Fe en Aumento
(27mo Domingo Ordinario: Habacuc 1:2-3 & 2:2-4; 2 Tim. 1:6-14; Lucas 17:5-10)
El libro de Habacuc tiene sólo tres capítulos. El primero comienza con una queja: “¿Hasta cuándo Señor, pediré auxilio sin que tú escuches?”. El último termina con una expresión de fe inquebrantable. Ante la posibilidad de un desastre inconcebible el profeta exclama, “Pero yo me alegraré en el Señor, me regocijaré en Dios, mi Salvador. El Señor, mi Señor, es mi fortaleza”.
Cuando los Apóstoles le dijeron a Jesús, “Auméntanos la fe”, él les aseguró que una fe del tamaño de un grano de mostaza haría maravillas. Pero la fe de los cristianos a los que María se estaba dirigiendo en La Salette no era sólo pequeña; también le faltaba viabilidad. Era incapaz de germinar, no podía producir frutos.
San Pablo usa un símbolo diferente en su carta a Timoteo. “Te recomiendo que reavives el don de Dios”. En otras palabras, no dejes que se muera. Y continúa diciendo: “Toma como norma las saludables lecciones de fe y de amor a Cristo Jesús que has escuchado de mí. Conserva lo que se te ha confiado, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros”.
La fe es de verdad un tesoro valioso, pero necesita ser alimentada y renovada con regularidad, por medio de la oración y de los sacramentos. Sin embargo, en primer lugar, tiene que ser aceptada.
Hay un dicho, “Rechazas el regalo, rechazas al que lo da”. El mensaje de La Salette enfatiza lo mismo. Usar mal el nombre del Señor, burlarse de la religión, etc.—son formas de rechazo.
La segunda parte del Evangelio de hoy parece no tener ninguna conexión con la conversación sobre la fe. Hay, sin embrago, una cierta lógica. Puesto de manera sencilla, si la fe es un don, no podemos tomar el crédito por ella.”
Es sólo por la gracia de Dios obrando en nuestras vidas que, como creyentes, podemos hacer el bien y aguantar el mal. No podemos nunca ponernos delante de Dios y decirle, “¡Mira lo que hice por ti!”. En este sentido somos servidores inútiles, aun y a pesar de nuestros esfuerzos. Muchos santos se han considerado a sí mismos entre los peores pecadores, pero maravillados por la misericordia que Dios les mostró, incluyendo muchas veces el don de las lágrimas.
Hemos recibido el don de las lágrimas de alguien más, las lágrimas de María, regando la semilla de la fe de su pueblo, para que germine, crezca y aumente.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.