El Señor nuestro Dios

(31er Domingo del Tiempo Ordinario: Deut. 6:2-6; Heb. 7:23-28; Marcos 12:28-34)

Los Israelitas, en Egipto y en Canaán, estaban rodeados por pueblos que adoraban a muchos dioses. Moisés y los profetas a menudo tenían que recordarles que ellos tenían un solo Dios, el Señor.

En el Cristianismo, hay un Salvador, Jesús, en quien “Dios quiso que residiera toda la Plenitud. Por él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz” Col. 1:19-20). Entonces, ¿por qué llamamos a Nuestra Señora de La Salette la Reconciliadora de los Pecadores?

Ella no se atribuyó a si misma este título. Fueron los fieles los que se lo dieron. No eran teólogos, tampoco herejes. Ellos entendieron, lo mismo que nosotros, que María es reconciliadora por asociación con el Único Reconciliador. Por un lado, ella reza sin cesar por nosotros; por otro lado, ella viene a conducirnos a él, portando el símbolo supremo de la reconciliación sobre su pecho, su Hijo Crucificado, como la Carta a los Hebreos lo declara, “él puede salvar en forma definitiva a los que se acercan a Dios por su intermedio, ya que vive eternamente para interceder por ellos”.

La Bella Señora básicamente nos invita a hacer nuestras las palabras del Salmista: “¡Yo te amo, Señor, mi fuerza, Señor, mi Roca, mi fortaleza y mi libertador, mi Dios, el peñasco en que me refugio, mi escudo, mi fuerza salvadora, mi baluarte!”

Resalta de manera particular el uso de la palabra ‘roca’. Se usa muchas veces como una metáfora para Dios como el fundamento firme de nuestra fe. Jesús la usó al final del Sermón del Monte para describir sus enseñanzas (Mt 7:24).

Notemos también la insistencia con respecto al pronombre ‘mi’. Dios no es sólo fuerza, roca, fortaleza, etc., de forma abstracta, sino que es reclamado de manera personal. De forma parecida, llamamos a Dios ‘nuestro’ Padre, y a Jesús ‘nuestro’ Señor y, sí, a la Santísima Virgen ‘nuestra’ Señora.

La misma insistencia se ve en el ‘primero’ de todos los Mandamientos, que se cita en el Evangelio y en Deuteronomio. “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas” La fe no es puramente teología, o un conocimiento académico de las Escrituras. A menos que la fe se transforme en nuestra fe, mi fe, la tuya también, el elemento más importante estará faltando.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Los llevaré de regreso

(30º Domingo del Tiempo Ordinario: Jeremías 31:7-9; Hebreos. 5:1-6; Marcos 10:46-52)

No tenemos problema en conectar La Salette con las imágenes usadas en el salmo responsorial de hoy: “El sembrador va llorando cuando esparce la semilla, pero vuelve cantando cuando trae las gavillas” – las lágrimas (de María y las de su pueblo) sobre la cosecha arruinada, vienen seguidas de una promesa de abundantes cosechas.

El contexto del Salmo, y también de la primera lectura, es una visión del pueblo de Dios regresando del exilio. Es una acción de Dios. Nadie está excluido.

El contexto de La Salette es similar. Los cristianos estaban viviendo en el exilio, ¡de su propia fe! En tiempo de dificultades sólo se tenían a ellos mismo, y resultaron inadecuados para la tarea. Por medio de la Bella Señora, Dios les estaba ofreciendo llevarlos de regreso.

EL pueblo de Israel estaba en el exilio por unos setenta años. Tenían abundante tiempo para reflexionar seriamente sobre su apostasía y la de sus ancestros. Cuando finalmente se les permitió regresar a su propia tierra, tomaron la resolución de ser fieles a Dios y adorarlo únicamente a Él. Estaban preparados para someterse.

En La Salette, María dice, “Se los hice ver el año pasado con respecto a las papas: pero no hicieron caso”. Como el Israel de los tiempos antiguos, su pueblo no pudo entender lo que les sobrevenía. Ellos, también, estaban en peligro de ser abandonados. Jesús ha sido, en palabras de la Carta a los Hebreos, “indulgente con los que pecan por ignorancia y con los descarriados”, pero ahora el tiempo ha llegado en que su Madre estaba “encargada de rezarle sin cesar”.

Ella habló de sumisión, no de una clase de esclavitud, sino de una sumisión que nace de la confianza. Tomemos como ejemplo al ciego Bartimeo. Él sabe que no tiene nada especial para llamar la atención de Jesús; no les dice nada a aquellos que tratan de hacerlo callar, pero sigue gritando, “¡Hijo de David, ten piedad de mí!” De pie delante de Jesús, lo llama Maestro.

Todo esto es expresión de un correcto espíritu de sumisión. Él no podía hacer nada para cambiar su situación, pero creyó que Jesús podía llevarlo de la oscuridad a la luz.

Nuestra Señora nos recuerda que nosotros podemos ser rescatados de cualquier oscuridad o esclavitud o exilio que podamos estar experimentando. Lo que se requiere de nuestra parte es saber reconocer nuestra necesidad y volvernos al Señor con una esperanza que no tambalea. Entonces nuestra boca se llenará de canciones.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

La Ambición Cristiana

(29º Domingo del Tiempo Ordinario: Isaías 53:10-11; Hebreos 4:14-16; Marcos 10:35-45)

¡Imaginemos la decepción de Santiago, y la de Juan! Después de haber declarado estar listos para beber del mismo cáliz y compartir el mismo bautismo de Jesús, y de recibir la afirmación de Jesús que de hecho lo harían, su pedido ambicioso les fue denegado.

La ambición no es mala por sí misma, pero lleva al egoísmo.  Es por eso que San Pablo en 1 de Corintios, cuando insta a los cristianos a luchar por los mayores dones, inmediatamente continúa diciéndoles con muchos ejemplos que el mayor de todos los dones es el amor.

Quizá es por eso que Nuestra Señora de La Salette elige como testigos a niños sencillos que serían los menos apropiados para entender el don que han recibido y los menos propensos a la vanagloria.

Nuestra ambición debería ser la de hacer lo mejor que esté a nuestro alcance en el servicio de Dios, y dejar que el juicio sobre nuestros esfuerzos lo haga Él. La visita de María en La Salette fue una clase de “evaluación” de su pueblo. Resulta que se habían quedado cortos. Estaban lejos de sentir ambición por las cosas de Dios, y ella quería que ellos entendieran el peligro hacia el que se estaban encaminando.

Al mismo tiempo, ella no quería desanimarlos. Su mensaje nos insta, en las palabras de la lectura de Hebreos, “vayamos, entonces, confiadamente al trono de la gracia, a fin de obtener misericordia y alcanzar la gracia de un auxilio oportuno.”

Jesús enseña a sus apóstoles que no deben reclamar para ellos el mérito de su vocación. Sí, ellos han recibido autoridad de él, pero debe ejercerse en el servicio. Cualquier bien que sean capaces de hacer no es logro personal, sino obra de Dios.

Toda dificultad que enfrentamos es en imitación de nuestro Señor, que “no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud”, quien, como siervo de Dios, “fue sometido a las mismas pruebas que nosotros, a excepción del pecado”, y “a causa de tantas fatigas… justificará a muchos”.

El Salmo 116 contiene un hermoso versículo, “¿Con qué le pagaré al Señor todo el bien que me hizo?” La próxima vez que tengas delante de ti un crucifijo, recuerda lo que el Señor Jesús ha hecho por ti”. Compáralo con lo que tú has hecho por él. Y luego responde a la pregunta que el salmista se hace. ¡Sé ambicioso!

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

La Rendición de Cuentas

(28avo Domingo del Tiempo Ordinario: Sabiduría 7:7-11; Hebreos 4:12-13; Marcos 10:17-30)

La Carta a los Hebreos nos recuerda: “Todo está desnudo y descubierto a los ojos de aquel a quien debemos rendir cuentas”. Sí, sabemos que habrá un tiempo para el juicio, tanto como sabemos que un día moriremos, pero preferimos no entretenernos con esas cosas.

En finanzas, la rendición de cuentas incluye un informe de ingresos y egresos. Pero ¿Cómo se hace la evaluación de ese informe? Comparándolo con el presupuesto. Ese es el criterio para determinar el buen estado fiscal.

El breve texto de los Hebreos resume el “presupuesto” con la expresión, “la palabra de Dios.” Seremos juzgados según una vida vivida en respuesta a la palabra de Dios.

Nuestra Señora de La Salette hace alusión al “presupuesto” cuando se refiere a los mandamientos, de los cuales la mayoría de los cristianos considera como el primer criterio para la rendición de cuentas que se debe dar a Dios. La mayoría de nosotros los memorizamos de pequeños; yo aun me acuerdo de una versión cantada que aprendí en la escuela primaria ¡allá por los años 50!

Pero la palabra de Dios es mucho más que los Diez Mandamientos. La Sabiduría se plantea como la última meta a alcanzar en gran parte del Antiguo Testamento, la más alta expresión de la palabra de Dios. La mejor maestra en los caminos de Dios. Sus alabanzas se cantan en la primera lectura.

En el Nuevo Testamento, los criterios para nuestra rendición de cuentas son muy numerosos como para contarlos. El Sermón de la Montaña viene inmediatamente a nuestra mente, especialmente las bienaventuranzas. El Evangelio de hoy nos enseña acerca del peligro que conlleva el estar demasiado apegados a las riquezas materiales.

Salomón declara: “Supliqué, “y descendió sobre mí el espíritu de la Sabiduría”. En 1 Reyes 3, 11-12, Dios lo felicita por no pedir larga vida, ni riquezas, etc., sino el discernimiento para saber lo que es correcto. Así que Dios le otorga lo que había pedido.

Subyace en todos estos textos el deseo de conocer la voluntad de Dios para poder cumplirla. Era la falta de este deseo que nuestra Madre María observó entre su pueblo, y vino a La Salette con la esperanza de abrirle los oídos a la palabra de Dios, sus ojos a las obras de Dios, su corazón a la voluntad de Dios.

Únicamente en este sentido podemos comprometernos a vivir una vida cristiana y estar listos para planificar nuestro “presupuesto” en vistas de la rendición final de cuentas.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Un Esfuerzo Mancomunado

(26to Domingo del Tiempo Ordinario: Números 11: 25-29; Santiago 5: 1-6; Marcos 9: 38-48)

Los celos se manifiestan de dos maneras. Ya sea al sentirse mal por no tener lo que el otro tiene, o siendo excesivamente protectores con lo que sí se tiene.

Josué y su celo por Moisés, le llevó a querer impedir que Eldad y Medad profetizaran. Juan quería pertenecer a un selecto grupo, del cual él era un miembro, el poder de expulsar demonios. Ni Moisés ni Jesús asumieron una actitud parecida tan restrictiva. Uno dice, “¡Ojalá todos fueran profetas en el pueblo del Señor, porque él les infunde su espíritu!” El otro dice: “El que no está en contra de nosotros está con nosotros”

Es difícil imaginar a dos escritores del Nuevo Testamento tan diferentes como Pablo y Santiago. Con lo enérgico que Pablo podía llegar a ser a veces al castigar a los cristianos errantes, no encontraremos en sus cartas algo tan feroz como el texto de Santiago que leemos hoy.

¿Está el uno “más con Cristo”, o más inspirado que el otro? De ningún modo. Dios no tiene que rendir cuentas de lo que él decida a la hora de distribuir sus dones.

Vemos lo mismo en La Salette. María elige a Melania y Maximino. No sabemos el por qué. Ella eligió un lugar que era, y aun lo es, de difícil acceso. Ella dijo cosas que nadie esperaba oír decir a la Madre de Dios. Le tocaba a ella decidir aquello.

Pero esto no se detiene aquí. Los Misioneros que fueron fundados para llevar el mensaje y atender a los peregrinos tuvieron que luchar para encontrar su lugar en la Iglesia. Ellos no eran, y todavía no lo son, elegidos por sus perfecciones. Lo mismo puede decirse con seguridad acerca de las Hermanas de La Salette, y de los Laicos Saletenses.

La predicación del Evangelio es un esfuerzo mancomunado. En 1 de Corintios, Pablo usa la analogía del cuerpo para hablar de la Iglesia, donde cada miembro necesita de los otros.

Hay un himno polaco para los niños que dice: “Los altos, los bajos, los gordos, los flacos – todos pueden ser santos – así como yo y así como tú”. Podemos ampliar la lista para incluir a todos los tipos de personalidad, cultura, nivel de educación, y así para adelante. Juntos construimos la Iglesia completa, y haciéndolo así, por medio de la variedad de nuestros miembros, podemos, en Cristo, sin celos, ser todo para todos.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

La Sabiduría que viene de lo alto

(25to Domingo del Tiempo Ordinario: Sabiduría 2:12-20; Santiago 3:16-4:3; Marcos 9:30-37)

Santiago escribe: “La sabiduría que viene de lo alto es, ante todo, pura; y, además, pacífica, benévola y conciliadora; está llena de misericordia y dispuesta a hacer el bien; es imparcial y sincera.”. Cuan apropiadamente esta descripción se aplica al mensaje de Nuestra Señora de La Salette.

La sabiduría de la Virgen de La Salette es pura, viniendo de un corazón lleno de amor en estado puro, y al mismo tiempo se expresa con la verdad; “es imparcial y sincera.”

Es pacífica y benévola: “Acérquense, hijos míos, no tengan miedo.” – “¿No entienden, hijos míos? Se los digo de otra manera”.

Llena de misericordia, no solamente en las palabras que dice y en la ternura que muestra a los niños, sino en el mismo hecho de que María haya venido a nosotros. Cuando en 1851 el Obispo de Grenoble decidió erigir un Santuario en La Salette y fundó a los Misioneros de Nuestra Señora de La Salette, su intención era que ambos constituirían “una memoria perpetua de la misericordiosa aparición de María”

Y la historia ha demostrado que está llena de buenos frutos, algunas veces en la forma espectacular de curaciones milagrosas, más frecuentemente en la privacidad del confesionario. El Santuario atrae peregrinos y voluntarios de alrededor del mundo. El movimiento de los Laicos Saletenses ha experimentado un amplio crecimiento durante las décadas recientes.

Es de notar también el dicho de sabiduría de Jesús a sus discípulos, “El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”. Aquí vemos aun otra cualidad más que podemos atribuir a la Bella Señora.

La Reina del Cielo, vino a nosotros con toda simplicidad, no a imponer su autoridad sino a servir a su pueblo haciendo que sus hijos lleguen a ser la mejor versión de sí mismos como cristianos y convertirse una vez más en un pueblo de fe y fidelidad.

Hace unas semanas leímos las palabras de Moisés, alentando a su pueblo a observar con cuidado la ley. “Obsérvenlos y pónganlos en práctica, porque así serán sabios y prudentes a los ojos de los pueblos, que, al oír todas estas leyes, dirán: ¡Realmente es un pueblo sabio y prudente esta gran nación!” María en La Salette desea que su pueblo sea verdaderamente sabio a los ojos de Dios.

Mientras más tiempo pasamos con ella, más nos hacemos capaces de absorber y vivir la sabiduría que viene de lo alto.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Tomar la Cruz

(24to Domingo del Tiempo Ordinario: Isaías 50:5-9; Santiago 2:14-18; Marcos 8:27-35)

Muchas veces me he preguntado sobre el cómo la multitud tomó el dicho de Jesús de que sus discípulos deben “tomar su cruz” después de muchas búsquedas fuera de las cinco veces que aparece en los Evangelios, debo concluir que dicha expresión no existe en ninguna otra parte.

Los cristianos entienden esas palabras a la luz de la crucifixión de Cristo. El sufrimiento es parte de la vida; en esto consiste nuestro participar de su cruz.

En La Salette María dice, “Hace mucho tiempo que sufro por ustedes” En el contexto de la Aparición, esto significa la carga que ella asumió para protegernos de las consecuencias del pecado. Pero en el Acuérdate a Nuestra Señora de La Salette, miramos hacia un pasado más lejano: “Acuérdate de las lágrimas que has derramado por nosotros en el Calvario”

Los sufrimientos de la Santísima Virgen María fueron únicos y propios de ella. Podemos decir lo mismo para todos nosotros. Jesús es muy específico. Cada discípulo o discípula debe tomar su propia cruz.

Mirando la vida de los santos, podemos encontrar muchos ejemplos. Algunos han compartido literalmente los sufrimientos de Cristo Crucificado, por medio de heridas físicas en sus manos y pies, o alrededor de su cabeza. Aparte del dolor, a veces soportaron humillaciones de parte de aquellos que los consideraban impostores.

Algunos fueron ridiculizados, perseguidos o asesinados por su fe. Otros experimentaron periodos de insoportable oscuridad espiritual. O se privaron ellos mismos aun hasta de los más simples placeres con el fin de tener alguna participación en la Cruz de Cristo.

Más aun, como Simón de Cirene ayudando a Jesús a llevar su cruz, se entregaron completamente al servicio de los enfermos, de los desamparados, al “hermano o hermana que no tiene nada que ponerse ni comida para el día.

A veces otra persona puede ser una cruz. Me viene al recuerdo de lo que Dorothy Day escribió a cerca de un residente en una Casa del Trabajador Católico: “El es nuestra cruz, especialmente enviado por Dios, y así lo apreciamos.”

El dicho de Jesús acerca de tomar nuestra cruz es tan conocido que hasta podemos olvidar que es un dicho muy fuerte. La Bella Señora, portando el crucifico sobre su pecho – sobre su corazón – nos invita a aceptar con amor sea cual fuere la única cruz personal que estamos llamados a tomar como discípulos de su Hijo.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Salvados

(23er Domingo del Tiempo Ordinario: Isaías 35:4-7; Santiago 2:1-5; Marcos 7:31-37)

Si conocen a Alcohólicos Anónimos, saben que en el segundo paso dice lo siguiente: Llegamos a creer que un Poder Superior a nosotros mismos podría devolvernos el sano juicio. Esto está cerca de lo que leemos en Isaías: “¡Sean fuertes, no teman: ahí está su Dios! Llega la venganza, la represalia de Dios: él mismo viene a salvarlos”.

Cuando hablamos de la salvación, frecuentemente pensamos en llegar al cielo. Esa es la meta final, por supuesto, pero entre este momento y aquello, ¿no podemos ser salvados? La respuesta es obvia: sí, podemos.

Isaías presenta unas figuras concretas del poder salvador de Dios: “Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos; entonces el tullido saltará como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de júbilo.” El Salmo responsorial evoca el mismo tema. Y los amigos del sordo se inspiraron en esa misma tradición de ver la salvación en la sanación.

La palabra griega para salvar puede ser traducida como sanar, o restituir. Implica la preservación (por adelantado) o la liberación (después del hecho) del mal en todas sus formas. Así, la insistencia de Santiago de no mostrar favoritismo dentro de la comunidad cristiana encuadra perfectamente dentro de la proclamación profética de la libertad de la opresión.

La Aparición de Nuestra Señora de La Salette se encuentra directamente dentro de esta tradición. Necesitamos ser salvados no solo de los males externos, sino de nuestra propia pecaminosidad. No podemos hacer esto solos, sino que María nos recuerda de la gran noticia de que la salvación es nuestra; sólo hay que pedirla.

Los Cristianos Evangélicos hablan de aceptar al Señor Jesús como nuestro salvador personal. La Bella Señora utiliza un lenguaje diferente, pero nos llama a la misma realidad. El propósito de su visitación es que pudiéramos (de nuevo con las palabras de AA) decidir poner nuestras voluntades y nuestras vidas al cuidado de Dios.

Las sanaciones milagrosas, especialmente en los Evangelios, son signos de la salvación que ofrece Jesús. Más maravillosa, sin embargo, es la conversión de corazón, tal como la que han experimentado incontables peregrinos a la Santa Montaña de La Salette desde 1846.

El pecado hace que nuestras vidas sean ingobernables. La gracia salvadora de la reconciliación con Dios por medio de Jesucristo es nuestra mejor esperanza, nuestra única esperanza.

Traducción: P. Roberto Butler, M.S.

Caminando sin reproche

(22do Domingo del Tiempo Ordinario: Deuteronomio 4:1-8; Santiago 1:17-21; Marcos 7:1-23)

Después de su vuelta del exilio alrededor del año 539 AC, el pueblo judío adoptó una actitud de estricta observancia de la Ley de Moisés. Habían aprendido su lección. Comenzaron, por decirlo así, a proteger la Ley cargándola con prácticas que harían menos probable la posibilidad de desobedecerla.

Por ejemplo, si tú no quieres tomar en vano el nombre del Señor, jamás y por ningún motivo tendrás que pronunciarlo. Problema resuelto. Nuestro Salmo responsorial toma ampliamente un enfoque parecido, centrándose en lo que no hay que hacer con el fin de permanecer irreprochable.

La discusión en el Evangelio de hoy gira en torno a una práctica que podríamos resumirla como “la limpieza es lo más parecido a lo sagrado” Los mandamientos referidos a la “pureza y la impureza” fueron reforzados por los baños rituales tradicionales que vemos descritos. Jesús se opone a dar a las tradiciones el mismo peso que a la Ley. El no condena lo ritual sino el ritualismo.

En su mensaje en La Salette Nuestra Señora se centra en los mandamientos, no en las tradiciones: Honrar el Nombre del Señor y la observancia del descanso del sábado están en los Diez Mandamientos; la Cuaresma y la Misa Dominical están entre los mandamientos de la Iglesia, basados en una práctica cristiana muy antigua. Esto no es ritualismo.

Santiago escribe, “La religiosidad pura y sin mancha delante de Dios, nuestro Padre, consiste en ocuparse de los huérfanos y de las viudas cuando están necesitados, y en no contaminarse con el mundo”. El adopta una aproximación positiva y otra negativa.

Ser irreprochable no radica simplemente en “hacerlo todo bien”. Está muy lejos de un perfeccionismo obsesivo.

La Eucaristía, por ejemplo, es una celebración compuesta de muchos elementos prescritos. Es un ritual. Pero si nuestra participación es puramente ritualista, es decir, no acompañada por nuestra mente y nuestro corazón, su capacidad de nutrir nuestra fe resulta seriamente infructuosa.          

El Salmo 119, 9 pregunta, “¿Cómo un joven llevará una vida honesta?” y responde, “Cumpliendo tus palabras” En el versículo 16 el salmista exclama, “Mi alegría está en tus preceptos: no me olvidaré de tu palabra”.

María que es absolutamente irreprochable, lloró en La Salette, pero una manera en que nosotros podemos enjugar sus lágrimas es cumplir con alegría los mandamientos de Dios.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

¿A quién vamos a servir?

(21er Domingo del Tiempo Ordinario: Josué 24:1-18; Efesios. 5:21-32; Juan 6:60-69)

Cuando Josué desafió al pueblo para que decidiera a qué dioses servirían, ellos respondieron, “Nosotros serviremos al Señor.” Aquella generación hizo lo mejor que pudo para mantenerse fiel en su promesa.

Jesús preguntó a los Doce: “¿También ustedes quieren irse?” Pedro respondió a su vez con otra pregunta: “¿A quién iremos?” Su profesión de fe, que viene inmediatamente, no impidió su negación posterior, pero lo preservó de la desesperación y lo preparó para dedicar plenamente su vida al Servicio del Señor.

San Pablo también habla de servicio. La palabra en nuestra traducción es “someter”, que suena más como servilismo que como servicio. Él dice que por consideración a Cristo los cristianos deberían “someterse los unos a los otros”, en otras palabras, desear servirse los unos a los otros.

La cuestión de elegir a quien habremos de servir encuentra una expresión diferente en los labios de la Bella Señora de La Salette, en su uso del condicional “Si mi pueblo no quiere someterse” es equivalente al “¿te someterás o no?” o, para parafrasear a Josué, “elijan hoy a quién quieren servir.” Miremos las alternativas.

La búsqueda del placer, del poder o de las riquezas se confunde fácilmente con la búsqueda de la felicidad, y con todo, ninguna de esas cosas buenas puede asegurar de que llegaremos a ser felices.

El conocimiento, la sabiduría, y las artes tienen el poder de elevarnos. Las habilidades prácticas pueden traernos satisfacción, especialmente cuando se ponen al servicio de los demás. Pero aun en esto, una cierta arrogancia autosuficiente, puede instalarse en nosotros, socavando el bien que hacemos.

Después de la pregunta de Pedro, “¿A quién iremos?” leemos, “Tú tienes palabras de Vida eterna”. Aquello es más que una declaración, es un compromiso.

No debemos dar por hecho de que los Doce comprendieron el discurso de Jesús sobre el Pan de Vida, especialmente la parte acerca de comer su carne y beber su sangre, no más que esos otros discípulos que dijeron, “¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?”

Es de notar que Pedro llama a Jesús Señor, una palabra que indica sumisión. Significa que Pedro se ve a sí mismo de dos maneras, como discípulo y como siervo.

Las palabras de María en La Salette, aun en sus dichos más fuertes, nos llaman a someternos a aquel que tiene palabras de vida eterna.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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