Una fe imperfecta
(Segundo Domingo de Pascua: Hechos 4:32-35; 1 Juan 5:1-6; Juan 20:19-31)
El final del capítulo 4 de los Hechos de los Apóstoles retrata una imagen de los primeros cristianos como una sociedad perfecta. El capítulo 5 sin embargo, comienza con el relato de una pareja que intentó perpetrar un fraude dentro de la comunidad, y el capítulo 6 describe las disputas sobre la distribución de las donaciones entregadas a los apóstoles.
Y en el Evangelio, encontramos a Tomas negándose a confiar en los otros apóstoles.
No es mucha sorpresa. Aun hoy hay fuertes diferencias en las opiniones, y a veces hasta conflictos entre los cristianos. Esto ha resultado en divisiones trágicas.
Estamos divididos entre nosotros porque estamos divididos en nuestro propio interior. En otras palabras, todos nosotros estamos – y cada uno de nosotros está – en constante necesidad de conversión y reconciliación. Ninguno de nosotros será capaz de decir nunca, ahora soy perfecto. Pero la ayuda está siempre disponible.
La comunidad cristiana en Hechos recibió la gracia que necesitaba para superar situaciones peligrosas en contra de la unidad. Tomás recibió del mismo Jesús la ayuda que necesitaba en ese su momento de crisis.
Las primeras grandes divisiones en la Iglesia habían comenzado en el siglo cuarto, sobre temas de doctrina. ¿Era Jesús realmente Dios? ¿Qué es lo que la Iglesia cree a cerca del Espíritu Santo? El Credo Niceno se remonta a aquellos tiempos.
Dando un salto hasta 1846. La Gracia de La Salette fue dada a la Iglesia como respuesta ante un nuevo peligro, mucho peor que las diferencias doctrinales. A la gente le dejó de importar dichas cosas. Se volvieron indiferentes a la doctrina, a los mandamientos y a la práctica de su fe, ya sea rechazándolo todo directamente o simplemente haciéndose a un lado.
María tenía razón en preocuparse por el impacto que todo esto tendría sobre su pueblo. El pueblo no podía darse el lujo de cortar la relación con su Hijo, el Salvador.
En la Misa, antes del signo de la paz, rezamos, “No tengas en cuenta nuestros pecados sino la fe de tu Iglesia.” Nuestros pecados y la fe de tu Iglesia se refieren al mismo grupo de gente. Somos pecadores, somos Iglesia. Estas dos cosas no se excluyen la una a la otra.
Por más imperfecta y débil que nuestra fe pueda ser, es real y puede crecer si se lo permitimos. Esa es la esperanza de la Bella Señora – y nuestra también – cuando nos llama a la reconciliación.