El Sacrificio
(32do Domingo del Tiempo Ordinario: 1 Reyes 17:10-16; Hebreos. 9:24-28; Marcos 12:38-44)
La vida de una viuda era muy dura. 1 Timoteo 5, ofrece una serie de preceptos para el cuidado de las viudas; Éxodo 22:21 dice. “No harás daño a la viuda ni al huérfano.”
La viuda pobre del Evangelio de hoy, como mucha gente de su tiempo, probablemente recibía cada día su pago por cualquier trabajo que podía encontrar. Pero, en lugar de quedarse con un poco, ella decidió, en esta ocasión poner todo lo que tenía, una minucia comparada con lo que otros ponían en el tesoro del templo.
Si ella no hubiera hecho eso, su contribución hubiera pasado desapercibida. Sin embargo es famosa, porque su acción fue notable, ponderada por el mismo Jesús. Jesús no sacó una moraleja, y por eso nosotros somos libres de emitir una. Mínimamente quiere decir que cualquier cosa que hagamos desde una actitud de fe generosa tiene un significado para Dios.
En la segunda lectura de hoy leemos que Jesús, por medio de su sacrificio, quitó los pecados de muchos. Si no hubiese sido por su resurrección, su sacrificio en la cruz pudo haber pasado desapercibido por la historia. Desafortunadamente, con el tiempo, en muchas partes del mundo cristiano, su importancia llegó a darse por sentada, si no es que se olvidó.
En 1846, ella, que estuvo de pie bajo la cruz vino a una montaña en Francia. Dos inocentes niños recibieron un mensaje para recordarle al pueblo al que ellos pertenecían – Su pueblo – cuán lejos se habían apartado, cuan poco entendieron el valor de lo que fue alcanzado para ellos por su Hijo, el cual, “después de haberse ofrecido una sola vez para quitar los pecados de la multitud, aparecerá por segunda vez, ya no en relación con el pecado, sino para salvar a los que lo esperan”
Recientemente leí uno de los grandes clásicos cristianos, El Progreso del Peregrino de John Bunyan. Una peregrina de nombre Cristiana, aprendiendo acerca del sacrificio de Jesús y el perdón que conlleva, exclama: “Mi corazón está traspasado de dolor al pensar que Él derramase su sangre por mí. ¡Oh Salvador amante! ¡Oh Cristo bendito! Tú mereces poseerme, pues me has comprado; mereces poseerme enteramente, porque has pagado diez mil veces más de lo que valgo”
Con certeza, nosotros nunca podremos devolver en su totalidad el precio que fue pagado por nosotros. Nuestra primera respuesta podría ser de lamentarnos, pero luego nos viene la gratitud, y después el deseo de dar a cambio lo que podamos, no importa cuán grande, no importa cuán pequeño.