Reavivar el fuego
(Pentecostés: Hechos 2, 1-11; Gálatas 5, 16-25; Juan 15, 26-27; 16, 12-15)
Los discípulos estaban reunidos en la sala donde solían hacerlo habitualmente. Ahí oraron, y eligieron a Matías para reemplazar a Judas y, como les había dicho Jesús en su Ascensión, estaban esperando “la promesa del Padre”.
Entonces, en forma de viento y fuego, vino el Espíritu para llevarlos, por así decirlo, desde la sala donde se reunían hacia el mundo para predicar, “según el Espíritu les permitía expresarse”.
En la Aclamación del Evangelio de hoy oramos: “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”; y en la Secuencia: “Suaviza nuestra dureza, elimina con tu calor nuestra frialdad, corrige nuestros desvíos”.
En la segunda lectura, San Pablo está tratando de ayudar a los Gálatas a comprender que sus disputas sectarias (entre otras cosas) no tienen nada que ver con los frutos del Espíritu. “Si vivimos animados por el Espíritu, dejémonos conducir también por Él”, escribe. En otras palabras, deja atrás todo aquello que no sea del Espíritu.
Cuando leemos estas palabras, podemos inclinarnos a sentirnos culpables por los cargos. Si es así, ¿qué nos retiene? En La Salette, María vino a reavivar el fuego del amor de Dios en su pueblo. Con un mensaje deliberadamente inquietante, quiso sacarlos de su complacencia, para que respondan a su vocación cristiana, como el Espíritu les permitía.
El desafío de Pentecostés es siempre reavivar nuestro corazón, pero no sólo para nosotros. El fuego está destinado a propagarse. Está inquieto; si permanece en un lugar, se extinguirá.
Así también con La Salette. Los visitantes de la Montaña Santa a menudo derraman lágrimas cuando tienen que irse. Pero La Salette es como la sala de reunión de Pentecostés. Lo que se experimenta allí no debe limitarse sólo a ese lugar.
La Bella Señora apareció envuelta en una luz, para llamar nuevamente nuestra atención y reconducirnos a su Hijo. Ella habló de manera que sea comprendida. Como saletenses, no nos basta con repetir sus palabras. Queremos escuchar verdaderamente a los demás, hablar su “idioma”; todavía necesitamos que el Espíritu Santo nos impulse al mundo para predicar, trabajar, vivir y mostrar nuestro amor por Dios, y así ayudarnos a traducir el mensaje de La Salette con nuestras palabras y acciones.
Traducción: P. Diego Diaz, M.S.