Un corazón misericordioso
(26to Domingo Ordinario: Amós 6:1-7; 1 Timoteo 6:11-16; Lucas 16:19-31)
Nos sumergimos en nuestra reflexión con la Antífona de Entrada de hoy: “Todo lo que hiciste con nosotros, Señor, es verdaderamente justo, porque pecamos contra ti y no obedecimos tu ley; pero glorifica tu nombre, tratándonos según tu gran misericordia”.
Sin ponernos demasiado técnicos con respecto al origen de las palabras, podemos afirmar que misericordia significa compasión o, en términos más poéticos, un corazón sensible al pobre, al afligido y al pecador. La misericordia es el corazón del Evangelio y de la Aparición de Nuestra Señora de La Salette.
La primera lectura y el evangelio se centran en un gran mal: la incapacidad de mostrar misericordia. En ambos se muestra a personas que viven satisfechas en su propio mundo de bienestar, sin preocupación por el sufrimiento de los demás. Por lo tanto, su perdición es inminente.
En la segunda lectura, Pablo, actuando como instructor y director espiritual de Timoteo, lo llama hombre de Dios, y escribe, “practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia, la bondad”. Esto debe incluir la misericordia.
La Misericordiosa Madre de La Salette tuvo un corazón sensible por el acongojado pecador. Su pueblo sufría a causa de sus pecados. Ella vino a mostrar que se puede obtener misericordia volviendo al Señor y a su Iglesia.
Hay una imagen en el evangelio que nos llamó la atención de una manera particular. El hombre rico, desde su lugar de tormento, exclama, ““Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan”.
Ya era tarde para él, pero no es demasiado tarde para que nosotros podamos ofrecer una gota del agua de La Salette, figurativamente hablando, por medio de nuestro ministerio y oración, a aquellos que tienen sed de bondad humana y divina.
Este pensamiento toma un significado más profundo cuando lo aplicamos a Dios. Una simple gota de misericordia del dedo de Dios trae frescura y un alivio del sufrimiento. Una gota de la sangre de Jesús, dada a nosotros en la Eucaristía, puede restaurarnos el favor de Dios. Que nuestra participación en la Misa no se transforme en una acción vana.
Y cultivemos el deseo de tener un corazón sensible a los desolados pecadores, seamos agentes de la misericordia de Dios donde estemos y cuando podamos.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.