Lo que le importa a Dios
(18vo Domingo Ordinario: Eclesiastés 1:2, 2:21-23; Colosenses. 3:1-11; Lucas 12:13-21)
Eclesiastés, de donde sale la primera lectura, hace una famosa declaración, “¡Vanidad, pura vanidad!” En hebreo este modo de expresión se usa como superlativo, como en Santo de los Santos, y Rey de Reyes.
El texto prosigue, “¡Nada más que vanidad!” El autor insiste en ese pensamiento. Jesús en el Evangelio dice en su parábola más o menos lo mismo, “Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?
De manera limitada, más específica, María en La Salette señala dos veces la futilidad de los esfuerzos humanos: “Nunca podrán recompensarme por el trabajo que he emprendido en favor de ustedes”, y “Si tienen trigo, no deben sembrarlo”.
Pablo les escribe a los cristianos de Colosas, que parecen estar lidiando con sus propias vanidades. “Hagan morir en sus miembros todo lo que es terrenal: la lujuria, la impureza, la pasión desordenada, los malos deseos y también la avaricia, que es una forma de idolatría. Tampoco se engañen los unos a los otros”.
El hace un llamado a una continua conversión: “Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra”. Aquí hay un paralelo con la conclusión del Evangelio de hoy, en que Jesús nos advierte de no ser como aquel “que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios”.
Reflexionando sobre todo esto, uno podría sentirse desanimado. ¿Acaso no tenemos el derecho de trabajar en vistas de mejorar nuestra situación? ¿Es que todo lo que hacemos sea carente de sentido?
Eso no puede ser. En otra carta, de hecho, Pablo les recuerda a los Tesalonicenses: “Les impusimos esta regla: el que no quiera trabajar, que no coma”.
Por lo tanto, no estamos insinuando que uno no deba trabajar. Pero tenemos la responsabilidad de ser administradores prudentes, orientando y reorientando apropiadamente nuestras labores, nuestras vidas hacia aquel que nos ha creado y llamado a su servicio.
Recordemos aquí el precepto de la Bella Señora de rezar bien. En la mañana podemos ofrecerle a Dios nuestro trabajo del día, y en la noche dar gracias por todo lo que hemos podido realizar, y durante el día, decir una oración antes de comenzar cualquier cosa. Todo es vanidad si no lo hacemos para la gloria de Dios.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.