Oración plena y verdadera

(30mo Domingo Ordinario: Sirácides 35:12-18; 2 Timoteo 4:6-18; Lucas 18:9-14)

El Fariseo en la famosa parábola de hoy no está inventando nada, sólo dice la verdad acerca de sus buenas obras: él fue ciertamente un cumplidor más allá del deber.

El recaudador de impuestos no hace una lista de sus pecados. Por la naturaleza de su trabajo como agente de los invasores romanos, él es un pecador “público”. Aquello es suficiente para que el Fariseo haga una comparación odiosa –y falsa- entre sí mismo y el otro hombre.

Nuestra Señora de La Salette describe su oración constante en favor nuestro. Es fácil imaginarla tomando las palabras del cobrador de impuestos y parafraseándolas: “¡Dios mío, ten piedad de ellos, que son pecadores!”.

Las lecturas de la semana pasada nos ayudaron a enfocarnos en la oración, en la necesidad de rezar siempre y bien. Esta semana añaden otra noción con respecto a la calidad de nuestra oración: la honestidad.

Hoy escuchamos las célebres palabras de San Pablo: “He peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe”. ¿No será que está presumiendo como el Fariseo? No, porque una y otra vez aclara que es solamente por gracia de Dios que él haya sido capaz de lograr cualquier cosa. “¡A él sea la gloria por los siglos de los siglos!” escribe.

El Fariseo comienza su oración con “Dios mío, te doy gracias” pero todo lo que dice a continuación muestra que no está realmente glorificando a Dios sino a sí mismo, y sacando la conclusión de que él es mejor que los demás. Su “verdad” no es la “verdad plena”.

Cuando María nos recuerda nuestras faltas, no nos está diciendo que somos peores que los demás. La única comparación que se puede hacer es con su Hijo. Sobre su pecho lo vemos crucificado, sufriendo por nosotros, en nuestro lugar.

La lectura de Sirácides, de la que oímos: “el Señor no desoye la plegaria del huérfano”, me recuerda una bonita canción del año 2010, “Mejor que un Aleluya”. Comienza así.

A Dios le gusta una canción de cuna
Con lágrimas de madre a deshoras de la noche
A veces, más que un Aleluya.

Con seguridad, Dios valora las lágrimas de María en La Salette porque vienen del alma, lágrimas plenas y verdaderas derramadas por todo su pueblo.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

La Virtud de la Persistencia

(29no Domingo Ordinario: Éxodo 17: 8-13; 2 Timoteo 3:14—4:2; Lucas 18:1-8)

“La paciencia es una virtud”, se nos dice. Pero igualmente importante es la virtud de la persistencia. Puede resultar molesta, como fue para el juez en la parábola, quien al final hizo lo correcto, solamente porque quería acabar con las impertinencias de la viuda.

La situación es muy diferente en el relato de Moisés que rezaba en la cima de una colina. Su oración requería estar en una postura tan exigente que él no podía manejarse solo. Necesitaba de ayuda. La perseverancia no significa hacer las cosas aislado.

Nuestra Señora de La Salette habla de su propia oración: “Si quiero que mi Hijo no los abandone, tengo que encargarme de rezarle sin cesar”. Ella también nos anima a rezar diariamente, “por la noche y por la mañana”. La fidelidad a la oración siempre se ha considerado esencial para llevar una vida espiritual saludable.

En otro contexto, San Pablo nos presenta una perspectiva diferente. Le escribe a Timoteo: “Yo te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús: … proclama la Palabra de Dios, insiste con ocasión o sin ella, arguye, reprende, exhorta, con paciencia incansable y con afán de enseñar”.

Pero ¿cómo Timoteo podría esperar cumplir sus responsabilidades sin poner su vida y su obra en las manos de Dios? En la Iglesia, algunas comunidades religiosas se dedican a la vida contemplativa centrada en la oración y la adoración. Otras son llamadas al apostolado en una gran variedad de ministerios. Algunas tienen ambas ramas, la contemplativa y la apostólica. (Este tercer modelo fue propuesto como una opción al comienzo de la historia de los Misioneros de Nuestra Señora de La Salette. Al final, no fue adoptado.)

Lo que tienen en común estos modelos es la intensidad que debería caracterizarlos. Una vez que respondemos al llamado de Dios, nos comprometemos totalmente con aquella vocación, como Moisés, Timoteo, y María. 

Una de las oraciones en el Misal Romano lo expresa bellamente: “así guardaremos íntegro el don de la fe y seguiremos siempre el camino de la salvación que tú nos has señalado”.

Esa meta es la razón por la cual la Bella Señora es tan persistente en su oración por nosotros.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Transformaciones

(28vo Domingo Ordinario: 2 Reyes 5:14-17; 2 Timoteo 2:8-18; Lucas 17:11-19)

Naamán no tenía ninguna razón personal para esperar que el profeta le ayudara. Era un leproso. Además, era extranjero. Fue la hija de una esclava hebrea quien le sugirió que fuera a Samaria para hacerse curar por el profeta. Y no tenía otras opciones.

A su llegada, se sintió decepcionado cuando Eliseo no salió a su encuentro, sino que sólo le envió un mensaje diciéndole que fuera a bañarse siete veces en el rio Jordán; al principio se negó. Pero al final se sometió, y su transformación fue completa, física y espiritualmente

El leproso del relato del Evangelio de quien no sabemos su nombre tampoco tenía una razón personal para esperar que un profeta itinerante llamado Jesús lo ayudaría. Era, después de todo un samaritano. Aunque luego fuera a presentarse a los sacerdotes, ellos no tendrían nada que ver con “este extranjero”. Pero él, también, fue transformado en el cuerpo y en el espíritu.

Casi pareciera que los otros nueve leprosos sanados por Jesús daban por hecho el “por supuesto” que los sanó, ya que compartían la misma religión y nacionalidad.

En La Salette, ni Maximino ni Melania, tampoco ninguna de las personas de los alrededores tenía motivos para esperar la visita de la Madre de Dios. No fue sino hasta la tarde de aquel día que alguien comprendió quién era la que se había aparecido a los niños y les había hablado. La anciana “Mamá Carón” exclamó: “¡Es a la Santísima Virgen a quien estos niños han visto, porque no hay otra en el cielo cuyo Hijo reina!”

Desde entonces, cientos de sanaciones físicas e innumerables transformaciones espirituales han sucedido por medio del encuentro con la Bella Señora.

Naamán y el samaritano regresaron luego de ser purificados, para glorificar a Dios y darle gracias. Cada uno recibió el don de la fe. Lo mismo se puede decir de muchos peregrinos de La Salette.

Mientras más nos demos cuenta de cuán indignos somos de recibir las bendiciones de Dios, más profunda será nuestra gratitud. Idealmente se expresará en nosotros como un sentimiento constante, y también en una determinación a demostrarle al Señor que estamos verdaderamente agradecidos.

Así, las transformaciones seguirán teniendo lugar a lo largo de toda nuestra vida.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Fe en Aumento

(27mo Domingo Ordinario: Habacuc 1:2-3 & 2:2-4; 2 Tim. 1:6-14; Lucas 17:5-10)

El libro de Habacuc tiene sólo tres capítulos. El primero comienza con una queja: “¿Hasta cuándo Señor, pediré auxilio sin que tú escuches?”. El último termina con una expresión de fe inquebrantable. Ante la posibilidad de un desastre inconcebible el profeta exclama, “Pero yo me alegraré en el Señor, me regocijaré en Dios, mi Salvador. El Señor, mi Señor, es mi fortaleza”.

Cuando los Apóstoles le dijeron a Jesús, “Auméntanos la fe”, él les aseguró que una fe del tamaño de un grano de mostaza haría maravillas. Pero la fe de los cristianos a los que María se estaba dirigiendo en La Salette no era sólo pequeña; también le faltaba viabilidad. Era incapaz de germinar, no podía producir frutos.

San Pablo usa un símbolo diferente en su carta a Timoteo. “Te recomiendo que reavives el don de Dios”. En otras palabras, no dejes que se muera. Y continúa diciendo: “Toma como norma las saludables lecciones de fe y de amor a Cristo Jesús que has escuchado de mí. Conserva lo que se te ha confiado, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros”.

La fe es de verdad un tesoro valioso, pero necesita ser alimentada y renovada con regularidad, por medio de la oración y de los sacramentos. Sin embargo, en primer lugar, tiene que ser aceptada.

Hay un dicho, “Rechazas el regalo, rechazas al que lo da”. El mensaje de La Salette enfatiza lo mismo. Usar mal el nombre del Señor, burlarse de la religión, etc.—son formas de rechazo.

La segunda parte del Evangelio de hoy parece no tener ninguna conexión con la conversación sobre la fe. Hay, sin embrago, una cierta lógica. Puesto de manera sencilla, si la fe es un don, no podemos tomar el crédito por ella.”

Es sólo por la gracia de Dios obrando en nuestras vidas que, como creyentes, podemos hacer el bien y aguantar el mal. No podemos nunca ponernos delante de Dios y decirle, “¡Mira lo que hice por ti!”. En este sentido somos servidores inútiles, aun y a pesar de nuestros esfuerzos. Muchos santos se han considerado a sí mismos entre los peores pecadores, pero maravillados por la misericordia que Dios les mostró, incluyendo muchas veces el don de las lágrimas.

Hemos recibido el don de las lágrimas de alguien más, las lágrimas de María, regando la semilla de la fe de su pueblo, para que germine, crezca y aumente.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Sal de tu Zona de Confort

(26to Domingo Ordinario: Amos 6:1-7; 1 Timoteo 6:11-16; Lucas 16:19-31)

La expresión “zona de confort” ha sido de uso común por muchos años. Nos instalamos dentro de un sistema de ideas o en una manera de vivir que se dan por hechos, y no nos sentimos felices cuando se ponen en cuestión.

El hombre rico de la parábola de hoy, y las personas ricas descritas en la lectura de Amos se sienten tan cómodos con sus riquezas y sus lujos que se desentienden de la miseria que hay fuera de sus puertas, incluso suponiendo que eran conscientes de ello. Se sienten seguros, complacidos.

Pero esto de ninguna manera quiere decir que son solamente los ricos los que pueden volverse complacientes. Cualquiera puede presumir de algún aspecto de la vida que lleva, listo para ignorar lo que pasa en el mundo.

San Pablo le dice a Timoteo que “pelee el buen combate de la fe” y añade: “observa lo que está prescrito, manteniéndote sin mancha e irreprensible”. Amós y Jesús, los dos usan imágenes con el propósito de sacudir a sus oyentes y sacarlos de su complacencia.

María en La Salette se coloca dentro de la misma tradición. Su pueblo se había acomodado en una zona de confort dentro de la cual una fe más o menos genérica no lo desafiaba, un racionalismo que daba por hecho que la religión era cosa de personas no iluminadas.

Esta actitud se refleja en la primera reacción de la prensa secular con respecto a las noticias de la Aparición, esto fue publicado en Lyon el 26 de noviembre de 1846, no habían pasado aun diez semanas desde el acontecimiento: “¡Aquí estamos, otra vez con más de lo mismo! ¡Más cuentos sobre apariciones y profecías!”. El artículo continúa presentando un relato completamente trivializado de la Aparición y del Mensaje.

Hasta los creyentes pueden volverse complacientes, observando fielmente las mismas prácticas que la Bella Señora había mencionado específicamente, pero sin captar que tienen la intención de guiarnos hacia una conciencia más profunda, ver el mundo que nos rodea como ella lo ve y responder como ella lo hace.

Nuestra Señora de La Salette habla de los requisitos mínimos diarios, semanales y anuales para una vida Católica, sin los cuales nuestra fe no puede crecer: la oración, la eucaristía, la Cuaresma.

¡Sin embargo, ella ni remotamente nos sugiere conformarnos con lo mínimo ni volvernos complacientes!

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Rescatados

(25to Domingo Ordinario: Amós 8:4-7; 1 Timoteo 2:1-8; Lucas 16:1-13)

El administrador deshonesto de la parábola de hoy era un hombre inteligente. Ante el peligro de perderlo todo, incrementó su proceder criminal y actuó audazmente con el fin de asegurar su futuro. Hasta el patrón al que estaba engañando reconoció su capacidad de previsión.

El administrador malversó las propiedades de su empleador para salvarse a sí mismo. Jesús aplica esta situación de una manera curiosa: “Pero yo les digo: Gánense amigos con el dinero de la injusticia, para que el día en que este les falte, ellos los reciban en las moradas eternas”.

Mientras que la primera lectura y el Evangelio se enfocan en el dinero, San Pablo escribe: “Hay un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo, hombre él también, que se entregó a sí mismo para rescatar a todos”. Todas las lecturas convergen en este punto.

Un rescate es el precio que se paga para asegurar la liberación de los cautivos. Sin embrago, en nuestro caso, no hubo intercambio de dinero. En 1 Pedro 1:18-19, leemos: “Ustedes fueron rescatados de la vana conducta heredada de sus padres, no con bienes corruptibles, como el oro y la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, el Cordero sin mancha y sin defecto”.

Dos veces en el texto evangélico, el dinero es descrito como algo deshonesto, y Jesús declara enfáticamente que nosotros no podemos servir al dinero y a Dios al mismo tiempo.

En La Salette, María no hizo mención del dinero, pero habló bastante acerca de la economía local, que era, naturalmente, una preocupación constante para el pueblo de la región; en 1846, fue rápidamente convirtiéndose en una obsesión. Si las cosechas seguían saliendo malas, el desastre sería inevitable.

La Bella Señora era consciente de esa realidad. Refiriéndose a las papas, dijo, “Este año, para Navidad, ya no habrá más”.

Además de solidarizarse con la difícil situación de su pueblo, ella tenía algo para enseñarles. Al no ser capaces de servir a dos señores, habían elegido mal. La devoción por la esperanza de prosperidad por si misma se les había desvanecido, literalmente, se quedaron con las ganas. María habla claramente: La abundancia es posible, “si se convierten”. En otras palabras, necesitamos reconocer que hemos sido rescatados, ¡y a qué precio! Esto nos demuestra cuán valiosos somos a los ojos de Dios.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Perdido. Encontrado. Alegre.

(24to Domingo Ordinario: Éxodo 32:7-14; 1 Timoteo 1:12-17; Lucas 15:1-32)

Hoy la Iglesia nos ofrece todo el capítulo quince del Evangelio de Lucas. Este contiene tres parábolas relacionadas con algo que se había perdido, todo en repuesta a una sola critica de los fariseos y escribas: “Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos”. El tema en cada caso es: Hay “alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta”.

El pecado es evidente también en las otras lecturas. La ira de Dios estalló cuando vio a su pueblo adorando al becerro de metal fundido. Moisés le recordó el juramento que le hizo a Abraham, Isaac y Jacob, y “el Señor se arrepintió del mal con que había amenazado a su pueblo”. 

EL Salmo 106:23 resume este episodio de la siguiente manera: “El Señor amenazó con destruirlos, pero Moisés, su elegido, se mantuvo firme en la brecha para aplacar su enojo destructor”. Así han sido entendidas las palabras de María en La Salette – desde el principio –, cuando se refiere al brazo de su Hijo, aunque en el presente varias explicaciones con más matices también se han ido proponiendo.

San Pablo es profundamente consciente de su pecaminoso pasado como perseguidor, y de la misericordia que Dios le ha mostrado. La transformación ha sido notable, y Pablo está deseoso de esparcir el mensaje de que “Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores”. Esto quiere decir que aquellos que reconocen su pecaminosidad pueden confiar en una respuesta misericordiosa. La Bella Señora hace que su pueblo tome conciencia de sus pecados, precisamente en vistas de ofrecerle la esperanza del perdón.

En las dos primeras parábolas, el concepto de pecado no puede aplicarse directamente a una oveja o a una moneda; pero Jesús equipara el ser pecador a estar perdido. 

En la tercera, por otro lado, quizá la más valorada de todas las parábolas, se relata en detalle el pecado del hijo más joven, y las profundidades de la desgracia en las que cae. Otra diferencia importante es que el padre no va a buscar al hijo, sino que en su misericordia vigila y espera.

La Santísima Virgen de La Salette no podía esperar más. La urgencia de su mensaje es clara. Su pueblo estaba perdido. Ella vino a encontrarlo, para que este pudiera a su vez encontrarse con su Hijo y ser recibido por él con alegría. 

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Planificación Cuidadosa

(23er Domingo Ordinario: Sabiduría 9:13-18; Filemón 9-17; Lucas 14:25-33)

Generalmente la primera lectura es seleccionada por tener alguna conexión con el Evangelio del día. Pero hoy es difícil ver que este sea el caso.

Cuando Jesús nos dice que hay que despreciar a nuestros padres, hermanos y a nosotros mismos, tendemos naturalmente a pensar que lo que está diciendo no es para tomarse literalmente. ¿Acaso no había predicado el amor a los enemigos? Seguramente este es uno más de sus enigmáticos dichos.

Puede ser, pero no es tan extraño como aparenta. Las dos parábolas cortas sobre la construcción de una torre y la preparación para la batalla tratan de lo mismo. No tendría sentido comenzar a construir sin estar seguro de tener los medios para terminar el trabajo, sería una tontería reunir al ejercito si hay pocas esperanzas de alcanzar la victoria. Es una cuestión de sabiduría humana.

En esto radica la conexión con la lectura del libro de la Sabiduría, la cual es parte de una muy larga oración atribuida a Salomón. “Los pensamientos de los mortales son indecisos y sus reflexiones, precarias”, él dice. Sin el don de la sabiduría, Salomón no hubiera podido esperar gobernar bien; pero confió en que el Señor lo guiaría. 

Todas las grandes culturas han tenido maestros de sabiduría. Algunos filósofos han ejercido una profunda influencia en sus sociedades; muchos de los antiguos pensadores todavía son estudiados y analizados en nuestro propio tiempo, mientras tanto, nuevas filosofías se esfuerzan por encontrar su lugar en la historia del pensamiento.

Jesús fue también un sabio maestro, pero era más que eso. Insistió en que sus seguidores deben confiar solamente en él; deben estar preparados para darse totalmente a él, aún si esto significara cargar una cruz. Esta no es una filosofía abstracta, sino una clase de sabiduría de tipo práctico. 

También vemos esto en el discurso de Nuestra Señora de La Salette. Ella usa ejemplos concretos – la violación de los mandamientos por parte de su pueblo, las consecuencias de la desobediencia, la esperanza en la abundancia, la presencia constante y amorosa de Dios en nuestras vidas – para enseñar la lección de lo que es el verdadero discipulado.

En el salmo de hoy rezamos: “Enséñanos a calcular nuestros años, para que nuestro corazón alcance la sabiduría”. Al encomendarnos la tarea, la Bella Señora no tenía la intención de asustarnos sino más bien de ayudarnos a pensar en una planificación cuidadosa para vivir nuestro compromiso cristiano.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

El Ultimo Sitio

(22º Domingo Ordinario: Sirácides 3: 17-29; Hebreos 12:18-24; Lucas 14:7-14)

Al aparecerse en Los Alpes, María acató lo que manda la primera lectura: “Cuanto más grande seas, más humilde debes ser”. Ella no eligió el “último sitio” geográficamente hablando. Sin embargo, llegó a asociarse a personas humildes (no solamente a dos niños sin instrucción sino, hablando de manera más general, a las personas de la región). 

La vida en las montañas nunca ha sido fácil. Aquel año, 1846, había sido más difícil que de costumbre. Con el trigo y las papas arruinados, los habitantes de la región tenían toda razón para alarmarse. Mientras que los granjeros en otras áreas con buenas cosechas comenzaban a acaparar y a especular con precios muy altos para los pobres. Hasta el Sr. Giraud, padre de Maximino que estaba un poco mejor que algunos de sus vecinos, empezó a preocuparse.

Nuestro nivel de vida es importante para nosotros. Por más que admiremos a San Francisco de Asís o a otros santos por abrazar deliberadamente la pobreza como estilo de vida, pocos de nosotros nos sentimos atraídos a imitarlos.

Podríamos, bajo ciertas circunstancias, estar dispuestos a aceptar cierto declive en nuestras fortunas. Pero de manera espontánea no seríamos capaces de “colocarnos en el último sitio”. Aun las personas que deciden llevar una vida más simple se encuentran generalmente en condiciones de garantizar que sus deseos y necesidades queden cubiertos.

Melania vino de una familia desesperadamente pobre. Sus padres realmente no tenían otra opción que mandarla fuera de casa desde los ocho años, para ir a trabajar en las granjas de la región de Corps, así tendrían una boca menos que alimentar, al menos durante el verano. Su casa estaba en la más alejada y pobre de las calles del pueblo, el último sitio. En una ciudad grande hubiera sido una villa miseria.

Al elegirla, la Santísima Virgen en cierto sentido la sacó de ese mundo, le concedió una dignidad que nunca hubiera podido alcanzar de otro modo. ¿Quién hubiera podido imaginar que su nombre sería recordado por más de 100 años después de su muerte?

Melania no se hizo rica. Puso su confianza en la generosidad de los demás a lo largo de su vida. Ella podría aplicarse a sí misma las palabras del Magnificat: “Miró con bondad la pequeñez de su servidora”. Si no hubiera sido tan humilde, no hubiera podido ser elegida.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Frutos de Paz y Justicia

(21er Domingo Ordinario: Isaías 66:18-21; Hebreos 12:5-13; Lucas 13:22-30)

El autor de la carta a los Hebreos da muestras de sentido común cuando escribe, “Toda corrección, en el momento de recibirla, es motivo de tristeza y no de alegría”. ¿Quién de nosotros no ha tenido tal experiencia? Padres, profesores, jefes, y otros tienen la responsabilidad de señalarnos los errores y las fallas, y hacer lo que sea necesario para corregirlos.

La Santísima Virgen se encontró a sí misma en esta posición. Su pueblo necesitaba ser corregido por muchos motivos. Los pecados específicos que ella nombró, lejos de tratarse de una lista completa, consistían en una lista de síntomas que apuntaban a una enfermedad espiritual. 

Su propósito era el de presentar un diagnóstico y una cura. La enfermedad era severa, por lo tanto, el tratamiento tenía que ser agresivo, comenzando con una píldora amarga: la sumisión.

En tiempos de los profetas, esto tomó la forma del exilio. Y como no hay mal que por bien no venga, Isaías vio el lado positivo. “Yo les daré una señal, y a algunos de sus sobrevivientes los enviaré a las naciones que no han oído hablar de mí ni han visto mi gloria. Y ellos anunciarán mi gloria a las naciones”. Como resultado pueblos de muchas naciones vinieron hacia el Señor.

En el tiempo del exilio fue cuando el pueblo de Dios regresó a su fe. Desafortunadamente, como leemos en el Evangelio de hoy, Jesús previó un tiempo en que gente de todas partes del mundo entraría el reino de Dios, mientras que su propio pueblo sería expulsado; no sería reconocido cuando buscó ser admitido.

La Bella Señora nos habla de que mejores resultados son posibles para aquellos que toman en serio su mensaje. La disciplina que ella propone, como la mencionada en Hebreos, “produce frutos de paz y de justicia en los que han sido adiestrados por ella”.

Isaías profetizó el retorno de los exiliados a la Santa Montaña de Dios. La frase “Santa Montaña” aparece unas veinte veces en el Antiguo Testamento. Para los Misioneros de La Salette, las Hermanas y los Laicos, la “Santa Montaña” se refiere invariablemente al lugar en los Alpes Franceses donde se apareció María.

En su Santa Montaña ella invita a diferentes clases de exiliados a regresar, no a un lugar en particular sino al Señor mismo, quien santifica cualquier lugar de su elección, donde pueden encontrar frutos de paz y justicia. 

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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