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El Nombre

(33ro Domingo Ordinario: Malaquías 3:19-20; 2 Tesalonicenses 3:7-12; Lucas 21:5-19)

En 2008 una carta fue enviada desde el Vaticano a todos los obispos, en relación al uso del nombre de Dios en hebreo. (Escrito con las cuatro letras. YHWH). Indicando que, entre los judíos del tiempo de Jesús, la práctica de pronunciar el nombre desapareció. YHWH, “como expresión de la Infinita Grandeza y Majestad de Dios, se consideraba impronunciable y por lo tanto fue reemplazada en la lectura de la Sagrada Escritura por medio del uso de un Nombre alternativo: “Adonai”, que significa “Señor”.

Esto se refleja en las antiguas traducciones. Solamente Kyrios (Señor) aparece en griego, por ejemplo, y Dominus en latín. Y, la carta del Vaticano insiste, lo mismo debe pasar en el caso de la Liturgia y en las traducciones modernas de la Biblia.

La Bella Señora de La Salette no se preocupó en particular por este asunto. Pero el abuso del nombre de su Hijo la perturbó profundamente. Para los cristianos el nombre de Jesús es también “expresión de la Infinita Grandeza y Majestad de Dios”, especialmente en lo relacionado con nuestra salvación.

¿Cómo no podríamos nosotros tener por su nombre el más alto respeto? “Para ustedes, los que temen mi Nombre, brillará el sol de justicia”,  leemos en Malaquías. María da a entender una promesa similar.

Pero en el Evangelio, encontramos otra profecía, en los labios de Jesús: “Ustedes serán odiados por todos a causa de mi Nombre”. Aunque inmediatamente se añaden ciertas garantías, el prospecto de la persecución es aterrador.

Y, aun así, encontramos ejemplos de santos que lo deseaban. Uno de los mártires norteamericanos, Jean de Brébeuf, pronunció el voto de nunca rechazar la gracia del martirio si alguna vez debía enfrentarlo: “Mi Dios y mi Salvador, tomaré de tus manos la copa de los sufrimientos e invocaré tu nombre, Jesús, Jesús, Jesús”.

Su oración fue atendida, y murió entre torturas indescriptibles.

Esto no es lo que Nuestra Señora pide de nosotros, y yo rezo para que nunca tengamos que pasar por un sufrimiento parecido en nombre del Señor. 

Que, en lugar de aquello, podamos nosotros llevar una vida digna del nombre de cristianos, amando y siendo los discípulos amados de su Hijo.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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El Contexto lo es Todo

(32do Domingo Ordinario: 2 Macabeos 7:1-2, 9-14; 2 Tesalonicenses 2:16—3:5; Lucas 20:27-38)

Si tienes tiempo, lee completamente los capítulos sexto y séptimo de 2da de Macabeos. No sólo hará que el relato de la mujer heroica y de sus hijos tenga un mejor sentido, sino que también proveerá el contexto para entender el por qué esta historia está puesta allí.

En particular, leemos en 6:12-13: “Ruego a los lectores de este libro que no se dejen impresionar por estas calamidades. Piensen más bien que estos castigos no han sucedido para la ruina, sino para la educación de nuestro pueblo. Porque es una señal de gran benevolencia no tolerar por mucho tiempo a los impíos, sino infligirles rápidamente un castigo”.

La lectura de 2da de Tesalonicenses también se beneficia leyendo el versículo que precede inmediatamente el texto de hoy. Este es: “Por lo tanto, hermanos, manténganse firmes y conserven fielmente las tradiciones que aprendieron de nosotros, sea oralmente o por carta”.

El asunto de los Saduceos posee un doble contexto. El primero es el hecho de que la cuestión en particular constituía una temática popular en el debate entre los Saduceos y los Fariseos quienes, respectivamente, negaban o creían en la resurrección. El segundo es el deseo – a menudo registrado en los Evangelios, pero siempre fútil – de intentar ganar el argumento en contra de Jesús.

Del mismo modo, el relato de La Salette se entiende mejor estudiando el mundo en el que tuvo lugar. Algo de esto puede inferirse de las palabras de la Bella Señora: la devastación de la economía local, la indiferencia de su pueblo con respecto a las cosas de Dios, la urgencia de la conversión.

Y desde luego la historia de Francia, especialmente la Revolución Francesa y las secuelas que dejó en lo filosófico, lo religioso y lo económico. 

Sin embargo, el contexto más importante para entender La Salette es la Biblia. Cada parte del mensaje refleja aquel mundo. Sin las Escrituras, la Salette es sujeto de toda clase de interpretaciones. Para nosotros que amamos La Salette, otro contexto es también importante: nuestras propias vidas y el mundo en el que vivimos, aquí y ahora.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Glorifiquen conmigo al Señor

(31er Domingo Ordinario: Sabiduría 11:22—12:2; 2 Tesalonicenses 1:11—2:2; Lucas 19:1-10)

El autor del libro de la Sabiduría le dice a Dios, “Tú te compadeces de todos, porque todo lo puedes, y apartas los ojos de los pecados de los hombres para que ellos se conviertan”. El Salmista declara, “El Señor es bueno con todos y tiene compasión de todas sus criaturas”. El relato de Zaqueo ilustra la misma verdad.

Jesús tomó la iniciativa en el caso de Zaqueo. El arrepentimiento (la sumisión, la conversión) es un don de Dios. En La Salette, María vino a ofrecerla a su pueblo.

Si todo marcha bien, un cambio mayor tiene lugar en el corazón y en la vida de aquellos que se dejan tocar por esta gracia. Zaqueo proclama públicamente el cambio que ha provocado en su vida el encuentro con el Señor. Se desmorona la avaricia que había marcado su vida hasta este momento, y su nueva vida queda marcada por la justicia y la generosidad. ¿Quién sabe a dónde puede conducirlo tal cambio?

Existe aún otra dimensión ligada a todo esto, la encontramos en la segunda lectura: ”Rogamosconstantemente por ustedes a fin de que Dios los haga dignos de su llamado, y lleve a término en ustedes, con su poder, todo buen propósito y toda acción inspirada en la fe. Así el nombre del Señor Jesús será glorificado en ustedes, y ustedes en él”.

¡Imagínense! Quien responde al llamado de Dios a la conversión no sólo se apartará del pecado y entrará en una vida llena de fe, sino que realmente será capaz de glorificar el nombre de Jesús.

Después de todo, nadie llega a ser santo solamente dejando atrás una vida de pecado. La Bella Señora no esperó que su pueblo simplemente dejaría de tomar en vano el nombre de su Hijo, sino que volvería a poner en práctica su fe, con toda sinceridad. Ella habla de sumisión y conversión. Estas dos actitudes no son nociones negativas. Vemos como Zaqueo fue transformado cuando se sometió a la gracia de Dios y se convirtió.

Con referencia al para qué de la venida de Jesús, y de María, no fue sólo para apartarnos de algo malo, sino para ofrecernos algo bueno y hermoso y maravilloso. Ellos vinieron porque Dios nos ama. Ellos quieren que respondamos a ese amor con todo nuestro corazón.

El Salmo 34:4 dice. “Glorifiquen conmigo al Señor, alabemos su Nombre todos juntos”. Esto se aplica más a nuestra manera de vivir que a nuestras palabras.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Oración plena y verdadera

(30mo Domingo Ordinario: Sirácides 35:12-18; 2 Timoteo 4:6-18; Lucas 18:9-14)

El Fariseo en la famosa parábola de hoy no está inventando nada, sólo dice la verdad acerca de sus buenas obras: él fue ciertamente un cumplidor más allá del deber.

El recaudador de impuestos no hace una lista de sus pecados. Por la naturaleza de su trabajo como agente de los invasores romanos, él es un pecador “público”. Aquello es suficiente para que el Fariseo haga una comparación odiosa –y falsa- entre sí mismo y el otro hombre.

Nuestra Señora de La Salette describe su oración constante en favor nuestro. Es fácil imaginarla tomando las palabras del cobrador de impuestos y parafraseándolas: “¡Dios mío, ten piedad de ellos, que son pecadores!”.

Las lecturas de la semana pasada nos ayudaron a enfocarnos en la oración, en la necesidad de rezar siempre y bien. Esta semana añaden otra noción con respecto a la calidad de nuestra oración: la honestidad.

Hoy escuchamos las célebres palabras de San Pablo: “He peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe”. ¿No será que está presumiendo como el Fariseo? No, porque una y otra vez aclara que es solamente por gracia de Dios que él haya sido capaz de lograr cualquier cosa. “¡A él sea la gloria por los siglos de los siglos!” escribe.

El Fariseo comienza su oración con “Dios mío, te doy gracias” pero todo lo que dice a continuación muestra que no está realmente glorificando a Dios sino a sí mismo, y sacando la conclusión de que él es mejor que los demás. Su “verdad” no es la “verdad plena”.

Cuando María nos recuerda nuestras faltas, no nos está diciendo que somos peores que los demás. La única comparación que se puede hacer es con su Hijo. Sobre su pecho lo vemos crucificado, sufriendo por nosotros, en nuestro lugar.

La lectura de Sirácides, de la que oímos: “el Señor no desoye la plegaria del huérfano”, me recuerda una bonita canción del año 2010, “Mejor que un Aleluya”. Comienza así.

A Dios le gusta una canción de cuna
Con lágrimas de madre a deshoras de la noche
A veces, más que un Aleluya.

Con seguridad, Dios valora las lágrimas de María en La Salette porque vienen del alma, lágrimas plenas y verdaderas derramadas por todo su pueblo.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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La Virtud de la Persistencia

(29no Domingo Ordinario: Éxodo 17: 8-13; 2 Timoteo 3:14—4:2; Lucas 18:1-8)

“La paciencia es una virtud”, se nos dice. Pero igualmente importante es la virtud de la persistencia. Puede resultar molesta, como fue para el juez en la parábola, quien al final hizo lo correcto, solamente porque quería acabar con las impertinencias de la viuda.

La situación es muy diferente en el relato de Moisés que rezaba en la cima de una colina. Su oración requería estar en una postura tan exigente que él no podía manejarse solo. Necesitaba de ayuda. La perseverancia no significa hacer las cosas aislado.

Nuestra Señora de La Salette habla de su propia oración: “Si quiero que mi Hijo no los abandone, tengo que encargarme de rezarle sin cesar”. Ella también nos anima a rezar diariamente, “por la noche y por la mañana”. La fidelidad a la oración siempre se ha considerado esencial para llevar una vida espiritual saludable.

En otro contexto, San Pablo nos presenta una perspectiva diferente. Le escribe a Timoteo: “Yo te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús: … proclama la Palabra de Dios, insiste con ocasión o sin ella, arguye, reprende, exhorta, con paciencia incansable y con afán de enseñar”.

Pero ¿cómo Timoteo podría esperar cumplir sus responsabilidades sin poner su vida y su obra en las manos de Dios? En la Iglesia, algunas comunidades religiosas se dedican a la vida contemplativa centrada en la oración y la adoración. Otras son llamadas al apostolado en una gran variedad de ministerios. Algunas tienen ambas ramas, la contemplativa y la apostólica. (Este tercer modelo fue propuesto como una opción al comienzo de la historia de los Misioneros de Nuestra Señora de La Salette. Al final, no fue adoptado.)

Lo que tienen en común estos modelos es la intensidad que debería caracterizarlos. Una vez que respondemos al llamado de Dios, nos comprometemos totalmente con aquella vocación, como Moisés, Timoteo, y María. 

Una de las oraciones en el Misal Romano lo expresa bellamente: “así guardaremos íntegro el don de la fe y seguiremos siempre el camino de la salvación que tú nos has señalado”.

Esa meta es la razón por la cual la Bella Señora es tan persistente en su oración por nosotros.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Transformaciones

(28vo Domingo Ordinario: 2 Reyes 5:14-17; 2 Timoteo 2:8-18; Lucas 17:11-19)

Naamán no tenía ninguna razón personal para esperar que el profeta le ayudara. Era un leproso. Además, era extranjero. Fue la hija de una esclava hebrea quien le sugirió que fuera a Samaria para hacerse curar por el profeta. Y no tenía otras opciones.

A su llegada, se sintió decepcionado cuando Eliseo no salió a su encuentro, sino que sólo le envió un mensaje diciéndole que fuera a bañarse siete veces en el rio Jordán; al principio se negó. Pero al final se sometió, y su transformación fue completa, física y espiritualmente

El leproso del relato del Evangelio de quien no sabemos su nombre tampoco tenía una razón personal para esperar que un profeta itinerante llamado Jesús lo ayudaría. Era, después de todo un samaritano. Aunque luego fuera a presentarse a los sacerdotes, ellos no tendrían nada que ver con “este extranjero”. Pero él, también, fue transformado en el cuerpo y en el espíritu.

Casi pareciera que los otros nueve leprosos sanados por Jesús daban por hecho el “por supuesto” que los sanó, ya que compartían la misma religión y nacionalidad.

En La Salette, ni Maximino ni Melania, tampoco ninguna de las personas de los alrededores tenía motivos para esperar la visita de la Madre de Dios. No fue sino hasta la tarde de aquel día que alguien comprendió quién era la que se había aparecido a los niños y les había hablado. La anciana “Mamá Carón” exclamó: “¡Es a la Santísima Virgen a quien estos niños han visto, porque no hay otra en el cielo cuyo Hijo reina!”

Desde entonces, cientos de sanaciones físicas e innumerables transformaciones espirituales han sucedido por medio del encuentro con la Bella Señora.

Naamán y el samaritano regresaron luego de ser purificados, para glorificar a Dios y darle gracias. Cada uno recibió el don de la fe. Lo mismo se puede decir de muchos peregrinos de La Salette.

Mientras más nos demos cuenta de cuán indignos somos de recibir las bendiciones de Dios, más profunda será nuestra gratitud. Idealmente se expresará en nosotros como un sentimiento constante, y también en una determinación a demostrarle al Señor que estamos verdaderamente agradecidos.

Así, las transformaciones seguirán teniendo lugar a lo largo de toda nuestra vida.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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