El Lamento de María

(20mo Domingo Ordinario: Jeremías 38:4-10; Hebreos 12:1-4; Lucas 12:49-53)

Típicamente en el libro de Jeremías se encuentran lamentos. El libro de las Lamentaciones tradicionalmente se atribuye a él, y ningún otro profeta se había opuesto tanto a su misión o llegó a ser tan infeliz en su vocación como él.

Partes del mensaje de Nuestra Señora de La Salette tienen el toque de Jeremías. Ella se queja de la aparente inutilidad de sus esfuerzos en favor de su pueblo: “…y ustedes no hacen caso’.

En Jeremías 14:17 leemos: “Que mis ojos se deshagan en lágrimas, día y noche, sin cesar, porque la virgen hija de mi pueblo ha sufrido un gran quebranto, una llaga incurable”. Del mismo modo la Bella Señora llora por su pueblo – pero también por su Hijo crucificado, cuya imagen lleva sobre su corazón.

La cruz era un instrumento no sólo de tortura sino de vergüenza, tal como la carta a los Hebreos lo afirma muy claramente: “Soportó la cruz sin tener en cuenta la infamia”.

Crucificado junto a verdaderos criminales cerca de una de las entradas a la ciudad, indefenso, objeto de burla, desnudo ante los ojos de los transeúntes, Jesús sufrió de humillaciones que difícilmente podemos imaginar. Esto era parte del bautismo que tenía que recibir, del cual leemos en el evangelio.

La imagen de Cristo crucificado es el símbolo más poderoso del amor de Dios por nosotros. Pero Jesús mismo reconoció que muchos lo rechazarían, y que la fe en él traería la división. Esto no es menos cierto hoy que en aquel entonces.

Tal vez esta es la razón por la cual muchos cristianos llevan una cruz, “el emblema del sufrimiento y de la vergüenza” como dice un famoso himno norteamericano. Sabemos que no somos dignos de este gran don ganado por Jesús en nuestro favor. El soportó la cruz, y no hay que tener vergüenza en ser discípulo suyo.

Maximino dijo que lo primero que pensó al ver a la Señora fue que había sido maltratada y huyó a la montaña para “llorar su dolor”. Sí, los ojos de María se llenaron de lágrimas en La Salette. Vivamos de tal manera que podamos consolar su afligido corazón. 

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

El Tesoro de la Fe

(19no Domingo Ordinario: Sabiduría 18:6-9; Hebreos 11:1-2, 8-19; Lucas 12:32-48)

“¡Feliz la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que él se eligió como herencia!” Esta frase del Salmo de hoy encuentra su resonancia en nuestra segunda lectura: “Dios no se avergüenza de llamarse «su Dios»”.

Esto, como el autor de la Carta a los Hebreos insiste, se debe a que Abraham y otros patriarcas obraron “por la fe”. Las generaciones posteriores no fueron tan fieles. El Salmo 96 expresa la frustración de Dios con su pueblo durante su caminar por el desierto: “Cuarenta años me disgustó esa generación, hasta que dije: «Es un pueblo de corazón extraviado, que no conoce mis caminos”.

Esto es lo que encontramos en La Salette. María llora por los sufrimientos de su pueblo, es cierto, pero también por sus corazones descarriados. Se habían olvidado del privilegio de llamarse hijos elegidos.

Dios se eligió un pueblo para sí mismo; Los trató como su herencia personal. Esperaba con razón que ellos lo reconocieran a su vez como su mayor tesoro. “Yo seré su Dios y ustedes serán mi Pueblo” es uno de los temas recurrentes más importantes en la Biblia.

Vemos que esto se cumple en la liberación de los descendientes de Abraham de la esclavitud. Nuestra lectura del libro de la Sabiduría afirma que eran valientes precisamente porque conservaban la fe en las promesas de Dios.

Es casi un misterio que los creyentes puedan perder la fe. Pudiera significar que la  fe no se había convertido en sufe; en otras palabras, es una fe no es profundamente personal. Cuando la práctica religiosa se convierte en una rutina, deja de nutrir el alma. Uno no es capaz de reconocer los dones ofrecidos por medio de los Sacramentos.

O, podría significar que nosotros no deseamos aceptar las exigencias morales que una vida de fe nos pone en frente. Estas eran, por ejemplo, la mayor parte de las luchas que San Agustín debió enfrentar antes de bautizarse. Hay también muchos desafíos que ponen a prueba nuestra fe.

Jesús dice, “Allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón” No hay duda de que el tesoro de la Bella Señora es: “Mi pueblo… Mi Hijo”. En sus palabras y en sus lágrimas, nos revela su amor perdurable por ambos. Es aquel amor que la motivó a venir y llamarnos a una vida en la fe, para apreciar aquel tesoro que es el nuestro.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Pensar en las Cosas de Arriba

(18vo Domingo Ordinario: Eclesiastés 1:2, y 2:21-23; Colosenses 3:1-11; Lucas 12:13-21)

Todas las lecturas de hoy nos advierten acerca de la avaricia y la confianza en nuestras posesiones. San Pablo resume de manera sucinta estos pensamientos: “Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra”.

Y con todo, la mitad del mensaje de Nuestra Señora de La Salette tiene mucho que ver con las cosas de la tierra: nueces carcomidas, uvas podridas, trigo y papas arruinados o potencialmente abundantes y, lo peor de todo, la muerte de los niños pequeños. 

Difícilmente ella hubiera podido decirle a su pueblo que no se preocupara por esas cosas. Ella lloró con ellos. Lo que era importante para ellos lo era para ella. Aquellas cosas no eran superficiales.

Aun así, ella enfatiza que el error de su pueblo está en no pensar en las cosas de arriba. Mucho antes de que comenzara el hambre, pareciera que Dios no era muy necesario en sus vidas. La religión se había convertido en un asunto de “algunas mujeres ancianas”.

En el Salmo de hoy rezamos: “Enséñanos a calcular nuestros años, para que nuestro corazón alcance la sabiduría”. Esto significa vivir en la presencia de Dios, no en un constante miedo a la muerte. Dos capítulos después de la “Vanidad de Vanidades” en Eclesiastés, leemos que hay un “un tiempo para nacer y un tiempo para morir”.

La Bella Señora sabe que, entre el nacimiento y la muerte, la vida está llena de cosas que nos atemorizan; pero, cerca de ella, no hay porqué tener miedo. Bajo su guía, podemos alcanzar la sabiduría del corazón. Y sí, no es una contradicción decir que ella nos enseñará el temor del Señor.

Sirácides 1:12 es uno de los tres versículos en la Biblia que nos dice, “El principio de la sabiduría es el temor del Señor”. Pero si leemos todo el capítulo, sabremos que el temor del Señor es la sabiduría en su plenitud, la corona, y la raíz; que “deleita el corazón, da gozo, alegría y larga vida”; y es “gloria y motivo de orgullo, es gozo y corona de alegría”.

¿Que podría ser más deseable?

Las primeras palabras de la Bella Señora, “Acérquense, hijos míos, no tengan miedo” marcaron el tono de todo los que dijo después. Conforme leemos cada porción del mensaje, aunque nos cause angustia, debemos seguir escuchándolo, “No tengan miedo… no tengan miedo…” Hacerlo, nos ayudará a pensar con serenidad y con paz en las cosas de arriba.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Orar con Persistencia

(17mo Domingo Ordinario: Génesis 18:20-32; Colosenses 2:12-14; Lucas 11:1-13)

“Si quiero que mi Hijo no los abandone, tengo que encargarme de rezarle sin cesar”, —dijo María en La Salette. “Por más que recen, hagan lo que hagan, nunca podrán recompensarme por el trabajo que he emprendido en favor de ustedes”.

La súplica de Abraham por los inocentes que pudieran morir durante la destrucción de Sodoma y Gomorra es persistente, por lo menos. Su oración es atrevida: “¡Lejos de ti hacer semejante cosa! … Me tomo el atrevimiento de dirigirme a mi Señor”.

Cuando Jesús enseñó a sus discípulos a rezar, en primer lugar, les indicó el tipo de cosas por las que deberíamos orar. Luego, con la parábola del amigo inoportuno, enfatizó la necesidad de perseverar en la oración, rezar con audacia. Al terminar les inspiró confianza al decirles: “Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá”.

San Pablo habla de un acta de condenación con una fianza en contra nuestra. En este contexto, se refiere a una obligación legal, que si no es honrada conlleva la pérdida de dinero o de alguna otra cosa de valor, aún hasta la propia vida. Por medio de la muerte y la resurrección de Jesús, Dios dio por saldada dicha fianza y nos perdonó de todos los pecados.

Esto no significa que los cristianos ya no tengan más obligaciones. Tienen el deber de ser fieles al Dios que envió a su Hijo para salvarlos, necesitan conocer su voluntad y hacer lo mejor a su alcance para cumplirla.

Pero desafortunadamente, no siempre ha sido así. Lo que la Bella Señora vio en su pueblo es la falta de respeto por su Hijo y, aún más, por las cosas de Dios. No es para sorprenderse que haya hablado específicamente de la oración—la de ella y la nuestra.

Hablando a dos niños carentes de instrucción, ella les planteó las cosas de manera sencilla: un Padre Nuestro y un Ave María, y más cuando puedan. Pero la oración realmente debería ser más como la de ella. Debemos ser conscientes de lo que está sucediendo en y alrededor de nosotros, y llevar constantemente nuestras preocupaciones y sentimientos ante el Señor, como el salmista que, hoy, ofrece una oración de acción de gracias, pero a veces grita desolado, o se queja, o pide perdón, etc., etc., etc.

Nuestra Señora de La Salette, Reconciliadora de los pecadores, ¡Ruega siemprepor nosotros que recurrimos a ti!

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Acoger la Palabra de Dios

 (16to Domingo Ordinario: Génesis 18:1-10; Colosenses 1:24-28; Lucas 10:38-42)

 “Él es a quien proclamamos, aconsejando a todos y enseñando a todos la verdadera sabiduría, a fin de que todos alcancen su madurez en Cristo”. Tres veces Pablo escribe: todos. Las traducciones pueden variar, pero eso es lo que dice el texto griego original.

¿Por qué tanta insistencia?  Porque nadie debe ser excluido de escuchar la Buena Nueva. Todos deben tener la oportunidad de creer y de perseverar en la fe, “como una ofrenda santa, inmaculada e irreprochable”, tal como Pablo escribe en el versículo 22 del mismo capítulo. 

Esta misma idea queda plasmada de alguna manera en el relato evangélico sobre Marta y María.Escuchar la Palabra de Dios es “la mejor parte”, lo prioritario. Algo que a nadie se le puede impedir hacer.

Como ustedes saben, Nuestra Señora de La Salette también puso énfasis a sus palabras finales repitiendo, “Bueno, hijos míos, háganlo conocer a todo mi pueblo”. En una ocasión le preguntaron a Melania sobre cómo ella entendía esa expresión. ¿Se refería solamente a la gente de los alrededores? Ella respondió, “yo no lo sé… Todos, supongo”.

Ella estaba en lo correcto por supuesto.  Hoy las palabras de María se conocen en todas las esquinas del globo. 

La Bella Señora tenía algo importante para contarles a los niños. Por lo tanto, les invitó a acercarse a ella. El temor que ellos tenían se desvaneció y, atraídos por aquella luz, estaban preparados para escuchar la gran noticia. “Bebíamos sus palabras”, dijeron.

La Salette tiene sus opositores. Es una pena, pero nadie está obligado a creer en las apariciones. Lo que es triste, sin embargo, es que en todas las épocas aparecen aquellos que tratan de impedir que el Evangelio sea predicado. Pablo mismo fue puesto en prisión. Desde allí escribió, “Acuérdate de Jesucristo, que resucitó de entre los muertos y es descendiente de David. Esta es la Buena Noticia que yo predico, por lo cual sufro y estoy encadenado como un malhechor. Pero la palabra de Dios no está encadenada”.

La hospitalidad (tal como la vemos hoy en Génesis y Lucas) significa acoger a los demás con calor y generosidad. Si nuestra vida cristiana refleja esta actitud hacia todos, si, como María, invitamos a todos a ‘acercarse’, tal vez les ayudemos a recibir la Palabra también.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

La Ley de la Reconciliación

(15toDomingo Ordinario: Deuteronomio. 30:10-14; Colosenses 1:15-20; Lucas 10:25-37)

Hoy tenemos para elegir entre dos Salmos Responsoriales. El Salmo 69 nos invita a volver a Dios en tiempos difíciles; el Salmo 19 canta una alabanza a la Ley del Señor. Ambos le hablan a un corazón Saletense.

La Bella Señora describe el comportamiento de su pueblo que se enfrenta a la amenaza del hambre: “Cuando encontraban las papas arruinadas, juraban, mezclando el nombre de mi Hijo”. En esta situación, el lenguaje blasfemo pareciera surgir más espontáneamente de que la oración. 

La Ley era uno de los más grandes dones que Dios le concedió a su pueblo elegido, un motivo de orgullo. El salmista lo reconoce como tal en muchas otras partes, de una manera notable en el Salmo 147: “Revela su palabra a Jacob, sus preceptos y mandatos a Israel: a ningún otro pueblo trató así ni le dio a conocer sus mandamientos” Moisés insiste: “Escucharás la voz del Señor, tu Dios, y observarás sus mandamientos y sus leyes”.

Pero María había visto que su pueblo no amaba a Dios con todo su corazón, ni con todo su ser, fuerza y mente.

Su solución para esta situación se nos presenta en lo que hoy podríamos llamar: “enfoque multimedia”. Está el mensaje, por supuesto. Pero sus lágrimas expresan lo que no pueden las palabras. La luz contrasta con la oscuridad que ella describe. Y, lo más importante de todo, el crucifijo que lleva sobre su pecho nos recuerda, como leemos en San Pablo hoy, que Dios, por medio de Jesús: “quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz”.

Al final de la parábola del Buen Samaritano, Jesús dice: “Ve, y procede tú de la misma manera”. Es decir: “no te andes preguntando, ¿Quién es mi prójimo? Mejor pregúntate, ¿De quién puedo yo ser prójimo?”

Esta es una invitación a ir más allá de la Ley. El espíritu de la reconciliación no está limitado a ciertas personas o a la observancia de ciertos preceptos. 

El mensaje de La Salette no se enfoca directamente sobre tema del “prójimo”. Pero cuando contemplamos la visita de La Santísima Virgen viniendo en ayuda nuestra y mostrándonos el camino, ¿cómo podríamos dejar de escuchar la invitación que nos hace de ir y hacer lo mismo?

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Recen Bien

(14toDomingo Ordinario: Isaías 66:10-14; Gálatas 6:14-18; Lucas 10:1-20)

No hay nada de malo en sentirnos satisfechos por los éxitos y las alegrías que se nos cruzan por el camino. Debemos, sin embargo, ser conscientes de su origen. Como Jesús dijo: “Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. (Mateo 22:21).

Pero, tal vez, nos toque preguntarnos, “¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo?” (Salmo 116:12) Es aquí donde entra la oración. 

María preguntó a los niños en La Salette. “¿Hacen ustedes bien la oración?” Ellos admitieron que no.

La Oración toma muchas formas. El Catecismo de la Iglesia Católica, comenzando con el número 2626, las describe como: La bendición y la adoración; la oración de petición; la oración de intercesión; la oración de acción de gracias; la oración de alabanza. La Bella Señora menciona el Padre Nuestro y el Ave María, la Misa y la Cuaresma. Los autores espirituales distinguen entre otras formas la oración discursiva, la contemplación, la Lectio Divina, etc.

Desconocer quién es Dios y quiénes somos nosotros es un veneno para la vida espiritual. La oración no es de ningún modo la única respuesta a la bondad de Dios, pero es fundamental. Sin ella, cualquier cosa que hagamos en su servicio y en el servicio de los demás puede llevarnos a tener un sentido distorsionado de autosuficiencia.

Sí, San Pablo a veces se jacta de sus logros, pero al hacerlo reconoce que Dios los ha hecho posibles.  Sin embargo, su sentir queda mejor expresado en sus profundas palabras: “Yo sólo me gloriaré en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”.

Los setenta y dos discípulos en el Evangelio de hoy están entusiasmados con los poderes que Jesús les concedió; pero él les previene: “No se alegren de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo”.

Isaías usa la hermosa imagen de una madre amamantando para profetizar un tiempo de abundancia. En La Salette, nuestra madre María habló de “un montón de trigo”. En ambos casos, aquel acontecimiento futuro viene precedido de un tiempo de penas y dolores, después de los cuales “La mano del Señor se manifestará a sus servidores”.

Rezar bien no es nada más ni nada menos que una comunicación personal y regular con nuestro Dios todopoderoso. Su importancia no puede ser exagerada.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Compromiso

(Trigésimo Domingo del Tiempo Ordinario: 1 Reyes 19:16-21; Gálatas 5:1-18; Lucas 9:51-62)

El Salmista canta hoy, “Tengo siempre presente al Señor”. Esto tiene al menos dos propósitos. El primero, como leemos en la segunda parte del mismo versículo, es el de inspirar confianza. Pero también es un recordatorio de nuestro compromiso con el Señor.

Jesús “se encaminó decididamente hacia Jerusalén”, sabiendo perfectamente bien lo que allá le esperaba. Él espera ver la misma determinación en aquellos que buscan seguirlo; en particular deben dejar atrás todo y a todos.

En 1846, el eslogan Revolucionario, “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, estaba muy encaminado a convertirse en el lema oficial de Francia. Esta actitud estaba dirigida, entre otros, a la religión en general y, con una ferocidad particular a la Iglesia.

Fue en este contexto en que la Bella Señora, en lágrimas, vino a llamar a su pueblo para que regrese a la integridad de su herencia cristiana. Pudo haberles hablado acerca de las muchas formas en que su pueblo resultó ser infiel. En cambio, eligió lo que nosotros podríamos llamar de ejemplos típicos, haciendo hincapié en que existe tal cosa como la vida cristiana auténtica que nos impone exigencias legítimas.

San Pablo defiende la libertad, pero aclara que no se trata de una licencia para hacer todo lo que nos plazca. No queriendo que los Gálatas (que se estaban “mordiendo y devorando mutuamente”) “vayan a caer de nuevo bajo el yugo de la esclavitud”, es decir en el legalismo asociado al cumplimiento de la Ley de Moisés, escribe, “Yo los exhorto a que se dejen conducir por el Espíritu de Dios”.

Pero esto, también es una forma de sumisión, no a algo exterior a nosotros sino al interior nuestro. Así se cumple la profecía de Jeremías 31:33: “Pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo”. Dios es fiel y a nosotros nos toca serle fieles también. 

La fidelidad es, después de todo, la medida de referencia para cualquier promesa seria, no solamente para el matrimonio o para la vida religiosa, sino también, de manera fundamental y más ampliamente cuando se la aplica a nuestras promesas bautismales o al discipulado.

En su Letanía, María es llamada Virgen fidelísima. Desde Nazaret a Belén, yendo a Egipto y a Caná subiendo al Calvario y remontando a La Salette, en Lourdes y en tantos otros lugares, ella es el perfecto ejemplo de compromiso y de amor.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Comida en tierra desierta

(Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo: Génesis 14:18-20; 1 Corintios 11:23-26; Lucas 19:11-17)

La Salette es un rincón remoto de los Alpes bajos de Francia. Aunque muchos peregrinos visitan Lourdes cada año, solamente unos 250.000 llegan a este Santuario de montaña, mayormente lo hacen en primavera y verano. SI no fuera por eso, sería un lugar bastante desértico. 

Ciertamente lo mismo sucedía el 19 de septiembre de 1846. Un puñado de personas, incluyendo los dos niños, Maximino Giraud y Melania Calvat, estaban pastoreando su ganado o cortando el forraje. Desde el lugar en donde habían comido su comida sencilla de pan y queso, Maximino y Melania no podían ver a nadie más. Y luego, de repente, ¡había allí una Bella Señora!

Ella habló, entre otras cosas, de otros lugares desiertos – las iglesias. Durante la Revolución Francesa que tuvo lugar unos 50 años antes, Francia se había convertido en ferozmente anticatólica. Las cosas habían cambiado desde entonces, pero los efectos aún se sentían y la población nominalmente católica aún mantenía una cierta hostilidad hacia la religión.

De vez en cuando la gente abandona la Iglesia católica a causa de algún conflicto, o por los escándalos, o por un rechazo a sus enseñanzas. Al hacerlo, se privan a ellos mismos de la Eucaristía. Las lecturas de hoy ponen muy claro cuán esencial es la Eucaristía para nuestra vida cristiana católica. Tanto en la teoría como en la práctica, es muy difícil imaginar una sin la otra. Verdaderamente sin la Eucaristía, nos encontramos a nosotros mismos en un lugar desierto.

Uno de los Salmos más largos describe la escena en que unas personas andan vagando por un desierto, hambrientas y sedientas. Por fin claman al Señor que las rescata y las conduce a una ciudad. Esta parte del Salmo concluye así:

“Den gracias al Señor por su misericordia
y por sus maravillas en favor de los hombres,
porque él sació a los que sufrían sed
y colmó de bienes a los hambrientos”. 
            (Salmo 107:8-9)

Además de las lecturas, la liturgia de hoy incluye una secuencia; es un poema escrito hace 750 años por Santo Tomás de Aquino cuando esta fiesta fue establecida por primera vez. Hace eco de aquellos mismos sentimientos de gratitud por la bondad conferida a nosotros en el don de la Eucaristía.

En la Misa, Cristo nos bendice y nos colma de bienes muy grandes. ¿Por qué debería alguien preferir los lugares desiertos?

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

En Nuestra Propia Lengua

(Domingo de Pentecostés: Hechos 2:1-11; 1 Corintios 12:3-13 O Romanos 8:8-17; Juan 20:19-23 O Juan 14:15-26)

Después de la venida del Espíritu Santo sobre ellos, los Apóstoles entraron en contacto con una audiencia internacional, hablaban en arameo mientras que las personas de diferentes nacionalidades los oían hablar en su propia lengua. Aquello, por supuesto, era obra del Espíritu, una señal única.

¿Acaso no sería maravilloso si esta señal hubiera continuado hasta nuestros días? Pero esta manifestación particular del don de lenguas parece haber sido reservada únicamente para aquel acontecimiento. Hoy los misioneros pasan un largo tiempo aprendiendo idiomas con el objetivo de predicar el evangelio.

En los encuentros internacionales de los Misioneros de La Salette, con frecuencia serví como traductor simultáneo, y estoy bastante consciente de cuán inadecuado aquello a veces puede llegar a ser. Encontrar el giro correcto de una frase en la marcha es un constante desafío.

María habló dos idiomas en La Salette. Comenzó con el francés, y luego en cierto momento se dio cuenta que los niños estaban confundidos. Ella dijo, “Oh ¿no entienden? Se los diré con otras palabras.” El resto del discurso fue en el dialecto local, a excepción del mandato final de “hacerlo conocer.”

Uno pudiera pensar que María debía haber anticipado este problema. Pero, así como la señal de las muchas lenguas en Pentecostés mostraron que el mensaje del Evangelio era universal, la Bella Señora, por medio de la señal de haber usado sólo dos lenguas, demostró que su mensaje del mismo modo no estaba restringido a un solo lugar.

Como el P. Marcel Schlewer, M.S. subrayó, Nuestra Señora de La Salette habló la lengua de su pueblo en más de un sentido. En el dialecto local, de hecho, ella habló de las cosas importantes en sus vidas – las cosechas malogradas, el hambre y los niños que mueren – mostrando que estas cosas también eran importantes para ella. Esta era su “lengua materna” es decir, su manera de hablar como madre. Ella también les habló a sus corazones a través del lenguaje de las lágrimas.

No es sorprendente que los diferentes aspectos de la Aparición de Nuestra Señora de La Salette nos hablen a cada uno de nosotros de maneras diferentes. Después de todo, cada uno de nosotros es único, así podemos afirmar que el Espíritu Santo, como en Pentecostés, hace su obra para asegurarse de que cada uno de nosotros escuche a María “en nuestra propia lengua.”

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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