Aguardando con segura esperanza
(32do Domingo Ordinario: 2 Macabeos 7:1-2,9-14; 2 Tesalonicenses 2:16-3:5; Lucas 20:27-38)
Las lecturas de este fin de semana siguen de cerca la Solemnidad de Todos los Santos y La Conmemoración de todos los fieles difuntos (día de las Almas). Por lo tanto parece ser el tiempo propicio para hablar de la resurrección y de la virtud teologal de la Esperanza.
En la primera lectura escuchamos parte del relato de una madre que fue testigo de la tortura y de la muerte de sus siete hijos, antes de ser ejecutada ella misma, por rehusarse a comer cerdo. El cuarto hijo expresó su motivación: “Es preferible morir a manos de los hombres, con la esperanza puesta en Dios de ser resucitados por Él”.
La queja de María en La Salette por la gente que va a la carnicería en Cuaresma contrasta severamente con la fe por la que aquellas personas valientes entregaron sus vidas. Ellas nos inspiran admiración. Sin embargo, ¿hasta qué punto estaríamos dispuestos nosotros a imitarlas en situaciones similares? Nuestra propia razón nos pone en oración para que nuestra fe nunca tenga que ponerse a prueba de semejante manera.
Pablo les recuerda a los tesalonicenses que Dios “nos amó y nos dio gratuitamente un consuelo eterno y una feliz Esperanza”, y “los fortalecerá y los preservará del Maligno”.
En el evangelio, Jesús insiste en la resurrección. Este se refleja en la conclusión del Credo Niceno: “Espero la resurrección de los Muertos y la vida del mundo futuro”.
Es fácil imaginarlo, en La Salette, las lágrimas de la Bella Señora fluyeron de manera más abundante cuando ella habló de los niños de menos de siete años que morirían en los brazos de las personas que los sostengan. Ella sabía por experiencia dolorosa propia, que sus madres sufrirían. Pero si su pueblo se negaba a volver a Dios, ¿dónde encontraría la esperanza necesaria para mirarlos en aquellos momentos de dolor?
El crucifijo que María llevaba brillaba con luz enceguecedora. Pero no nos olvidemos que la cruz, un instrumento de muerte, fue primero y ante todo un medio cruel de prolongar y agravar la muerte por medio de la tortura y de la humillación. Y aun así se convirtió en nuestra principal fuente de esperanza.
Jesús vendrá, como decimos en el Credo, para juzgar a los vivos y a muertos. Que podamos ser hallados esperando en la esperanza segura de la resurrección.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Encuentros
(31er Domingo Ordinario: Sabiduría 11:22-12:2; 2 Tesalonicenses 1:11-2:2; Lucas 19:1-10)
Al ir reflexionando sobre las lecturas bíblicas de este fin de semana, la palabra encuentro sobresalía.
Esto es obvio en el relato del evangelio acerca de Jesús y Zaqueo. En la segunda lectura, Pablo y sus compañeros Silvano y Timoteo escribieron, “Rogamos constantemente por ustedes a fin de que Dios los haga dignos de su llamado”. En ambas instancias, el Señor tomó la iniciativa.
La primera lectura no hace mención de individuos, pero la dinámica es la misma. “Tú te compadeces de todos, ... tú amas todo lo que existe, … reprendes poco a poco a los que caen, y los amonestas recordándoles sus pecados, para que se aparten del mal y crean en ti, Señor”.
¿Quiénes somos nosotros comparados con Dios? Sin embargo, Dios todavía ansía encontrarse con nosotros.
En el evangelio, Zaqueo buscaba ver al famoso Jesús que pasaba por ahí. Así que hizo lo que tenía que hacer. Ponte en sus zapatos. ¿Te hubieras llenado de curiosidad? ¿Te hubieras animado a enfrentarte con la multitud, especialmente siendo tan conocido en el pueblo?
Jesús también quería ver a Zaqueo, pero por una razón distinta. Zaqueo nunca pudo haberse imaginado que Jesús se auto invitaría a quedarse en su casa, ¡la casa de un pecador! – como se escuchaba en el murmullo de la multitud. Pero Jesús lo buscó, porque quería tener un encuentro. Este no era un acontecimiento casual. El propósito de Jesús se cumplió: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”.
No estaba en los planes de Maximino y Melania el ver a una Bella Señora aquella tarde del sábado 19 de septiembre de 1846. Ella los buscó para dejar resonando en ellos un mensaje para su pueblo, para recordarles de su pecado y de la necesidad de abandonar la maldad, y de la necesidad de conversión.
Como miembros de la gran comunidad saletense, nuestro encuentro con la Madre que llora nos ha transformado, pero de vez en cuando necesitamos preguntarnos: ¿todavía escuchamos su fuerte reprimenda? ¿Aun necesitamos aquella advertencia?
No hay razón para tenerle miedo a estas preguntas. Después de todo, todo el mensaje de María comenzaba con, “Acérquense, hijos míos, no tengan miedo”. Ningún daño, sino cosas buenas, resultarán de este encuentro.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Bendita humildad
(30mo Domingo Ordinario: Éxodo 17:8-13; 2 Timoteo 3:14-4:2; Lucas 18:1-8)
En el capítulo 6 del evangelio, Lucas nos da su versión de las bienaventuranzas, en las que Jesús señala como benditos a aquellos que son pobres, sufren hambre, lloran, y son perseguidos.
La primera lectura de hoy nos asegura, “El Señor es juez y no hace distinción de personas”. Luego el autor parece contradecirse a sí mismo, enfatizando que Dios siempre escucha el clamor de los oprimidos, de los huérfanos y de las viudas, y de los pequeños. Sin embargo, incluye entre ellos “al que rinde el culto que agrada al Señor”.
La Santísima Virgen María, que se refiere a sí misma como la humilde sierva de Dios, es el ejemplo más preclaro de entrega en su servicio. En La Salette, ella nos anima a seguir su ejemplo. La palabra que ella utiliza es: someterse.
Con confianza rezamos ante ella y ante otros santos. Sus vidas virtuosas al servicio del Señor permiten que sus voces sean escuchadas en favor nuestro, poniéndose de nuestro lado cuando, como el cobrador de impuestos del evangelio, dudamos en levantar nuestros ojos al cielo, y decir, “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”.
Lo que le pedimos al Señor para nosotros mismos, debemos estar listos para dárselo a los demás. Hace unas semanas, una lectura de la Misa cotidiana, de Proverbios, terminaba con estas palabras, “El que cierra los oídos al clamor del débil llamará y no se le responderá”.
En la segunda lectura San Pablo escribe desde la prisión, “Cuando hice mi primera defensa, nadie me acompañó, sino que todos me abandonaron”. Jesús había experimentado lo mismo antes, y muchos otros desde entonces. En nuestro mundo cada vez más secularizado, es posible que nos quedemos solos. Necesitaremos pelear el buen combate, terminar la carrera, y sobre todo conservar la fe.
Cuando vemos a alguien atravesando solo por las pruebas de la vida, debemos ser valientes y ponernos de su lado. Que nuestras palabras y acciones siempre reflejen las palabras del Salmo de hoy. “Bendeciré al Señor en todo tiempo, su alabanza estará siempre en mis labios. Mi alma se gloría en el Señor: que lo oigan los humildes y se alegren”. No nos abandonemos nunca unos a otros.”
Acerquémonos al Señor con esa actitud de mente y de corazón tal que lo haga más dispuesto a escucharnos, no alabándonos a nosotros mismos como el Fariseo, sino en actitud de humildad en su presencia.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.