaías, enviado a preparar al pueblo de Dios para un encuentro así. María en La Salette continúa la misma tradición.

Para facilitar el encuentro, necesitamos remover cualquier obstáculo que pudiera impedir o retrasarlo. Si podemos regocijarnos de que Dios se haya acordado de nosotros, tal vez entonces nunca podremos olvidarnos de él.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Estén Prevenidos

(1er Domingo de Adviento: Jeremías 33:14-16; 1 Tes. 3:12-4:2; Lucas 21:25-36)

La vigilancia es como la atención o la observación, pero añadiéndole un elemento de persistencia y urgencia. Cuando estamos vigilantes, ponemos mucho cuidado en no dejar que algo se nos escape o pase desapercibido. Estamos ansiosos por ver lo que se viene, ya sea algo malo para poder evitarlo, o algo bueno para acogerlo con agrado.

Comenzando veinte versículos antes del texto de hoy, Jesús predice varios acontecimientos terribles, haciendo énfasis en las dificultades que van a provocar. Después de todo aquello añade: “Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación”.

Esto da vuelta nuestras expectativas. ¿Puede el mal ser un presagio del bien? ¿Puede el hambre y los otros problemas mencionados por María en La Salette, por ejemplo, llevarnos realmente a tener esperanza? La respuesta es sí, si nos mantenemos lo bastante vigilantes como para ver no sólo los acontecimientos, sino sus significados.

La gente de los alrededores de La Salette se mantenía vigilante para sentirse segura, pero los signos que observaba tenían que ver con el clima y sus efectos sobre sus cultivos. Sabía que la hambruna se aproximaba. Pero Nuestra Señora resalta el hecho de que su pueblo no llegara a entender la ‘advertencia’, un año antes, con respecto a la plaga en las papas. “Al contrario, cuando encontraban las papas arruinadas, juraban, mezclando el nombre de mi Hijo”.

El Día del Señor puede inspirar esperanza o temor, dependiendo de nuestra actitud. En nuestra lectura de Jeremías (un profeta de fatalidades si alguna vez hubo alguno) encontramos que “aquellos días” están repletos de esperanza y de alegría. En 1era de Tesalonicenses, San Pablo comenta ampliamente sobre esto: Ustedes saben perfectamente que el Día del Señor vendrá como un ladrón en plena noche… No nos durmamos, entonces, como hacen los otros: permanezcamos despiertos y seamos sobrios. (1 Tes 5:2,6).

En nuestra segunda lectura, San Pablo exhorta a los Tesalonicenses, quienes ya están en camino de agradar a Dios, a que “hagan mayores progresos todavía.”

Esta es también una forma de vigilancia. Mientras más intensa sea nuestra relación con el Señor, más podremos llegar ver lo que él quiere. La Salette nos orienta en esa dirección. Lo mismo hace la Iglesia en este tiempo de Adviento. No nos equivocamos a la hora de reconocer que llega la Navidad, pero no debemos dejar de lado su más profundo significado.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Una Casa Santa

(Fiesta de Cristo Rey: Daniel 7:13-14; Apocalipsis 1:5-8; Juan 18:33-37)

“La santidad embellece tu Casa, Señor, a lo largo de los tiempos”, declara el salmista. Esta declaración de hechos es también un compromiso de preservar la santidad de la casa de Dios, especialmente si hablamos de ‘casa’ en el sentido de ‘hogar’, el espacio donde están todos los de una familia. 

Esto exige integridad, el esfuerzo por ser lo que sabemos estamos llamados a ser como cristianos. En el Apocalipsis Jesús es llamado “el Testigo fiel” y es así como lo vemos frente a Pilato. El declara: “Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz”. El verdadero discípulo de Cristo hace lo mismo.

Cuando Nuestra Señora de La Salette les dijo a Maximino y a Melania que hicieran conocer su mensaje a “todo mi pueblo”, ellos se convirtieron en testigos fieles. Nadie quedó excluido; los niños fueron, por decirlo así, a muchos rincones y recovecos, y hablaron con todos que los escuchaban.

La verdad de la cual ellos daban testimonio era específica, limitada a lo que habían visto y oído montaña arriba del pueblito de La Salette: cosechas arruinadas, la infidelidad del pueblo, falta de respeto por las cosas de Dios, como también del importantísimo hecho de que la conversión es siempre posible. La luz de la fe puede entrar a través de la más pequeña rendija del corazón o de la mente.

En la visión de Daniel, “A uno como Hijo de hombre le fue dado el dominio, la gloria y el reino, y lo sirvieron todos los pueblos, naciones y lenguas. Su dominio es un dominio eterno que no pasará, y su reino no será destruido”

María usa la imagen del Brazo de su Hijo como una expresión de su dominio, pero otras partes del mensaje hacen eco en las palabras acerca de Jesús en el Apocalipsis, “Aquel que nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre, e hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre”. Él es el Alfa y la Omega, principio y fin, buscando siempre y en todo lugar a aquellos que pertenecen a la verdad y escuchan su voz.

Aceptar su dominio es un acto de sumisión – no de denigración -, pero con genuina humildad, buscando el remedio para los males que nos causamos a nosotros mismos. Él está deseoso de bendecirnos con la paz y hacernos santos.

La Bella Señora ansía hacernos entrar de una manera más completa en la casa de Dios, para que su pueblo pueda ser aún más y verdaderamente el Pueblo santo de Dios. Porque la santidad debe embellecer su Casa a lo largo de los tiempos.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Como las Estrellas

(33er Domingo del Tiempo Ordinario: Daniel 12:1-3; Hebreos 10:11-18; Marcos 13:24-32)

¿Te gustaría ser una estrella? El profeta Daniel nos dice cómo: “Los que hayan enseñado a muchos la justicia brillarán como las estrellas, por los siglos de los siglos”.

Por supuesto, si vamos a guiar a otros en la justicia, nosotros mismos necesitamos caminar en ella. ¿Podemos encontrarla por nuestra propia cuenta? No. En el acto de confianza expresado en el salmo responsorial también ponemos nuestra esperanza. “Me harás conocer el camino de la vida”

Esto me trae a la memoria la Consagración a Nuestra Señora de La Salette.  La oración concluye pidiendo de ella “iluminar mi entendimiento, dirigir mis pasos, consolarme con su protección maternal, para que exento de todo error, resguardado de todo peligro de pecado, fortalecido en contra de mis enemigos, pueda yo, con ardor e invencible valentía, caminar en los senderos señalados para mípor ti y por tu Hijo.”

El propósito de María al venir a La Salette se resume bellamente en esta oración. Muchos peregrinos en la Santa Montaña expresan el mismo pensar realizando el gesto simbólico de seguir literalmente el sendero por el que caminó la Bella Señora desde donde por primera vez la vieron los niños hasta el lugar en que se puso de pie y habló con ellos, y luego subiendo la colina empinada hasta el lugar desde el cual se elevó en el aire y desapareció de la vista.

Así como el tomar agua de la fuente milagrosa, este movimiento físico realizado en oración es un compromiso de vivir en la luz de La Salette, la cual simplemente refleja la luz del Evangelio.

Mirando el Evangelio de hoy, uno podría estar inclinado a comparar la descripción apocalíptica del final de los tiempos con las advertencias proféticas de Nuestra Señora de La Salette. No es incorrecto hacerlo, pero debemos ir más allá con esa comparación. La esperanza que María ofrece—no sólo con respecto a una abundancia futura sino también con su atento cuidado maternal—es mantenernos en la promesa de Jesús de que “él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales”.

Ser su elegido no significa que seamos perfectos. Si alguna vez llegamos a ser perfectos será obra del Señor”, porque con una sola ofrenda el hizo perfectos para siempre a los que están siendo consagrados. 

El mismo Dios que hizo las estrellas en los cielos, puede hacer estrellas en la tierra. A esos los llamamos santos.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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El Sacrificio

(32do Domingo del Tiempo Ordinario: 1 Reyes 17:10-16; Hebreos. 9:24-28; Marcos 12:38-44)

La vida de una viuda era muy dura. 1 Timoteo 5, ofrece una serie de preceptos para el cuidado de las viudas; Éxodo 22:21 dice. “No harás daño a la viuda ni al huérfano.”

La viuda pobre del Evangelio de hoy, como mucha gente de su tiempo, probablemente recibía cada día su pago por cualquier trabajo que podía encontrar. Pero, en lugar de quedarse con un poco, ella decidió, en esta ocasión poner todo lo que tenía, una minucia comparada con lo que otros ponían en el tesoro del templo.

Si ella no hubiera hecho eso, su contribución hubiera pasado desapercibida. Sin embargo es famosa, porque su acción fue notable, ponderada por el mismo Jesús. Jesús no sacó una moraleja, y por eso nosotros somos libres de emitir una. Mínimamente quiere decir que cualquier cosa que hagamos desde una actitud de fe generosa tiene un significado para Dios.

En la segunda lectura de hoy leemos que Jesús, por medio de su sacrificio, quitó los pecados de muchos. Si no hubiese sido por su resurrección, su sacrificio en la cruz pudo haber pasado desapercibido por la historia. Desafortunadamente, con el tiempo, en muchas partes del mundo cristiano, su importancia llegó a darse por sentada, si no es que se olvidó.

En 1846, ella, que estuvo de pie bajo la cruz vino a una montaña en Francia. Dos inocentes niños recibieron un mensaje para recordarle al pueblo al que ellos pertenecían – Su pueblo – cuán lejos se habían apartado, cuan poco entendieron el valor de lo que fue alcanzado para ellos por su Hijo, el cual, “después de haberse ofrecido una sola vez para quitar los pecados de la multitud, aparecerá por segunda vez, ya no en relación con el pecado, sino para salvar a los que lo esperan”

Recientemente leí uno de los grandes clásicos cristianos, El Progreso del Peregrino de John Bunyan. Una peregrina de nombre Cristiana, aprendiendo acerca del sacrificio de Jesús y el perdón que conlleva, exclama: “Mi corazón está traspasado de dolor al pensar que Él derramase su sangre por mí. ¡Oh Salvador amante! ¡Oh Cristo bendito! Tú mereces poseerme, pues me has comprado; mereces poseerme enteramente, porque has pagado diez mil veces más de lo que valgo”

Con certeza, nosotros nunca podremos devolver en su totalidad el precio que fue pagado por nosotros. Nuestra primera respuesta podría ser de lamentarnos, pero luego nos viene la gratitud, y después el deseo de dar a cambio lo que podamos, no importa cuán grande, no importa cuán pequeño.

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El Señor nuestro Dios

(31er Domingo del Tiempo Ordinario: Deut. 6:2-6; Heb. 7:23-28; Marcos 12:28-34)

Los Israelitas, en Egipto y en Canaán, estaban rodeados por pueblos que adoraban a muchos dioses. Moisés y los profetas a menudo tenían que recordarles que ellos tenían un solo Dios, el Señor.

En el Cristianismo, hay un Salvador, Jesús, en quien “Dios quiso que residiera toda la Plenitud. Por él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz” Col. 1:19-20). Entonces, ¿por qué llamamos a Nuestra Señora de La Salette la Reconciliadora de los Pecadores?

Ella no se atribuyó a si misma este título. Fueron los fieles los que se lo dieron. No eran teólogos, tampoco herejes. Ellos entendieron, lo mismo que nosotros, que María es reconciliadora por asociación con el Único Reconciliador. Por un lado, ella reza sin cesar por nosotros; por otro lado, ella viene a conducirnos a él, portando el símbolo supremo de la reconciliación sobre su pecho, su Hijo Crucificado, como la Carta a los Hebreos lo declara, “él puede salvar en forma definitiva a los que se acercan a Dios por su intermedio, ya que vive eternamente para interceder por ellos”.

La Bella Señora básicamente nos invita a hacer nuestras las palabras del Salmista: “¡Yo te amo, Señor, mi fuerza, Señor, mi Roca, mi fortaleza y mi libertador, mi Dios, el peñasco en que me refugio, mi escudo, mi fuerza salvadora, mi baluarte!”

Resalta de manera particular el uso de la palabra ‘roca’. Se usa muchas veces como una metáfora para Dios como el fundamento firme de nuestra fe. Jesús la usó al final del Sermón del Monte para describir sus enseñanzas (Mt 7:24).

Notemos también la insistencia con respecto al pronombre ‘mi’. Dios no es sólo fuerza, roca, fortaleza, etc., de forma abstracta, sino que es reclamado de manera personal. De forma parecida, llamamos a Dios ‘nuestro’ Padre, y a Jesús ‘nuestro’ Señor y, sí, a la Santísima Virgen ‘nuestra’ Señora.

La misma insistencia se ve en el ‘primero’ de todos los Mandamientos, que se cita en el Evangelio y en Deuteronomio. “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas” La fe no es puramente teología, o un conocimiento académico de las Escrituras. A menos que la fe se transforme en nuestra fe, mi fe, la tuya también, el elemento más importante estará faltando.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Los llevaré de regreso

(30º Domingo del Tiempo Ordinario: Jeremías 31:7-9; Hebreos. 5:1-6; Marcos 10:46-52)

No tenemos problema en conectar La Salette con las imágenes usadas en el salmo responsorial de hoy: “El sembrador va llorando cuando esparce la semilla, pero vuelve cantando cuando trae las gavillas” – las lágrimas (de María y las de su pueblo) sobre la cosecha arruinada, vienen seguidas de una promesa de abundantes cosechas.

El contexto del Salmo, y también de la primera lectura, es una visión del pueblo de Dios regresando del exilio. Es una acción de Dios. Nadie está excluido.

El contexto de La Salette es similar. Los cristianos estaban viviendo en el exilio, ¡de su propia fe! En tiempo de dificultades sólo se tenían a ellos mismo, y resultaron inadecuados para la tarea. Por medio de la Bella Señora, Dios les estaba ofreciendo llevarlos de regreso.

EL pueblo de Israel estaba en el exilio por unos setenta años. Tenían abundante tiempo para reflexionar seriamente sobre su apostasía y la de sus ancestros. Cuando finalmente se les permitió regresar a su propia tierra, tomaron la resolución de ser fieles a Dios y adorarlo únicamente a Él. Estaban preparados para someterse.

En La Salette, María dice, “Se los hice ver el año pasado con respecto a las papas: pero no hicieron caso”. Como el Israel de los tiempos antiguos, su pueblo no pudo entender lo que les sobrevenía. Ellos, también, estaban en peligro de ser abandonados. Jesús ha sido, en palabras de la Carta a los Hebreos, “indulgente con los que pecan por ignorancia y con los descarriados”, pero ahora el tiempo ha llegado en que su Madre estaba “encargada de rezarle sin cesar”.

Ella habló de sumisión, no de una clase de esclavitud, sino de una sumisión que nace de la confianza. Tomemos como ejemplo al ciego Bartimeo. Él sabe que no tiene nada especial para llamar la atención de Jesús; no les dice nada a aquellos que tratan de hacerlo callar, pero sigue gritando, “¡Hijo de David, ten piedad de mí!” De pie delante de Jesús, lo llama Maestro.

Todo esto es expresión de un correcto espíritu de sumisión. Él no podía hacer nada para cambiar su situación, pero creyó que Jesús podía llevarlo de la oscuridad a la luz.

Nuestra Señora nos recuerda que nosotros podemos ser rescatados de cualquier oscuridad o esclavitud o exilio que podamos estar experimentando. Lo que se requiere de nuestra parte es saber reconocer nuestra necesidad y volvernos al Señor con una esperanza que no tambalea. Entonces nuestra boca se llenará de canciones.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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La Ambición Cristiana

(29º Domingo del Tiempo Ordinario: Isaías 53:10-11; Hebreos 4:14-16; Marcos 10:35-45)

¡Imaginemos la decepción de Santiago, y la de Juan! Después de haber declarado estar listos para beber del mismo cáliz y compartir el mismo bautismo de Jesús, y de recibir la afirmación de Jesús que de hecho lo harían, su pedido ambicioso les fue denegado.

La ambición no es mala por sí misma, pero lleva al egoísmo.  Es por eso que San Pablo en 1 de Corintios, cuando insta a los cristianos a luchar por los mayores dones, inmediatamente continúa diciéndoles con muchos ejemplos que el mayor de todos los dones es el amor.

Quizá es por eso que Nuestra Señora de La Salette elige como testigos a niños sencillos que serían los menos apropiados para entender el don que han recibido y los menos propensos a la vanagloria.

Nuestra ambición debería ser la de hacer lo mejor que esté a nuestro alcance en el servicio de Dios, y dejar que el juicio sobre nuestros esfuerzos lo haga Él. La visita de María en La Salette fue una clase de “evaluación” de su pueblo. Resulta que se habían quedado cortos. Estaban lejos de sentir ambición por las cosas de Dios, y ella quería que ellos entendieran el peligro hacia el que se estaban encaminando.

Al mismo tiempo, ella no quería desanimarlos. Su mensaje nos insta, en las palabras de la lectura de Hebreos, “vayamos, entonces, confiadamente al trono de la gracia, a fin de obtener misericordia y alcanzar la gracia de un auxilio oportuno.”

Jesús enseña a sus apóstoles que no deben reclamar para ellos el mérito de su vocación. Sí, ellos han recibido autoridad de él, pero debe ejercerse en el servicio. Cualquier bien que sean capaces de hacer no es logro personal, sino obra de Dios.

Toda dificultad que enfrentamos es en imitación de nuestro Señor, que “no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud”, quien, como siervo de Dios, “fue sometido a las mismas pruebas que nosotros, a excepción del pecado”, y “a causa de tantas fatigas… justificará a muchos”.

El Salmo 116 contiene un hermoso versículo, “¿Con qué le pagaré al Señor todo el bien que me hizo?” La próxima vez que tengas delante de ti un crucifijo, recuerda lo que el Señor Jesús ha hecho por ti”. Compáralo con lo que tú has hecho por él. Y luego responde a la pregunta que el salmista se hace. ¡Sé ambicioso!

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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La Rendición de Cuentas

(28avo Domingo del Tiempo Ordinario: Sabiduría 7:7-11; Hebreos 4:12-13; Marcos 10:17-30)

La Carta a los Hebreos nos recuerda: “Todo está desnudo y descubierto a los ojos de aquel a quien debemos rendir cuentas”. Sí, sabemos que habrá un tiempo para el juicio, tanto como sabemos que un día moriremos, pero preferimos no entretenernos con esas cosas.

En finanzas, la rendición de cuentas incluye un informe de ingresos y egresos. Pero ¿Cómo se hace la evaluación de ese informe? Comparándolo con el presupuesto. Ese es el criterio para determinar el buen estado fiscal.

El breve texto de los Hebreos resume el “presupuesto” con la expresión, “la palabra de Dios.” Seremos juzgados según una vida vivida en respuesta a la palabra de Dios.

Nuestra Señora de La Salette hace alusión al “presupuesto” cuando se refiere a los mandamientos, de los cuales la mayoría de los cristianos considera como el primer criterio para la rendición de cuentas que se debe dar a Dios. La mayoría de nosotros los memorizamos de pequeños; yo aun me acuerdo de una versión cantada que aprendí en la escuela primaria ¡allá por los años 50!

Pero la palabra de Dios es mucho más que los Diez Mandamientos. La Sabiduría se plantea como la última meta a alcanzar en gran parte del Antiguo Testamento, la más alta expresión de la palabra de Dios. La mejor maestra en los caminos de Dios. Sus alabanzas se cantan en la primera lectura.

En el Nuevo Testamento, los criterios para nuestra rendición de cuentas son muy numerosos como para contarlos. El Sermón de la Montaña viene inmediatamente a nuestra mente, especialmente las bienaventuranzas. El Evangelio de hoy nos enseña acerca del peligro que conlleva el estar demasiado apegados a las riquezas materiales.

Salomón declara: “Supliqué, “y descendió sobre mí el espíritu de la Sabiduría”. En 1 Reyes 3, 11-12, Dios lo felicita por no pedir larga vida, ni riquezas, etc., sino el discernimiento para saber lo que es correcto. Así que Dios le otorga lo que había pedido.

Subyace en todos estos textos el deseo de conocer la voluntad de Dios para poder cumplirla. Era la falta de este deseo que nuestra Madre María observó entre su pueblo, y vino a La Salette con la esperanza de abrirle los oídos a la palabra de Dios, sus ojos a las obras de Dios, su corazón a la voluntad de Dios.

Únicamente en este sentido podemos comprometernos a vivir una vida cristiana y estar listos para planificar nuestro “presupuesto” en vistas de la rendición final de cuentas.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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