El Amado
(Bautismo del Señor: Isaías 40:1-11; Tito 2:11 Tito 3:7; Lucas 3:15-22)
El primer Concilio Ecuménico que tuvo lugar en el año 325 D.C., declaró enfáticamente que Jesús era el Hijo de Dios. “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero”. Los obispos reunidos en ese Concilio resumieron de esa manera las enseñanzas que habían recibido de sus predecesores, basados a su vez en la predicación de los Apóstoles y del Nuevo Testamento en su totalidad.
Ellos reflexionaron los textos como el que encontramos en el Evangelio de hoy. La voz desde el cielo dice: “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”. Este es sólo uno de muchos pasajes que indican la relación que Jesús tenía con Dios como su Padre.
Por lo tanto, la Madre de Jesús puede ser llamada, según otro Concilio en el 430 D.C., “Madre de Dios”.
En La Salette ella dirige nuestra atención hacia su Hijo. Incluso antes de pronunciar una palabra, ella nos lo muestra en el crucifijo con un brillo deslumbrante que lleva sobre su pecho. Aquí hay que repetirlo enfáticamente, Maximino y Melania dijeron que toda la luz que rodeaba la Aparición parecía fluir de aquel crucifijo. (Uno podría casi decir, en este sentido, que la Bella Señora, también era “luz de Luz”.)
Pero ella también habla de su Hijo. “Me veré obligada a soltar el brazo de mi Hijo.… los que conducen las carretas no saben jurar sin mezclar el nombre de mi Hijo”. Con todo, “mi Hijo” aparece seis veces en su discurso. Ella no dice “amado”, pero ¿Quién podría negarlo?
“Mi pueblo” aparece tres veces. De nuevo, “amado” no se usa, pero ¿Quién podría negarlo?
Una diferencia sorprendente entre la escena del Evangelio y de la Aparición, es que el Padre está “muy complacido” con su Hijo muy amado, mientras que María vino a decirnos que su Divino Hijo no estaba bien complacido con su pueblo. Ella dio ejemplos específicos que “hacen tan pesado el brazo de mi Hijo”, y describió las consecuencias pasadas y futuras de dicho comportamiento.
Pero al mismo tiempo ella ofreció unos medios muy básicos para remediar la situación. No quería privarnos de la esperanza.
Ella sabía que nuestro pecado no significa que no seamos amados. Sino ¿Para qué hubiera venido?
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Desvelando lo Obvio
(Fiesta de la Epifanía: Isaías 60:1-6; Efesios 3:2-6; Mateo 2:1-12)
A veces nos pasa que no vemos lo que está a plena vista, o no notamos lo que está frente a nosotros todos los días. Hace falta otra persona o algún acontecimiento que nos haga abrir los ojos. La Salette es ese acontecimiento, la Bella Señora es ese alguien.
Es un poco la manera en que los estudiosos a los que Herodes consultó para averiguar dónde iba a nacer el Mesías. Eran expertos. Deberíamos pensar que ya lo sabrían, pareciera que encontraron los pasajes más importantes bastante rápido. Pero aparentemente nada estaba más lejos de sus mentes que hacerse tal pregunta. Hacía falta la llegada de los Magos para orientarlos en esa dirección. Fue entonces cuando quedó removido el velo de la palabra de Dios, escondida en Miqueas 5:1 y “Samuel 5:2.
La Madre de Dios vino a la Salette a revelar, es decir, a “des-velar” (retirar el velo) lo que su pueblo ya debería haber estado viendo todo ese tiempo, es decir el lugar de Dios en sus vidas, la voluntad de Dios en sus vidas, el cuidado de Dios para con sus vidas – hasta podríamos decir, el interés que Dios tiene por sus vidas.
El Evangelio de hoy, al igual que la lectura de San Pablo, muestra a Dios extendiendo su salvación más allá del Pueblo Elegido, universalmente. La Salette nos lo muestra, en ese proceso, Dios nunca se olvida o ignora lo que es propio de cada situación. Al recordar el relato del pequeño Maximino y de su padre viendo el trigo arruinado, y luego compartiendo el pan al volver a casa, un momento sin especial importancia, pero recordado por María de todos modos.
Muchas veces me gusta decir que la preocupación de Nuestra Señora con respecto al trigo y las papas y el pan nos muestran que lo que es importante para nosotros es importante para Dios. Al mismo tiempo ella nos llama a responder de una manera que demuestre que lo que es importante para Dios, es importante para nosotros.
“Caminarán las naciones a tu luz”, le dice Isaías a su pueblo. Nosotros, también, individual y colectivamente, somos el pueblo de Dios, y podemos ser una luz, una estrella, para que, si se quiere, por medio de nosotros, otros pueden encontrar su camino (de vuelta) hacia Dios
Así la profecía de Isaías, “Tú entonces al verlo te pondrás radiante, se estremecerá y se ensanchará tu corazón” continuará su cumplimiento. Con María, nosotros podemos ser parte del desvelamiento de la presencia amorosa de Dios, que ha estado allí siempre.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
La Familia Saletense
(Fiesta de la Sagrada Familia: 1 Samuel 1:20-28; 1 Juan 3:1-2, 21-24; Lucas 2:41-52)
Ana había hecho un trato con el Señor. Si él le daba un hijo, ella se lo daría de vuelta al Señor. Y así lo hizo. El serviría en la casa del Señor. Al convertirse en miembro de la casa de Eli, el entró a formar parte de lo que podríamos llamar, la Familia del Templo.
En las escrituras, casa, familia y palabras similares se usan y se traducen de manera indistinta. Hoy me gustaría reflexionar sobre la Familia Saletense. A diferencia de las familias humanas naturales, no hemos crecido juntos. Por el contrario, vivimos en diferentes mundos: países, idiomas, culturas. Hay muchas cosas que nos separan.
Sin embargo, aquello que nos une, lo primero y lo más importante, es nuestro amor por la Bella Señora. Nos tomamos muy en serio sus palabras, tratamos de hacerlas vida en nosotros, ponemos de nuestra parte para que esas palabras sean conocidas.
Y también existe una ‘cultura saletense’ que se filtra a través de nuestras culturas locales. Para muchos, esto se resume en la Reconciliación; para otros, en la Madre que llora, o en la invitación de ‘acercarnos’, o en el desafío de recompensarle por el trabajo que ha emprendido en favor de nosotros.
En todas partes los acontecimientos políticos y de otro tipo, levantan inquietudes que tocan al corazón saletense. Por ejemplo, quién de nosotros puede ignorar el hambre y la muerte de los niños, de los cuales María habló y que todavía son una realidad en muchas partes del mundo. Cosas como estas evocan una respuesta saletense en nosotros, primero lágrimas, tal vez, pero también un deseo de acercarnos a los que sufren.
Aquí podemos leerlo de nuevo en las palabras de San Juan: “Su mandamiento es este: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos los unos a los otros como él nos ordenó”. María en La Salette nos conduce hacia una fe renovada, la cual, a su vez, especialmente por medio de los sacramentos, nutre nuestro amor por el prójimo.
Al final del Evangelio, se nos dice que María “conservaba estas cosas en su corazón”. Su venida a La Salette era precisamente, un asunto del corazón. Sin amor, su presencia y su mensaje carecen de sentido.
El niño Jesús dijo, “Debo ocuparme de los asuntos de mi Padre”. Los miembros de la Familia Saletense que van a la Santa Montaña por primera vez, con frecuencia experimentan la sensación de sentirse en casa. ¿Por qué no? Después de todo, están en la casa de su Madre.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Visitante
(4º domingo de Adviento: Miqueas 5:1-4; Hebreos 10:5-10; Luca 1:39-45)
María ha escuchado grandes noticias, y son dos. La primera, que va que ser la madre del Mesías. La segunda, que Elizabeth, una pariente anciana, ¡ya estaba en su sexto mes de embarazo! Su repuesta era ir, sin demora rumbo a la casa de Elizabeth para ayudarla. Ella que se llamó a sí misma “la servidora del Señor” se puso al servicio de su pariente.
Cuando María llegó, su saludo ya era buena noticia para a los oídos de Elizabeth, literalmente una revelación, ya que rápidamente entendió el lugar de María en el plan de Dios, y la llamó “la madre de mi Señor.”
En el nacimiento del hijo de Elizabeth, Juan, su padre Zacarías se regocija de que Dios haya visitado su pueblo, una expresión bíblica típicamente poética para decir que Dios ha intervenido en la vida y en la historia de su pueblo.
Los ángeles visitaron a los pastores con “una buena noticia, una gran alegría”, los pastores fueron a visitar a la Sagrada Familia en el establo, más tarde los magos hicieron lo mismo.
Especialmente por medio de los misioneros, la Iglesia “visita” a muchos pueblos, llevando las buenas noticias a las que llamamos la “Buena Nueva de Cristo Jesús.”
A menudo llamamos a María de La Salette la “Visitante celestial”. Ella también “visitó a su pueblo” trayendo lo que ella misma llamó “una gran noticia”. Las noticias no eran sólo para los dos niños a quienes se les apareció, ya que ella les dijo – dos veces: “se lo dirán a todo mi pueblo.”
Los niños sí que lo hicieron conocer a todos los que estaban dispuestos a escucharlos. Luego, en 1852, apenas a 6 años después de la Aparición, el Obispo de Grenoble fundó a los Misioneros de La Salette para el mismo propósito, y en 1855 su sucesor afirmó claramente que la Iglesia estaba asumiendo la misión que originalmente fue confiada a los niños.
“La Iglesia” significa que tanto los obispos, quienes tienen la primera responsabilidad de velar para que la Buena Noticia se transmita de manera fiel de una generación a la otra, y los fieles cristianos quienes comparten “su” buena noticia, de cómo tanto el Evangelio y, en el caso de la Bella Señora, la “Gran Noticia” de La Salette, ha tocado sus vidas con la paz.
Miqueas dice del Mesías: “¡Él mismo será la paz!” Nuestro mundo aún necesita ese Visitante.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
No Temo
(3er Domingo de Aviento: Sofonías 3:14-18; Filipenses 4:4-7; Lucas 3:10-18)
En cierto sentido, las palabras más importantes dichas por la Bella Señora de La Salette fueron las primeras: “Acérquense hijos míos, no tengan miedo”. Sin estas palabras el resto del mensaje no hubiera podido nunca ser escuchado.
Nos gusta tener tales garantías, porque las necesitamos. Son abundantes en las Escrituras de hoy. En Sofonías:” ¡No temas, que no desfallezcan tus manos!” en San Pablo: “No se angustien por nada”. Y en nuestro salmo responsorial, que no es del libro de los Salmos sino de Isaías 12: “Yo tengo confianza y no temo”
En el Evangelio Juan el Bautista anima a sus oyentes a ser generosos en el compartir, evitar la codicia, ser honestos, estar satisfechos con lo que tienen. Estas son maneras excelentes para reducir el estrés y la ansiedad en la vida.
Pero luego viene el sobresalto. El Bautista adopta un tono más ominoso al predicar sobre aquel que ha de venir después de él. “Tiene en su mano la horquilla para limpiar su era y recoger el trigo en su granero. Pero consumirá la paja en el fuego inextinguible”.
Lucas entonces concluye., “Por medio de muchas otras exhortaciones, (Juan) anunciaba al pueblo la Buena Noticia”. La Buena Noticia no es siempre algo agradable.
Cualquier orador público sabe que hace falta encontrar diferentes maneras para llegar a la gente. Mientras variada sea la audiencia - adultos, adolescentes y niños, diferentes culturas o niveles de educación, etc., - más difícil es la tarea. Tiene que haber algo para todos.
La Santísima Virgen entendió esto. En primer lugar, ella tenía que aclarar que está de parte nuestra. (“No tengan miedo… ¡Hace tanto tiempo que sufro por ustedes!), y luego se sintió libre para decir otras cosas que su pueblo necesitaba escuchar. Algunas personas responderían más a sus advertencias, otras a sus promesas, otras también a sus lágrimas, o a su preocupación por el bienestar de su pueblo.
Muy a menudo nosotros señalamos que la “gran noticia” de María es como la “Buena Noticia”, no solamente en su contenido sino hasta en su estilo.
Nada de esto quiere decir que necesitemos vivir en el temor. Si el llamado nos llega de las Escrituras o de La Salette, podremos decir “Yo tengo confianza y no temo.”
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Dios se Acuerda
(2º Domingo de Adviento: Baruc 5:1-9; Filipenses 1:4-11; Lucas 3:1-6)
Al final de su Aparición, Nuestra Señora de La Salette se elevó por encima de los niños, al momento en que Maximino intentó agarrar una de las rosas que rodeaban sus pies. Ella parecía mirar hacia un punto en el horizonte en el que uno podría ver más allá de las montañas circundantes.
Lo que me hizo pensar en esto es una frase en nuestra primera lectura: “Sube a lo alto y dirige tu mirada hacia el Oriente: mira a tus hijos reunidos desde el oriente al occidente por la palabra del Santo, llenos de gozo, porque Dios se acordó de ellos”
No voy a afirmar que María estaba pensando precisamente en este texto de Baruc, pero, aun así, la coincidencia es casi perfecta. Fue seguramente una visión esperanzadora como aquella que le inspiró a venir a honrarnos con su presencia.
Y hay más. Devotos como somos de la Bella Señora, nuestros corazones están en sintonía con los temas de la aflicción, gloria, paz, piedad, misericordia, y justicia, todo esto se encuentra también en la misma lectura.
Lo que me conmueve más poderosamente es la imagen de los hijos de Jerusalén regresando a su tierra “llenos de gozo, porque Dios se acordó de ellos.” Un pensamiento similar se expresa en el Salmo 136:23, “en nuestra humillación se acordó de nosotros, ¡porque es eterno su amor!”
Un pasaje muy famoso de Isaías 49 dice lo mismo, pero desde una perspectiva negativa. “Sion decía: «El Señor me abandonó, mi Señor se ha olvidado de mí». ¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!”
San Pablo escribe a los Filipenses, “Dios es testigo de que los quiero tiernamente a todos en el corazón de Cristo Jesús.” Él no sólo aspira a estar con ellos, sino que les desea toda clase de bienes espirituales. El encuentro con Dios es la meta.
Juan el Bautista es el cumplimiento de la profecía de Isaías, enviado a preparar al pueblo de Dios para un encuentro así. María en La Salette continúa la misma tradición.
Para facilitar el encuentro, necesitamos remover cualquier obstáculo que pudiera impedir o retrasarlo. Si podemos regocijarnos de que Dios se haya acordado de nosotros, tal vez entonces nunca podremos olvidarnos de él.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Estén Prevenidos
(1er Domingo de Adviento: Jeremías 33:14-16; 1 Tes. 3:12-4:2; Lucas 21:25-36)
La vigilancia es como la atención o la observación, pero añadiéndole un elemento de persistencia y urgencia. Cuando estamos vigilantes, ponemos mucho cuidado en no dejar que algo se nos escape o pase desapercibido. Estamos ansiosos por ver lo que se viene, ya sea algo malo para poder evitarlo, o algo bueno para acogerlo con agrado.
Comenzando veinte versículos antes del texto de hoy, Jesús predice varios acontecimientos terribles, haciendo énfasis en las dificultades que van a provocar. Después de todo aquello añade: “Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación”.
Esto da vuelta nuestras expectativas. ¿Puede el mal ser un presagio del bien? ¿Puede el hambre y los otros problemas mencionados por María en La Salette, por ejemplo, llevarnos realmente a tener esperanza? La respuesta es sí, si nos mantenemos lo bastante vigilantes como para ver no sólo los acontecimientos, sino sus significados.
La gente de los alrededores de La Salette se mantenía vigilante para sentirse segura, pero los signos que observaba tenían que ver con el clima y sus efectos sobre sus cultivos. Sabía que la hambruna se aproximaba. Pero Nuestra Señora resalta el hecho de que su pueblo no llegara a entender la ‘advertencia’, un año antes, con respecto a la plaga en las papas. “Al contrario, cuando encontraban las papas arruinadas, juraban, mezclando el nombre de mi Hijo”.
El Día del Señor puede inspirar esperanza o temor, dependiendo de nuestra actitud. En nuestra lectura de Jeremías (un profeta de fatalidades si alguna vez hubo alguno) encontramos que “aquellos días” están repletos de esperanza y de alegría. En 1era de Tesalonicenses, San Pablo comenta ampliamente sobre esto: Ustedes saben perfectamente que el Día del Señor vendrá como un ladrón en plena noche… No nos durmamos, entonces, como hacen los otros: permanezcamos despiertos y seamos sobrios. (1 Tes 5:2,6).
En nuestra segunda lectura, San Pablo exhorta a los Tesalonicenses, quienes ya están en camino de agradar a Dios, a que “hagan mayores progresos todavía.”
Esta es también una forma de vigilancia. Mientras más intensa sea nuestra relación con el Señor, más podremos llegar ver lo que él quiere. La Salette nos orienta en esa dirección. Lo mismo hace la Iglesia en este tiempo de Adviento. No nos equivocamos a la hora de reconocer que llega la Navidad, pero no debemos dejar de lado su más profundo significado.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Una Casa Santa
(Fiesta de Cristo Rey: Daniel 7:13-14; Apocalipsis 1:5-8; Juan 18:33-37)
“La santidad embellece tu Casa, Señor, a lo largo de los tiempos”, declara el salmista. Esta declaración de hechos es también un compromiso de preservar la santidad de la casa de Dios, especialmente si hablamos de ‘casa’ en el sentido de ‘hogar’, el espacio donde están todos los de una familia.
Esto exige integridad, el esfuerzo por ser lo que sabemos estamos llamados a ser como cristianos. En el Apocalipsis Jesús es llamado “el Testigo fiel” y es así como lo vemos frente a Pilato. El declara: “Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz”. El verdadero discípulo de Cristo hace lo mismo.
Cuando Nuestra Señora de La Salette les dijo a Maximino y a Melania que hicieran conocer su mensaje a “todo mi pueblo”, ellos se convirtieron en testigos fieles. Nadie quedó excluido; los niños fueron, por decirlo así, a muchos rincones y recovecos, y hablaron con todos que los escuchaban.
La verdad de la cual ellos daban testimonio era específica, limitada a lo que habían visto y oído montaña arriba del pueblito de La Salette: cosechas arruinadas, la infidelidad del pueblo, falta de respeto por las cosas de Dios, como también del importantísimo hecho de que la conversión es siempre posible. La luz de la fe puede entrar a través de la más pequeña rendija del corazón o de la mente.
En la visión de Daniel, “A uno como Hijo de hombre le fue dado el dominio, la gloria y el reino, y lo sirvieron todos los pueblos, naciones y lenguas. Su dominio es un dominio eterno que no pasará, y su reino no será destruido”
María usa la imagen del Brazo de su Hijo como una expresión de su dominio, pero otras partes del mensaje hacen eco en las palabras acerca de Jesús en el Apocalipsis, “Aquel que nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre, e hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre”. Él es el Alfa y la Omega, principio y fin, buscando siempre y en todo lugar a aquellos que pertenecen a la verdad y escuchan su voz.
Aceptar su dominio es un acto de sumisión – no de denigración -, pero con genuina humildad, buscando el remedio para los males que nos causamos a nosotros mismos. Él está deseoso de bendecirnos con la paz y hacernos santos.
La Bella Señora ansía hacernos entrar de una manera más completa en la casa de Dios, para que su pueblo pueda ser aún más y verdaderamente el Pueblo santo de Dios. Porque la santidad debe embellecer su Casa a lo largo de los tiempos.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Como las Estrellas
(33er Domingo del Tiempo Ordinario: Daniel 12:1-3; Hebreos 10:11-18; Marcos 13:24-32)
¿Te gustaría ser una estrella? El profeta Daniel nos dice cómo: “Los que hayan enseñado a muchos la justicia brillarán como las estrellas, por los siglos de los siglos”.
Por supuesto, si vamos a guiar a otros en la justicia, nosotros mismos necesitamos caminar en ella. ¿Podemos encontrarla por nuestra propia cuenta? No. En el acto de confianza expresado en el salmo responsorial también ponemos nuestra esperanza. “Me harás conocer el camino de la vida”
Esto me trae a la memoria la Consagración a Nuestra Señora de La Salette. La oración concluye pidiendo de ella “iluminar mi entendimiento, dirigir mis pasos, consolarme con su protección maternal, para que exento de todo error, resguardado de todo peligro de pecado, fortalecido en contra de mis enemigos, pueda yo, con ardor e invencible valentía, caminar en los senderos señalados para mípor ti y por tu Hijo.”
El propósito de María al venir a La Salette se resume bellamente en esta oración. Muchos peregrinos en la Santa Montaña expresan el mismo pensar realizando el gesto simbólico de seguir literalmente el sendero por el que caminó la Bella Señora desde donde por primera vez la vieron los niños hasta el lugar en que se puso de pie y habló con ellos, y luego subiendo la colina empinada hasta el lugar desde el cual se elevó en el aire y desapareció de la vista.
Así como el tomar agua de la fuente milagrosa, este movimiento físico realizado en oración es un compromiso de vivir en la luz de La Salette, la cual simplemente refleja la luz del Evangelio.
Mirando el Evangelio de hoy, uno podría estar inclinado a comparar la descripción apocalíptica del final de los tiempos con las advertencias proféticas de Nuestra Señora de La Salette. No es incorrecto hacerlo, pero debemos ir más allá con esa comparación. La esperanza que María ofrece—no sólo con respecto a una abundancia futura sino también con su atento cuidado maternal—es mantenernos en la promesa de Jesús de que “él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales”.
Ser su elegido no significa que seamos perfectos. Si alguna vez llegamos a ser perfectos será obra del Señor”, porque con una sola ofrenda el hizo perfectos para siempre a los que están siendo consagrados.
El mismo Dios que hizo las estrellas en los cielos, puede hacer estrellas en la tierra. A esos los llamamos santos.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
El Sacrificio
(32do Domingo del Tiempo Ordinario: 1 Reyes 17:10-16; Hebreos. 9:24-28; Marcos 12:38-44)
La vida de una viuda era muy dura. 1 Timoteo 5, ofrece una serie de preceptos para el cuidado de las viudas; Éxodo 22:21 dice. “No harás daño a la viuda ni al huérfano.”
La viuda pobre del Evangelio de hoy, como mucha gente de su tiempo, probablemente recibía cada día su pago por cualquier trabajo que podía encontrar. Pero, en lugar de quedarse con un poco, ella decidió, en esta ocasión poner todo lo que tenía, una minucia comparada con lo que otros ponían en el tesoro del templo.
Si ella no hubiera hecho eso, su contribución hubiera pasado desapercibida. Sin embargo es famosa, porque su acción fue notable, ponderada por el mismo Jesús. Jesús no sacó una moraleja, y por eso nosotros somos libres de emitir una. Mínimamente quiere decir que cualquier cosa que hagamos desde una actitud de fe generosa tiene un significado para Dios.
En la segunda lectura de hoy leemos que Jesús, por medio de su sacrificio, quitó los pecados de muchos. Si no hubiese sido por su resurrección, su sacrificio en la cruz pudo haber pasado desapercibido por la historia. Desafortunadamente, con el tiempo, en muchas partes del mundo cristiano, su importancia llegó a darse por sentada, si no es que se olvidó.
En 1846, ella, que estuvo de pie bajo la cruz vino a una montaña en Francia. Dos inocentes niños recibieron un mensaje para recordarle al pueblo al que ellos pertenecían – Su pueblo – cuán lejos se habían apartado, cuan poco entendieron el valor de lo que fue alcanzado para ellos por su Hijo, el cual, “después de haberse ofrecido una sola vez para quitar los pecados de la multitud, aparecerá por segunda vez, ya no en relación con el pecado, sino para salvar a los que lo esperan”
Recientemente leí uno de los grandes clásicos cristianos, El Progreso del Peregrino de John Bunyan. Una peregrina de nombre Cristiana, aprendiendo acerca del sacrificio de Jesús y el perdón que conlleva, exclama: “Mi corazón está traspasado de dolor al pensar que Él derramase su sangre por mí. ¡Oh Salvador amante! ¡Oh Cristo bendito! Tú mereces poseerme, pues me has comprado; mereces poseerme enteramente, porque has pagado diez mil veces más de lo que valgo”
Con certeza, nosotros nunca podremos devolver en su totalidad el precio que fue pagado por nosotros. Nuestra primera respuesta podría ser de lamentarnos, pero luego nos viene la gratitud, y después el deseo de dar a cambio lo que podamos, no importa cuán grande, no importa cuán pequeño.