Vengan, Escuchen, Vivan
(18vo Domingo Ordinario: Isaías 55:1-3; Romanos 8:35-39; Mateo 14:13-21)
“Coman gratuitamente y sin pagar”, dice Isaías al prometer abundancia de comida y bebida. ¿Qué otra cosa podría ser más atrayente?
En La Salette también hay una promesa de abundancia –un montón de trigo, y papas sembradas por los campos – con una condición: conversión. Preferimos a Isaías.
Pero La Salette e Isaías no son para nada diferentes. Leyendo unas líneas más adelante en Isaías, encontramos: “Háganme caso, y comerán buena comida, se deleitarán con sabrosos manjares. Presten atención y vengan a mí, escuchen bien y vivirán”. El profeta imagina un pueblo que vive regido por la palabra de Dios. Está lanzando un llamado a la conversión y lo afirma más explícitamente unos versículos después de esta lectura: “Que el malvado abandone su camino y el hombre perverso, sus pensamientos; que vuelva al Señor, y él le tendrá compasión”.
En el Evangelio podemos encontrar cumplida la visión de Isaías. Gentes de muchas ciudades vinieron a escuchar a Jesús. Cuando sus discípulos le sugirieron que despida a la multitud para que vaya a comprar comida, él la alimentó sin pagar y sin costo alguno.
Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos para que lo distribuyeran. Esta aun no es la Ultima Cena, pero la conexión es obvia.
No es para sorprenderse, por lo tanto, que Nuestra Señora de La Salette mencione la Eucaristía Dominical. Es el lugar donde su pueblo puede encontrarse con su Hijo, ser alimentado por él, y hallar fortaleza para el camino.
Como individuos, comunidades y naciones, es inevitable que tengamos que toparnos con crisis y tragedias como aquellas de las que habla San Pablo en la segunda lectura.
La antífona de entrada de hoy refleja un tiempo de angustia: “Líbrame, Dios mío. Señor, ven pronto a socorrerme. Tú eres mi ayuda y mi libertador, no tardes, Señor” (Salmo 70). La Bella Señora no encontró la misma actitud en su pueblo. En lugar de elevar suplicas a Dios, blasfemaban con su nombre.
Cuando oramos al Señor con nuestro corazón, “Tú eres mi libertador”, confiamos en que ninguna fuerza que venga de afuera de nosotros será capaz de separarnos del amor de Cristo. Que él nos preserve de apartarnos de su lado.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.