¿No se dan cuenta?
(5to Domingo de Cuaresma: Isaías 43:16-21; Filipenses 3:8-14; Juan 8:1-11)
La mujer en el Evangelio de hoy era culpable. La ley la condenaba a muerte. Cualquier muestra de arrepentimiento no le serviría de nada.
EL pueblo judío, al que Isaías le habla en la primera lectura, se encontraba en el exilio a causa de sus muchos pecados. ¡Si tan sólo hubieran sido capaces de recordar su deuda con Dios por haber liberado a sus ancestros de la esclavitud y haberlos hecho atravesar el Mar Rojo!
Pablo se dio cuenta demasiado tarde “del inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor”. Nunca pudo deshacer el daño que había causado al perseguir a la Iglesia.
Muchos cristianos en 1846 se habían olvidado de la historia de su salvación. El Hijo de Dios, por amor al mundo, se entregó a sí mismo a la muerte. Pero igualmente algunos invocaban su nombre solamente cuando maldecían las papas podridas y el azote del hambre que amenazaba.
Hacía falta una Bella Señora que los llevara de regreso a una vida de fe. Sí, sus palabras eran reproches, pero ella no vino a condenar a su pueblo. Una alternativa al castigo estaba disponible.
Pablo debió sufrir mucho por la causa de Cristo. Aquello no era un castigo. El halló plenitud en “participar de sus sufrimientos, hasta hacerme semejante a él en la muerte”.
Isaías le dio seguridad a su pueblo al decirles que una señal aun mayor que la del paso del Mar Rojo le aguardaba, y más pronto de lo que pensaban. “Ya está germinando, ¿no se dan cuenta?”
Bastante más destacable es el resultado en el caso de la mujer en el Evangelio. No solamente era algo inesperado, ¡era imposible! Jesús está diciendo, en efecto, “Yo estoy haciendo algo nuevo, algo nunca antes visto, algo revolucionario. ¿Pueden percibir esto?”
La Salette nos ayuda a ver esta gran maravilla, no solamente para aplicarla a nosotros mismo mientras nos esforzamos por vivir vidas reconciliadas, sino también para adoptarla como una metodología al interactuar con el mundo moderno.
Isaías, Pablo, María y especialmente Jesús nos invitan a tener un corazón bien dispuesto a la conversión. No pospongamos aquel momento en que escucharemos aquellas dulces palabras, “Yo tampoco te condeno”.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.