Llamados a rendir cuentas
(25to Domingo Ordinario: Amos 8:4-7; 1 Timoteo 2:1-8; Lucas 16:1-13)
Un administrador está a cargo de las propiedades de otra persona. Es un puesto de confianza. El personaje principal del Evangelio de hoy es un administrador deshonesto, a quien su amo le dijo: “Dame cuenta de tu administración”.
En la Iglesia, el concepto de administración se aplica a menudo al tiempo, al talento y a las riquezas, y cada vez más, al planeta. Después de leer el texto de Amos como también del Evangelio, podemos sentir que Dios nos acaba de llamar y que ahora debemos preparar una rendición de cuentas de nuestra administración.
Desde una perspectiva saletense, podríamos decir que la Bella Señora tocó el tema de la administración del tiempo. “¿Hacen bien la oración?” Rezar bien no se trata únicamente de que debemos evitar la distracción, por ejemplo. Más bien, es una cuestión de tomarse un tiempo apropiado para orar, y asegurarnos de que recemos con el corazón, no solamente con nuestros labios.
María también mencionó el Día del Señor dos veces. Primero, hablando como los profetas en nombre de Dios, ella dice, “Les he dado seis días para trabajar y me he reservado el séptimo, pero no quieren dármelo”. Más tarde afirma que solamente unas cuantas mujeres ancianas van a misa en verano, y que cuando otros van a la iglesia, lo hacen para burlarse de la religión.
Por último, “En Cuaresma, van a la carnicería, como los perros”.
Aun fuera del contexto religioso, necesitamos examinar nuestro uso del tiempo. Por supuesto, permitiéndonos un apropiado tiempo libre, necesitamos evitar malgastar horas en actividades – o sedentarismo –por lo cual seríamos incapaces o nos avergonzaría tener que rendir cuentas. En nuestra vida profesional, ¿hacemos nuestra tarea diaria con honestidad?
En cuanto al talento y a la riqueza, ¿los ponemos al servicio de la comunidad cristiana y de los que pasan necesidad alrededor de nosotros? O los derrochamos buscando nuestro propio placer y satisfaciendo nuestra avaricia, acumulando tesoros que no nos llevaremos a la tumba.
¿Cómo sería si Dios requiriera de nosotros una completa rendición de cuentas de nuestra administración? En realidad, la pregunta no es hipotética. ¿Cómo será, cuando Dios requirirá…?
También debemos estar preparados para rendir cuentas de uno de los más grandes de nuestros dones – nuestra vocación saletense.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Recuperar nuestra herencia
(24to Domingo Ordinario: Éxodo 32:7-14; 1 Timoteo 1:12-17; Lucas 15:1-32)
Los Fariseos y los escribas, en el evangelio de hoy se quejaron de Jesús. “Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos”. Ellos nunca harían algo así. Para ellos, era algo desagradable.
Jesús no pide disculpas. En cambio, les presenta tres parábolas: la oveja perdida, la moneda perdida, el hijo pródigo. Todas ellas hablan de la alegría de encontrar lo que se había perdido, de recibir al pecador que vuelve arrepentido.
Sin embargo, es sólo la tercera parábola en la que se representa a un pecador, el hijo menor malgastando su herencia, devorando los bienes de su padre con prostitutas, tal como ásperamente afirma el hijo mayor.
En la primera lectura, Dios se queja de que su pueblo esté adorando un becerro de metal fundido. (Recuerda que ellos despilfarraron su oro para fabricarlo). Él se enfureció tanto que, al hablar con Moisés, los llama “tu pueblo”, y “un pueblo obstinado”.
En La Salette el lenguaje de María es similar. “Si mi pueblo no quiere someterse”. Ella no está enojada, todo lo contrario; pero quiere que su pueblo sea consciente del peligro que enfrenta a menos que busque la gracia de Dios con humildad.
Aquel pueblo una vez tuvo una rica herencia de fe, pero la dejaron de lado. Hoy, tristemente, somos testigos de la misma situación. Necesitamos concientizarnos, asumirlo y hacernos responsables de nuestra naturaleza caída, como parte de un pueblo que tiende a suplantar a nuestro Creador, con el falso dios representado en la figura del becerro de oro.
En la medida en que compartimos tal actitud, necesitamos aprovechar del bello sacramento de la reconciliación para nuestro beneficio, humildemente confesando nuestra pecaminosidad ante nuestro Padre y recuperando nuestra herencia. Luego de lo cual, lejos de separarnos de nuestro pueblo, nuestra vocación saletense nos llama a imitar a Jesús, que acogió a los pecadores.
Cada una de las parábolas comienza identificando a una persona, el protagonista real, aquel que ha perdido algo valioso. La intensidad de su pérdida conduce a una búsqueda frenética o, en el caso del padre, a un profundo anhelo, y se manifiesta más fuertemente cuando lo perdido se convierte en lo encontrado.
Es así como Jesús quiere que nos sintamos. Es lo que María vino a llevar a cabo, por medio de su aparición misericordiosa, y por el mandato que nos ha dejado.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
La Sabiduría de La Salette
(23er Domingo Ordinario: Sabiduría 9:13-18; Filemón 9-10, 12-17; Lucas 14:25-33)
¿Cuándo fue la última vez que pensaste en Dios en estos términos: omnipresente, omnipotente, omnisciente, que todo lo ve? En ese contexto fácilmente entendemos la pregunta que hace Salomón en la primera lectura de hoy, “¿Qué hombre puede conocer los designios de Dios o hacerse una idea de lo que quiere el Señor?”
La respuesta es simple. Por nosotros mismos, no podemos. Por eso Salomón añade, “si Tú mismo no hubieras dado la Sabiduría y enviado desde lo alto tu santo espíritu”.
De los siete dones del Espíritu Santo, el primero es la sabiduría, que tiene una especial relación con la fe. El P. John Hardon, S.J (1914-2000) lo explicó así: "Donde la fe es un simple conocimiento de los artículos de la creencia cristiana, la sabiduría llega a una cierta penetración divina de las verdades mismas".
Mientras más nos adentremos en la vivencia de nuestra fe, más nuestra fe nos guiará. En particular, Jesús nos habla en el evangelio de hoy acerca de cargar nuestra cruz. Ustedes recordarán que San Pablo escribió, “El mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden, pero para los que se salvan -para nosotros- es fuerza de Dios”. (1 Cor 1:18)
Jesús tomó nuestra carne y siguió el camino del Calvario, para enseñarnos que no hay que dejarnos dominar por la carne. Sin la misericordia y la gracia de Dios y la obra del Espíritu Santo, nuestra cruz sería una carga demasiado pesada de llevar.
La Aparición y el mensaje de La Salette se sitúan en esta misma tradición. María lleva el crucifijo sobre su pecho. Ella derrama sus lágrimas por aquellos que están pereciendo debido a su falta fe. Ella nos ayuda a juzgar las cosas del mundo (los signos de los tiempos) a la luz de nuestro más alto fin, nuestra salvación, hacía la que nos acercamos más cuando respetamos las cosas de Dios.
Ella sabe, como se afirma en la primera lectura, que “un cuerpo corruptible pesa sobre el alma y esta morada de arcilla oprime a la mente con muchas preocupaciones”. Ella no es indiferente al sufrimiento y a la ansiedad de su pueblo, pero quiere que miremos más allá. Ella es una Madre sabia.
Estamos llamados a contemplar a Dios. En compañía de María, el don de sabiduría que nos otorga el Espíritu Santo nos guiará aún más cerca del cumplimiento pleno de aquella noble ambición.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Oración humilde
(22do Domingo Ordinario: Eclesiástico 3:17-29; Hebreos 12:18-24; Lucas 14: 1, 7-14)
En la primera lectura de hoy escuchamos, “Hijo mío, realiza tus obras con modestia”. En el Evangelio Jesús dice, “El que se humilla será elevado”.
En La Salette, la Bella Señora preguntó, "¿Hacen ustedes bien la oración, hijos míos?"
A primera vista, esta conexión entre La Salette y las lecturas puede tomarnos por sorpresa. Pero cuando lo piensas, ¿qué es la oración si no viene de un corazón humilde? ¿Existe otra manera de llegar a Dios? Nosotros no somos el creador sino la creación. Si nos pasa que somos bendecidos con talentos o disfrutamos de cierto prestigio en nuestra comunidad, es especialmente importante que seamos más humildes. Como dice el Eclesiástico.
“Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar”, Jesús les dijo a los huéspedes que estaban con él en la casa del fariseo. Este consejo se aplica aún más a la oración. Cuando nos ponemos en la presencia de Dios, cualquier comparación que podamos hacer entre nosotros y los demás es pura vanidad. (¿Te acuerdas de la parábola del fariseo y el cobrador de impuestos? Más de esto dentro de dos meses).
Cuando a María se le ofreció el honor de convertirse en la madre del Mesías, ella respondió, con humildad genuina, “Yo soy la servidora del Señor”. En su oración de alabanza, el Magnificat, ella reconoce que Dios “miró con bondad la pequeñez de tu servidora”.
Cuando, en La Salette, María habla de su propia oración, vemos que se humilla de dos maneras diferentes. Primero, ella se presenta ante su hijo en actitud mendicante. Segundo, ella se identifica con un pueblo de pecadores “mi pueblo”, por el que suplica sin cesar.
Muchos de nosotros rezamos con nuestra cabeza agachada. ¿No es eso un gesto de humildad, sometiéndonos ante nuestro Señor y Salvador?
Podemos encontrar gozo en nuestro ministerio de reconciliación, pero no hay lugar aquí para la arrogancia y el sentido de superioridad. Sí, tenemos un don para compartir, pero necesitamos hacernos a un lado, para que el mensaje de Nuestra Señora brille en su plenitud. Nunca nos atribuimos el mérito por lo que el Señor pueda llegar a realizar en respuesta a nuestra humilde oración.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.