Encontrar nuestro lugar
(29no Domingo Ordinario: Éxodo 17:8-13; 2 Timoteo 3:14-4:2; Lucas 18:1-8)
En 1876, los Misioneros de Nuestra Señora de La Salette no tenían ni 25 años de existencia, y, aun así, tuvieron que enfrentarse a una decisión. Se presentó una propuesta, la de desarrollar dos ramas dentro de la Congregación; una contemplativa y penitencial, la otra activa en el apostolado. La primera debía proporcionar apoyo espiritual a la segunda.
La idea es similar a la que vemos hoy en la lectura del Éxodo. Mientras Josué se enfrentaba en batalla contra Amalec, Moisés oraba desde su ubicación en la cima de la colina. Así, cada vez que los soldados levantaban la mirada, recobraban el valor viendo orar a Moisés.
Muchas veces miramos a la Bella Señora y decimos, “Nuestra Señora de La Salette, Reconciliadora de los Pecadores, ruega siempre por nosotros que recurrimos a ti”. Sabemos que ella reza constantemente por nosotros. Ella misma nos lo dijo.
Pero nosotros no somos recipientes pasivos. Los laicos saletenses, en particular, pueden asumir varios roles. La imagen de Aarón y de Jur en la primera lectura es especialmente llamativa en este contexto. Ellos no están con Josué en el campo de batalla. No están orando como Moisés. En cambio, cuando los brazos de Moisés comenzaban a cansarse, ellos encontraban maneras creativas de ayudarle a continuar con su ministerio. Ellos estaban apoyando a ambos, a Moisés y a Josué.
Este relato de Éxodo se usa a veces para interpretar las palabras de María acerca del brazo de su Hijo. Es así como ella es vista actuando como Aarón y Jur, sosteniendo el brazo de Jesús al tiempo que intercede por nosotros.
En la celebración de la Eucaristía, el sacerdote en el altar puede ser comparado con Moisés sobre la colina. Mirando a la congregación y rezando por ella, él no está solo, sino que tiene el apoyo del pueblo por medio de su participación fiel y activa en toda una variedad de ministerios litúrgicos y otros servicios en la Iglesia.
¿Eres un Moisés? El mundo necesita de tu oración, de tu ejemplo. El mundo necesita verte sobre la colina con tus manos levantadas a lo alto en oración, para tomar fuerza de tu ejemplo y convertirnos, y que lleguemos a ser el pueblo que él desea que seamos.
¿O quizá eres un Josué, o un Aarón o un Jur, u otra figura de la escritura? Todos podemos encontrar nuestro lugar en la Iglesia y en el mundo saletense.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Gratitud por la curación
(28vo Domingo Ordinario: 2 Reyes 5:14-17; 2 Timoteo 2:8-13; Lucas 17:11-19)
Ya que vamos a reflexionar sobre la gratitud, comenzamos agradeciendo a todos y a cada uno de ustedes fieles lectores, y a aquellos de entre ustedes que de vez en cuando envían sus comentarios útiles y alentadores.
También hablaremos de curación. En la primera lectura de hoy, un leproso, Naamán, es sanado, mientras que en el Evangelio son diez los leprosos sanados. A renglón seguido de estas sanaciones hay expresiones de gratitud.
Nuestra Señora de La Salette lloró por la muerte de los niños y por el hambre que ya había comenzado a hacer estragos en Europa. La causa era una forma de lepra, no de las personas sino de los alimentos básicos. María habló del trigo arruinado, uvas podridas y nueces carcomidas. La desesperación provocada por esto no era distinta a la que experimentaban los leprosos, aun en tiempos modernos.
En una visión profética de abundancia, la Bella Señora prometió la sanación de la tierra, por decirlo así, un alivio del hambre para su pueblo.
Naamán regresó a Eliseo diciendo, “Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra, a no ser en Israel. Acepta, te lo ruego, un presente de tu servidor”. Veamos por qué, cuándo, y cómo él expresa su gratitud. El porqué se ve claramente. El cuándo: tan pronto posible. El cómo: mediante la ofrenda de dones a Eliseo, sí, pero en un nivel más profundo por su conversión a la fe de Israel.
Naamán se zambulló en el Jordán siete veces. Esta acción nos hace pensar en el bautismo; el número nos recuerda los sacramentos, memoriales perpetuos de nuestra conversión al amor de Dios.
Los peregrinos a La Salette regresan a sus casas con agua de la fuente donde María se apareció. Naamán llevó dos mulas cargadas de tierra, para usarla como una especie de alfombra de oración, como un constante recuerdo de la misericordia de Dios.
En el Evangelio, diez leprosos fueron purificados. Uno, “al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias”. Jesús entonces le dijo. “Levántate y vete, tu fe te ha salvado”.
Purificado, sanado, salvado. Tales son los signos, los frutos, y algunas veces hasta la causa de conversión. El orden exacto es de poca importancia. Lo que importa más es, que una vez que experimentamos de primera mano la misericordia de Dios, vivimos nuestra vida con gratitud y fidelidad.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Auméntanos la fe
(27mo Domingo Ordinario: Habacuc 1:2-3, 2:2-4; 2 Timoteo 1: 6-14; Lucas 17:5-10)
Cuando los apóstoles le dijeron a Jesús, “Auméntanos la fe”, ellos daban a entender dos cosas: la primera, que ellos ya la tenían; y la segunda, que Jesús era el responsable de mejorarla.
¿Por qué esperarían ellos que Jesús hiciera tal cosa? Seguramente era algo por lo cual ellos mismos debían ser responsables. La respuesta de Jesús parece casi expresar que la fe de ellos, si es genuina, es perfectamente adecuada.
Aun así, existen ciertas prácticas básicas que ayudan a aumentar la fe, o hasta a restaurarla. En La Salette, María nos recuerda algo tan simple como la oración de la mañana y de la tarde, guardar el santo día del Señor, observar las prácticas cuaresmales.
Ella dice, “Si se convierten,” – que puede incluir, por ejemplo, recibir el sacramento de la Reconciliación mensualmente. Nuestra Madre llorosa sugiere, como lo hizo Jesús con la semilla de mostaza, que, si nuestra fe es genuina, veríamos cosas maravillosas: rocas que se convierten en montones de trigo, y papas que aparecen sembradas por los campos. La conversión siempre puede ser más profunda. La fe siempre puede fortalecerse. Aunque el Señor mire con bondad nuestros esfuerzos, nunca serán lo suficientemente buenos sin su ayuda.
En la segunda lectura, San Pablo le dice casi lo mismo a Timoteo cuando escribe: “Conserva lo que se te ha confiado [el don de Dios], con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros”. El Catecismo de la Iglesia Católica, en su primerísimo parágrafo, describe este don: “Dios..., en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada”.
En la primera lectura, cuando Habacuc parece estar al borde de la desesperación, el Señor le promete, “El justo vivirá por su fidelidad”. La constancia, es, por lo tanto, esencial para crecer en nuestra vida de fe.
Y la humildad también lo es. Vemos esto en la segunda parte del Evangelio, una parábola acerca de los servidores.
En este pasaje, Jesús nos dice que estamos llamados a hacer más; no es suficiente para nosotros sólo ser. “Ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: ‘Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber’”.
Jesús no está poniendo en tela de juicio nuestros esfuerzos, pero nos invita a estar siempre dispuestos a servir. Cuando Dios exige más, demos más. Como María, ¡entreguémoslo todo!
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Un corazón misericordioso
(26to Domingo Ordinario: Amós 6:1-7; 1 Timoteo 6:11-16; Lucas 16:19-31)
Nos sumergimos en nuestra reflexión con la Antífona de Entrada de hoy: “Todo lo que hiciste con nosotros, Señor, es verdaderamente justo, porque pecamos contra ti y no obedecimos tu ley; pero glorifica tu nombre, tratándonos según tu gran misericordia”.
Sin ponernos demasiado técnicos con respecto al origen de las palabras, podemos afirmar que misericordia significa compasión o, en términos más poéticos, un corazón sensible al pobre, al afligido y al pecador. La misericordia es el corazón del Evangelio y de la Aparición de Nuestra Señora de La Salette.
La primera lectura y el evangelio se centran en un gran mal: la incapacidad de mostrar misericordia. En ambos se muestra a personas que viven satisfechas en su propio mundo de bienestar, sin preocupación por el sufrimiento de los demás. Por lo tanto, su perdición es inminente.
En la segunda lectura, Pablo, actuando como instructor y director espiritual de Timoteo, lo llama hombre de Dios, y escribe, “practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia, la bondad”. Esto debe incluir la misericordia.
La Misericordiosa Madre de La Salette tuvo un corazón sensible por el acongojado pecador. Su pueblo sufría a causa de sus pecados. Ella vino a mostrar que se puede obtener misericordia volviendo al Señor y a su Iglesia.
Hay una imagen en el evangelio que nos llamó la atención de una manera particular. El hombre rico, desde su lugar de tormento, exclama, ““Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan”.
Ya era tarde para él, pero no es demasiado tarde para que nosotros podamos ofrecer una gota del agua de La Salette, figurativamente hablando, por medio de nuestro ministerio y oración, a aquellos que tienen sed de bondad humana y divina.
Este pensamiento toma un significado más profundo cuando lo aplicamos a Dios. Una simple gota de misericordia del dedo de Dios trae frescura y un alivio del sufrimiento. Una gota de la sangre de Jesús, dada a nosotros en la Eucaristía, puede restaurarnos el favor de Dios. Que nuestra participación en la Misa no se transforme en una acción vana.
Y cultivemos el deseo de tener un corazón sensible a los desolados pecadores, seamos agentes de la misericordia de Dios donde estemos y cuando podamos.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.