La Llave y la Clave
(21er Domingo Ordinario: Isaías 22:19-23; Romanos 11:33-36; Mateo 16:13-20)
Como de costumbre, hay una clara conexión entre la primera lectura y el Evangelio. Se encuentra en el simbolismo de las llaves. Eliaquím recibirá las llaves de Sebna; Jesús confía las llaves del reino de los cielos a Pedro.
A primera vista esto podría sonar a un premio que Pedro se ganó por haber dado la respuesta correcta a la pregunta, “Ustedes, ¿quién dicen que soy?” Nada está más lejos de la verdad. Es el Padre quien se lo ha revelado.
Así como esta pregunta se levanta de generación en generación, es necesario que nosotros mismos también la respondamos. La respuesta de Pedro no es evidente por sí misma. ¿Qué es lo que uno tiene que hacer al sentirse rodeado de gente que se burla de nuestra religión? Tal vez esto forma parte de lo que San Pablo se refiere al hablar de los “designios insondables y caminos incomprensibles” de Dios. Pero ¿cuál es la clave para mantener nuestra paz interior?
En La Salette, Nuestra Señora habló justamente de dicha situación. Los pocos fieles se estaban volviendo cada vez más pocos, en un mundo agresivamente anticlerical. La llave ofrecida por María es aquella que colgaba de su cuello: la imagen de su Hijo crucificado.
Ella enfatizó la importancia de nuestra relación con Jesús, y con la cruz sobre la que su hijo murió por nosotros. Lejos de vilipendiar su nombre, estamos llamados a proclamarlo de palabra y acción, “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Esto significa vivir fielmente y, sí, siendo discípulos felices.
Jesús le dijo a Pedro, “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella”. Mientras no se trate de construirnos una fortaleza mental infranqueable, esta promesa es una fuente de consuelo.
Hay otro estimulo en el Salmo de hoy: “El Señor está en las alturas, pero se fija en el humilde”. Lo mismo que Maximino y su padre al volver a casa desde las tierras de Coin, su ojo atento nos ve.
Con María podemos rezar sin cesar. Podemos hacer nuestro el ultimo versículo del Salmo: “Tu amor es eterno, Señor, ¡no abandones la obra de tus manos!” Aun si nada cambia, podemos llegar a ser lo que Isaías llama “una estaca en un sitio firme”, inquebrantables en nuestra fe.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.