El temor del Señor
(Domingo de la Santísima Trinidad: Deuteronomio 4:32-40; Romanos 8:14-17; Mateo 28:16-20)
“Los ojos del Señor están fijos sobre sus fieles,
sobre los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y sustentarlos en el tiempo de indigencia.”
Si pudiéramos imaginar a la Santísima Virgen en el cielo meditando las Escrituras, pensaríamos que estos versos del Salmo Responsorial hicieron que ella decidiera venir a La Salette. Ella quería que su pueblo se viera preservado de la inminente indigencia y libre de la muerte de los niños pequeños.
Pero había un problema: su pueblo no estaba entre los “fieles” de Dios. No temían a Dios. “El temor del Señor” es un tema recurrente en la Biblia. No significa tener miedo a Dios, sino un contante asombro ante él. (Si has llegado a conocer a una persona famosa a quien respetas muchísimo, ¿Acaso no querrías evitar cualquier cosa que pudiera ofenderle?)
María les dijo a los niños, “No tengan miedo.” Aquello no le impidió intentar restaurar un temor apropiado hacia el Señor de parte de su pueblo.
Es cierto que las generaciones posteriores a Moisés se habían olvidado de las maravillas que Dios había hecho en su favor. Ellos fueron bautizados, como Jesús había ordenado, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, pero su adopción como hijos de Dios había perdido su significado. Ya no hacía de ellos discípulos.
Ellos ya no ponían su esperanza en Dios ni esperaban en su misericordia. Casi ya no tenían respeto por su Salvador, usaban su nombre para soltar su enojo. Había rechazado el descanso del sábado. Se negaban a dar a Dios la adoración que le es debida. No le temían.
Aun así, vivían con temor, no el temor a Dios sino el temor ante un futuro desolador. La Bella Señora hasta llegó a acentuar esto al profetizar la pérdida de la cosecha del trigo, de las papas, de las uvas, y de las nueces.
Pero ella no se detuvo ahí. Un futuro maravilloso era posible, si solamente pudieran entender que la relación entre Dios y nosotros es esencial, no opcional.
Su mensaje es como el de Moisés: “Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Guarda los preceptos y mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos después de ti, y prolongues tus días…”