Glorificando a Dios
(Cuarto domingo de Adviento: 2 Samuel 7:1-16; Romanos 16:25-27; Lucas 1:26-38)
El lema de la Compañía de Jesús es: Ad majorem Dei gloriam – Para la mayor gloria de Dios. La lectura de San Pablo de hoy expresa, en una larga oración, el mismo sentir: “A aquel que los fortalece… sea la gloria para siempre.”
La gloria de Dios es infinita. No nos es posible añadirle nada. Podemos, sin embargo, buscar ser reflejo de su gloria cada vez más en nuestras vidas. Es un asunto de servicio, ya sea grande o pequeño, según nuestra vocación y nuestras habilidades.
Un famoso biógrafo de Santa Teresa de Calcuta la describió como habiendo hecho Algo Hermoso para Dios. El Rey David tuvo la misma idea, pero no era su vocación. Con todo, él fue premiado por su deseo de servir, y la promesa que se le hizo fue cumplida en Jesús por medio de las palabras del Ángel: “Y su reinado no tendrá fin.”
No todos nosotros glorificamos a Dios como nos gustaría. No es una elección que nos toca. María seguramente nunca esperó ser la madre del Mesías. Pero ella no rechazó el llamado de Dios, y vivió su vocación según los dones que ha recibido. De hecho, inmediatamente después de la Anunciación, ella partió sin demora para ayudar a su prima. En esto y a lo largo de su vida el Señor estaba siendo glorificado (“engrandecido”) en ella.
Melania nunca esperó encontrarse con la Santísima Virgen y recibir de ella un mensaje para su pueblo. El momento vino después, cuando ella con alegría hubiera servido a Dios como una religiosa. Pero no fue el caso. En cambio, tuvo que enfrentar muchas pruebas, y el Señor fue glorificado en su fidelidad.
Sin embargo, no podemos darnos el crédito cuando Dios es glorificado en nuestras vidas. En uno de los prefacios de la Misa reconocemos esto de manera clara: “Aunque no tienes necesidad de nuestra alabanza, nuestra propia acción de gracias es tu don ya que nuestras alabanzas no añaden nada a tu grandeza, pero son propicias para nuestra salvación.”
A veces, todo lo que podemos hacer es reconocer su gloria, y proclamarla, como lo hacemos en el Salmo de hoy, por ejemplo: “¡Cantaré eternamente tu bondad, Señor!”
En este contexto, podemos entender el mensaje de La Salette como un eco del Salmo 34:4, es como si María nos estuviera urgiendo: “Glorifiquen conmigo al Señor, juntos alabemos su nombre.”