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La Salette, una Bendición

(Corpus Christi: Génesis 14:18-20; 1 Corintios 11:23-36; Lucas 9:11-17)

“Bendito seas, Señor, Dios del Universo, por este pan, ... que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos”. Son las palabras que el sacerdote recita en todas las misas en el momento del ofertorio.

Esta es una oración tan antigua, (que también se refleja en la tradición judía) que uno se siente tentado a pensar que cuando Jesús, en el Evangelio, “pronunció la bendición” sobre los panes y pescados, y sobre el pan y el vino en la Última Cena, él pudo haber usado palabras casi idénticas a estas.

Melquisedec en la primera lectura, reza en similares términos, “¡Bendito sea Abrám de parte de Dios, el Altísimo, creador del cielo y de la tierra!” y luego añade, “¡Bendito sea Dios, el Altísimo!” ¿Quién está bendiciendo a quién? Nosotros podemos entender que Dios nos bendiga, pero ¿cómo podemos nosotros bendecir a Dios?

El verbo hebreo “bendecir” está relacionado con el sustantivo hebreo que significa “la rodilla”. Cuando bendecimos a Dios, estamos doblando las rodillas ante él, un gesto de adoración. Pero en este caso, ¿cómo es que Dios pueda bendecirnos, puesto que no es posible que nos adore?

Cuando nos bendice, Dios “dobla la rodilla” para descender a nosotros en nuestras necesidades, tal como nosotros podemos arrodillarnos al lado de una persona que se ha caído.

En la solemnidad de hoy damos gracias por la Eucaristía – cuyo significado es precisamente “acción de gracias” – y por el sacerdocio que hace posible que la Iglesia cumpla el mandato de Jesús, “Hagan esto en memoria mía”.

La mayoría de nosotros podemos ir a Misa diariamente si lo deseamos. Pero en muchas partes del mundo los fieles no pueden recibir la Eucaristía diariamente ni siquiera semanalmente, sino solamente cuando el sacerdote pasa de vez en cuando. Entonces los fieles tienen que recorrer muchos kilómetros. (Por favor, reza por las vocaciones sacerdotales).

Aquellos a los que Nuestra Señora de La Salette llamó “mi pueblo” habían caído tan bajo que no fueron capaces de reconocer el don de la Eucaristía, aunque para ellos era fácil llegar a la Iglesia local. Así María, habiendo tantas veces doblado sus rodillas ante su Hijo por nosotros, vino a nosotros con la esperanza de elevarnos como pueblo a una vida digna del nombre de cristianos.

Por medio de la Bella Señora, Dios nos ha bendecido. Hay muchas maneras por medio de las cuales nosotros podemos bendecirle también a él.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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quinta-feira, 26 maio 2022 09:00

Rosário - Maio 2022

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Fe, Paz, Gracia, Esperanza

(Santísima Trinidad: Proverbios 8:22-31; Romanos 5:1-5; Juan 16:12-15)

En su oración un asombrado salmista le pregunta a Dios, ¿Qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides? Esta es una pregunta muy importante, que nos deberíamos hacer de nuevo al leer las últimas palabras de la primera lectura, cuando la Sabiduría, la colaboradora de Dios en la creación, declara, “Mi delicia era estar con los hijos de los hombres”.

Podríamos hacernos la misma pregunta acerca de Nuestra Señora de La Salette. ¿Por qué le deberíamos importar? ¿Por qué se ocupa tanto de nosotros, cuando ella misma nos dice que nunca podríamos recompensarle? Y fue obvio en su aparición que ella no sintió alegría por su pueblo, sino un motivo para llorar.

¿Qué tiene que ver esto con la Trinidad? El Hijo de Dios, su Hijo, es visible sobre el pecho de María. El Espíritu, que como Jesús dice en el Evangelio, “los introducirá en toda la verdad” puede ser percibido en el mensaje y en la misión de los niños. Y es, por supuesto, el Padre, no María, el que santificó el séptimo día y se lo reservó para sí mismo.

Aquellas conexiones, sin embargo, no son necesariamente las más importantes. La segunda lectura puede ser aún más relevante. Pablo, inspirado por el Espíritu, escribe: “Justificados por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por Él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por Él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios”.

María vino a revivir nuestra fe y nuestra esperanza, a restaurar nuestra paz, y a renovar nuestro acceso a la gracia, al llevarnos de nuevo a la participación de los sagrados misterios y a una relación amorosa y orante con Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu. ¿Acaso no deberíamos estar agradecidos por esta dedicación, deleitándonos en aquel que se deleita en nosotros?

Toda la historia de la salvación gira en torno a esta realidad. De toda la creación, la raza humana es la favorita de Dios. No es de extrañarse – y sin embargo ¡es una cosa tan maravillosa! – que él se manifieste a nosotros de tantas maneras, incluso al revelarnos la Trinidad.

La Bella Señora, también, ha emprendido grandes trabajos por nosotros. ¿Cómo podría ella olvidar las circunstancias en las que Jesús le encomendó su “pueblo”? Tampoco nosotros debemos olvidar aquel momento.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Repentinamente, pacíficamente, Pentecostés

(Pentecostés: Hechos 2:1-11; Romanos 8:8-17; Juan 20:19-23. Otras opciones son posibles.)

Con la intención de darles ánimo, San Pablo les escribe a los cristianos de Roma: “Ustedes no están animados por la carne sino por el espíritu, dado que el Espíritu de Dios habita en ustedes”. Luego se pone a compararlos con los no creyentes. “El que no tiene el Espíritu de Cristo no puede ser de Cristo.”

A manera de amonestación, una Bella Señora les habló a los cristianos en y más allá del pequeño pueblo de La Salette: “Si quiero que mi Hijo no los abandone, tengo que encargarme de rezarle sin cesar”. Ella lloró como escuchando a su Hijo decir, “No los conozco, no son de los míos”.

El Espíritu de Dios puede morar sólo en aquellos que lo reciben. El propósito de María era el de preparar los corazones para recibirlo. Esto es esencial en nuestro carisma. María nos da el ejemplo de la compasión equiparada con el perdón, advertencias con promesas, reproches con ternura, y derramando lágrimas – todo para tocar nuestro corazón y conmovernos.

Esto se hace mucho eco en lo que encontramos en la Secuencia de hoy, un magnífico texto poético compuesto hace unos ochocientos años. Invocamos al Espíritu como el “dulce huésped del alma”; él es la “templanza de las pasiones”, pero también le pedimos: “elimina con tu calor nuestra frialdad”.

En este mismo contexto rezamos: “Suaviza nuestra dureza... corrige nuestros desvíos”. El Espíritu estaba seguramente empoderando a la Santísima Virgen para que realice estas cosas en La Salette.

Expresamos con fuerza nuestra necesidad de él: “Sin tu ayuda divina no hay nada en el hombre”. Este es un resumen certero de la segunda lectura.

En los Hechos el Espíritu se describe en términos de viento y fuego, evocando la creación del universo en Génesis 1. Juan, por su parte, menciona cómo Jesús sopló sobre los apóstoles, casi como en la creación del hombre en Génesis 2, cuando Dios “modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente”.

El primero es más dinámico, el otro más íntimo (en consonancia con las palabras de Jesús, “La paz esté con ustedes” y la experiencia de algunos que han “descansado” en el Espíritu). Ambos son ofrendas de vida. Pues, así es como el Espíritu viene a nosotros, por lo tanto, démosle la bienvenida y pongámonos a su servicio.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Disposición, voluntad, capacidad

(7mo Domingo de Pascua: Hechos 7:55-60; Apocalipsis 22:12-20; Juan 17:20-26)

La muerte de Esteban quedo registrada en la primera lectura. El relato incluye esta oración: “Los testigos se quitaron los mantos, confiándolos a un joven llamado Saulo”. Este es el mismo Saulo que más tarde sería conocido como Pablo.

Esteban es venerado como un mártir cristiano. Así que puede sorprender el hecho de saber que la palabra griega original para testigo en este pasaje es martyres. ¿Cómo puede ser esto posible?

Durante el tiempo Pascual, hemos encontrado a menudo la misma palabra. Los apóstoles se presentaron a sí mismos como testigos de Cristo Resucitado, siempre martyres en griego. Eso es lo que la palabra significa. Un mártir, para nosotros es, en primer lugar, un testigo de Jesús, pero uno que derramó su sangre por el Evangelio.

Esteban dio testimonio por palabra y por imitación. Su oración al morir fue, “Señor Jesús, recibe mi espíritu... Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Jesús crucificado oró, “Padre, perdónalos”, y, más tarde, “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:34, 46).

Durante su juicio en el Sanedrín, Jesús dijo, “Verán al hijo del hombre sentarse a la derecha del Todopoderoso y venir sobre las nubes del cielo” (Mateo 26:64). Esa es la visión descrita por Esteban, que tanto enojó a su audiencia.

Saulo, también, se convertiría en un testigo fiel y perseguido. A lo largo de los siglos, ¿cuántos otros? ¿Cuántos más en el futuro por venir?

Los Misioneros de La Salette eligieron permanecer en su misión, siendo testigos de Cristo ante el pueblo, durante la guerra civil en Angola. Tres de ellos murieron en el fuego cruzado. Otros acompañaron a los refugiados en un campo de Zambia donde casi murieron de hambre. Al escribir esto, nuestros Misioneros de Polonia continúan con su misión en Ucrania a pesar de la guerra con Rusia.

La mayoría de nosotros, testigos “ordinarios” no tuvimos que hacer tales sacrificios. Pero no es suficiente con admirar el sacrificio de ellos mientras llevamos la gran noticia de la Bella Señora al mundo, por palabra y ejemplo.

Como ellos, debemos tener la disposición, la voluntad y la capacidad para llevar a cabo la misión confiada a nosotros. Si tenemos la necesaria preparación y el deseo, podemos contar con que Nuestro Señor y Nuestra Señora nos den el coraje para hacerlo.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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El Espíritu Santo y nosotros mismos

(6to Domingo de Pascua: Hechos 15:1-2, 22-29; Apocalipsis 21:10-14, 22-23; Juan 14:23-29)

La carta dirigida a los cristianos gentiles, en la primera lectura de hoy, es crucial para nuestro entendimiento de la Iglesia. La declaración que resuelve la crisis tiene como prefacio la frase: “El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido”.

Es inconcebible que los Apóstoles y los ancianos pudieran no estar de acuerdo con el Espíritu Santo. ¿Entonces por qué adjuntan su decisión a la del Espíritu Santo? Retomaremos luego este punto.

Las otras lecturas expresan ideas similares. Jesús dice, “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”. En el Apocalipsis leemos, “No vi ningún templo en la Ciudad, porque su Templo es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero”.

Todos estos textos reflejan la íntima unión entre lo humano y lo divino en la Iglesia. Nos hemos acostumbrado con razón a pensar en nosotros mismos como la Iglesia. Sin embargo, sin Jesús, sin el Padre y sin el Espíritu Santo, no nos diferenciamos de cualquier otra organización. Sin nosotros, por otro lado, Dios mora en su gloria trinitaria, pero no hay Iglesia.

La Bella Señora de La Salette les habló a cristianos que eran Iglesia, pero sólo de nombre. Muchos, al alejarse y separarse de las fuentes de la fe provista por el Espíritu Santo en los sacramentos, dejaron de ser morada o templo de Dios.

Dos expresiones en las lecturas de hoy se escuchan en cada celebración de la Eucaristía, juntas en el rito de la Comunión. Son, “La paz les dejo, mi paz les doy”, y “el Cordero”. María vino a restablecernos al estado de paz con el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo.

Ahora volvamos a la pregunta anterior. El Espíritu Santo, a quien Jesús llama “el Paráclito”, es el maestro enviado por el Padre. Nosotros la Iglesia, no podemos perdernos cuando enseñamos lo que el Espíritu Santo enseña, por medio de nuestras instituciones y estructuras, y en nuestras vidas personales. Así la decisión del Espíritu Santo es nuestra también.

La propia existencia del Laicado Saletense es una manifestación bastante reciente de esta realidad. Dejemos que el templo nuevo y santo se construya en nuestro interior mientras dejamos que el Abogado obre en nosotros para la gloria de Dios y del Cordero.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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