El Hijo
(Segundo Domingo de Cuaresma: Génesis 22:1-18; Romanos 8:31-34; Marcos 9:2-10)
Al terminar el relato dramático de lo que aconteció sobre una montaña en la tierra de Moria, Isaac salva su vida, aparece un sustituto para el holocausto, y Abraham, que estaba dispuesto a ofrendar la vida de su amado hijo bajo la orden de Dios, es recompensado por su inquebrantable fe. En los tiempos del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento, el lugar donde se creía que Abraham fue a sacrificar a su hijo continuó siendo un lugar venerado. El Templo de Jerusalén fue construido allí.
En nuestra segunda lectura, San Pablo alude indirectamente a otro pequeño monte dentro una distancia fácil de recorrer desde el Templo. El evangelista lo llama Gólgota
Y en una montaña sin nombre, en algún lugar en Galilea, Jesús se aparece en su Gloria, junto con Moisés y Elías.
Toda esta variedad de elementos encuentra su resonancia en otra montaña más, en los Alpes franceses, un lugar llamado La Salette.
En Menoría de la Pasión de Jesús, la Bella Señora lleva un gran crucifijo sobre su pecho. Es el punto más brillante de la Aparición, la fuente de su luz. El martillo y la tenaza, instrumentos de la Pasión, atraen la atención hacia el crucifijo de una manera única.
Recordándonos de la alianza proclamada por medio de Moisés, e invitándonos al firme compromiso de Elías, ella habla como los profetas. (Es interesante notar que en 2 Pedro 1:18, el lugar de la Transfiguración en referido como “la santa montaña”. Nosotros usamos la misma frase cuando hablamos de La Salette)
Finalmente, como Dios hablándole a Abraham, María también hace una gran promesa de esperanza y prosperidad para aquellos que vivirán por fe.
Más importante que cualquiera de estas similitudes, sin embargo, está la palabra Hijo. “Toma a tu único hijo, a quien amas, y ofrécelo a mí en holocausto”; Dios no libró a su propio Hijo, sino que lo ofreció para todos nosotros”; “Este es mi Hijo amado”
Cuando Nuestra Señora de La Salette habla de su Hijo, es para reprocharle a su pueblo por la ingratitud hacia Él y por la falta de respeto por su Nombre. No debemos permitirnos nunca olvidar que su Hijo es el Hijo amado de Dios, entregado por nosotros.
Así como Él está en el corazón de las Escrituras, así debe estar en el corazón de nuestra fe, de nuestra manera de vivir. La Cuaresma es un buen tiempo para preguntarnos si es realmente así.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.