Indeleblemente sellados y revestidos
(Bautismo del Señor: Isaías 40:1-11; Tito 2:11-14, 3:4-7; Lucas 3:15-22)
“Un solo bautismo para el perdón de los pecados”. Esta frase casi al final del Credo refleja la conclusión a la que se ha llegado en la iglesia primitiva. La cuestión era si los cristianos que habían sido bautizados por los herejes, debían ser bautizados una segunda vez al convertirse en católicos.
La respuesta era un no, bajo la condición de que el bautismo se haya realizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Porque es por medio del bautismo que uno se hace cristiano. Esto con frecuencia se refiere al sello bautismal, el cual es indeleble y permanente.
No es de extrañar que la Iglesia considere este sacramento como fundamental y el primero de los sacramentos a ser recibido, exigido antes que todos los otros sacramentos. Tal como el mismo Jesús en el río Jordán fue, por decirlo así, introducido y preparado para su ministerio público, así también a nosotros se nos introduce en la Iglesia por medio de nuestro bautismo y así nos hacemos partícipes en el sacerdocio de Cristo.
La voz desde el cielo dijo: “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”. En el bautismo, llevamos vestiduras blancas como signo de nuestra dignidad cristiana, y se nos anima a vivir de acuerdo con ello.
María vino desde el cielo, donde ella vive en la luz de Dios, el que está “vestido de esplendor y majestad y envuelto con un manto de luz”, conforme leemos en el Salmo. En las alturas físicas de la montaña, ella lloró por el abismo espiritual en el que su pueblo había caído. El atuendo bautismal de su pueblo se había manchado y el sello cristiano ya casi no se podía distinguir.
Como el profeta, ella habló con ternura. En sus propias palabras nos llamó a preparar, o aún mejor, a reparar el camino del Señor, en nuestros corazones y en nuestra manera de vivir.
En la segunda lectura, San Pablo nos ofrece una maravillosa descripción del bautismo cuando escribe que Dios “nos salvó, haciéndonos renacer por el bautismo y renovándonos por el Espíritu Santo. Y derramó abundantemente ese Espíritu sobre nosotros por medio de Jesucristo, nuestro Salvador, a fin de que, justificados por su gracia, seamos en esperanza herederos de la Vida eterna”
Al corazón de nuestro mensaje y ministerio saletenses está la esperanza. Para nutrirla, nunca debemos olvidar ni descuidar el don que recibimos en nuestro bautismo.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.