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El Tesoro de la Fe

(19no Domingo Ordinario: Sabiduría 18:6-9; Hebreos 11:1-2, 8-19; Lucas 12:32-48)

“¡Feliz la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que él se eligió como herencia!” Esta frase del Salmo de hoy encuentra su resonancia en nuestra segunda lectura: “Dios no se avergüenza de llamarse «su Dios»”.

Esto, como el autor de la Carta a los Hebreos insiste, se debe a que Abraham y otros patriarcas obraron “por la fe”. Las generaciones posteriores no fueron tan fieles. El Salmo 96 expresa la frustración de Dios con su pueblo durante su caminar por el desierto: “Cuarenta años me disgustó esa generación, hasta que dije: «Es un pueblo de corazón extraviado, que no conoce mis caminos”.

Esto es lo que encontramos en La Salette. María llora por los sufrimientos de su pueblo, es cierto, pero también por sus corazones descarriados. Se habían olvidado del privilegio de llamarse hijos elegidos.

Dios se eligió un pueblo para sí mismo; Los trató como su herencia personal. Esperaba con razón que ellos lo reconocieran a su vez como su mayor tesoro. “Yo seré su Dios y ustedes serán mi Pueblo” es uno de los temas recurrentes más importantes en la Biblia.

Vemos que esto se cumple en la liberación de los descendientes de Abraham de la esclavitud. Nuestra lectura del libro de la Sabiduría afirma que eran valientes precisamente porque conservaban la fe en las promesas de Dios.

Es casi un misterio que los creyentes puedan perder la fe. Pudiera significar que la  fe no se había convertido en sufe; en otras palabras, es una fe no es profundamente personal. Cuando la práctica religiosa se convierte en una rutina, deja de nutrir el alma. Uno no es capaz de reconocer los dones ofrecidos por medio de los Sacramentos.

O, podría significar que nosotros no deseamos aceptar las exigencias morales que una vida de fe nos pone en frente. Estas eran, por ejemplo, la mayor parte de las luchas que San Agustín debió enfrentar antes de bautizarse. Hay también muchos desafíos que ponen a prueba nuestra fe.

Jesús dice, “Allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón” No hay duda de que el tesoro de la Bella Señora es: “Mi pueblo… Mi Hijo”. En sus palabras y en sus lágrimas, nos revela su amor perdurable por ambos. Es aquel amor que la motivó a venir y llamarnos a una vida en la fe, para apreciar aquel tesoro que es el nuestro.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Pensar en las Cosas de Arriba

(18vo Domingo Ordinario: Eclesiastés 1:2, y 2:21-23; Colosenses 3:1-11; Lucas 12:13-21)

Todas las lecturas de hoy nos advierten acerca de la avaricia y la confianza en nuestras posesiones. San Pablo resume de manera sucinta estos pensamientos: “Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra”.

Y con todo, la mitad del mensaje de Nuestra Señora de La Salette tiene mucho que ver con las cosas de la tierra: nueces carcomidas, uvas podridas, trigo y papas arruinados o potencialmente abundantes y, lo peor de todo, la muerte de los niños pequeños. 

Difícilmente ella hubiera podido decirle a su pueblo que no se preocupara por esas cosas. Ella lloró con ellos. Lo que era importante para ellos lo era para ella. Aquellas cosas no eran superficiales.

Aun así, ella enfatiza que el error de su pueblo está en no pensar en las cosas de arriba. Mucho antes de que comenzara el hambre, pareciera que Dios no era muy necesario en sus vidas. La religión se había convertido en un asunto de “algunas mujeres ancianas”.

En el Salmo de hoy rezamos: “Enséñanos a calcular nuestros años, para que nuestro corazón alcance la sabiduría”. Esto significa vivir en la presencia de Dios, no en un constante miedo a la muerte. Dos capítulos después de la “Vanidad de Vanidades” en Eclesiastés, leemos que hay un “un tiempo para nacer y un tiempo para morir”.

La Bella Señora sabe que, entre el nacimiento y la muerte, la vida está llena de cosas que nos atemorizan; pero, cerca de ella, no hay porqué tener miedo. Bajo su guía, podemos alcanzar la sabiduría del corazón. Y sí, no es una contradicción decir que ella nos enseñará el temor del Señor.

Sirácides 1:12 es uno de los tres versículos en la Biblia que nos dice, “El principio de la sabiduría es el temor del Señor”. Pero si leemos todo el capítulo, sabremos que el temor del Señor es la sabiduría en su plenitud, la corona, y la raíz; que “deleita el corazón, da gozo, alegría y larga vida”; y es “gloria y motivo de orgullo, es gozo y corona de alegría”.

¿Que podría ser más deseable?

Las primeras palabras de la Bella Señora, “Acérquense, hijos míos, no tengan miedo” marcaron el tono de todo los que dijo después. Conforme leemos cada porción del mensaje, aunque nos cause angustia, debemos seguir escuchándolo, “No tengan miedo… no tengan miedo…” Hacerlo, nos ayudará a pensar con serenidad y con paz en las cosas de arriba.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Orar con Persistencia

(17mo Domingo Ordinario: Génesis 18:20-32; Colosenses 2:12-14; Lucas 11:1-13)

“Si quiero que mi Hijo no los abandone, tengo que encargarme de rezarle sin cesar”, —dijo María en La Salette. “Por más que recen, hagan lo que hagan, nunca podrán recompensarme por el trabajo que he emprendido en favor de ustedes”.

La súplica de Abraham por los inocentes que pudieran morir durante la destrucción de Sodoma y Gomorra es persistente, por lo menos. Su oración es atrevida: “¡Lejos de ti hacer semejante cosa! … Me tomo el atrevimiento de dirigirme a mi Señor”.

Cuando Jesús enseñó a sus discípulos a rezar, en primer lugar, les indicó el tipo de cosas por las que deberíamos orar. Luego, con la parábola del amigo inoportuno, enfatizó la necesidad de perseverar en la oración, rezar con audacia. Al terminar les inspiró confianza al decirles: “Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá”.

San Pablo habla de un acta de condenación con una fianza en contra nuestra. En este contexto, se refiere a una obligación legal, que si no es honrada conlleva la pérdida de dinero o de alguna otra cosa de valor, aún hasta la propia vida. Por medio de la muerte y la resurrección de Jesús, Dios dio por saldada dicha fianza y nos perdonó de todos los pecados.

Esto no significa que los cristianos ya no tengan más obligaciones. Tienen el deber de ser fieles al Dios que envió a su Hijo para salvarlos, necesitan conocer su voluntad y hacer lo mejor a su alcance para cumplirla.

Pero desafortunadamente, no siempre ha sido así. Lo que la Bella Señora vio en su pueblo es la falta de respeto por su Hijo y, aún más, por las cosas de Dios. No es para sorprenderse que haya hablado específicamente de la oración—la de ella y la nuestra.

Hablando a dos niños carentes de instrucción, ella les planteó las cosas de manera sencilla: un Padre Nuestro y un Ave María, y más cuando puedan. Pero la oración realmente debería ser más como la de ella. Debemos ser conscientes de lo que está sucediendo en y alrededor de nosotros, y llevar constantemente nuestras preocupaciones y sentimientos ante el Señor, como el salmista que, hoy, ofrece una oración de acción de gracias, pero a veces grita desolado, o se queja, o pide perdón, etc., etc., etc.

Nuestra Señora de La Salette, Reconciliadora de los pecadores, ¡Ruega siemprepor nosotros que recurrimos a ti!

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Acoger la Palabra de Dios

 (16to Domingo Ordinario: Génesis 18:1-10; Colosenses 1:24-28; Lucas 10:38-42)

 “Él es a quien proclamamos, aconsejando a todos y enseñando a todos la verdadera sabiduría, a fin de que todos alcancen su madurez en Cristo”. Tres veces Pablo escribe: todos. Las traducciones pueden variar, pero eso es lo que dice el texto griego original.

¿Por qué tanta insistencia?  Porque nadie debe ser excluido de escuchar la Buena Nueva. Todos deben tener la oportunidad de creer y de perseverar en la fe, “como una ofrenda santa, inmaculada e irreprochable”, tal como Pablo escribe en el versículo 22 del mismo capítulo. 

Esta misma idea queda plasmada de alguna manera en el relato evangélico sobre Marta y María.Escuchar la Palabra de Dios es “la mejor parte”, lo prioritario. Algo que a nadie se le puede impedir hacer.

Como ustedes saben, Nuestra Señora de La Salette también puso énfasis a sus palabras finales repitiendo, “Bueno, hijos míos, háganlo conocer a todo mi pueblo”. En una ocasión le preguntaron a Melania sobre cómo ella entendía esa expresión. ¿Se refería solamente a la gente de los alrededores? Ella respondió, “yo no lo sé… Todos, supongo”.

Ella estaba en lo correcto por supuesto.  Hoy las palabras de María se conocen en todas las esquinas del globo. 

La Bella Señora tenía algo importante para contarles a los niños. Por lo tanto, les invitó a acercarse a ella. El temor que ellos tenían se desvaneció y, atraídos por aquella luz, estaban preparados para escuchar la gran noticia. “Bebíamos sus palabras”, dijeron.

La Salette tiene sus opositores. Es una pena, pero nadie está obligado a creer en las apariciones. Lo que es triste, sin embargo, es que en todas las épocas aparecen aquellos que tratan de impedir que el Evangelio sea predicado. Pablo mismo fue puesto en prisión. Desde allí escribió, “Acuérdate de Jesucristo, que resucitó de entre los muertos y es descendiente de David. Esta es la Buena Noticia que yo predico, por lo cual sufro y estoy encadenado como un malhechor. Pero la palabra de Dios no está encadenada”.

La hospitalidad (tal como la vemos hoy en Génesis y Lucas) significa acoger a los demás con calor y generosidad. Si nuestra vida cristiana refleja esta actitud hacia todos, si, como María, invitamos a todos a ‘acercarse’, tal vez les ayudemos a recibir la Palabra también.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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