El Señor Proveerá
(28vo Domingo Ordinario: Isaías 25:6-10; Filipenses 4:12-20; Mateo 22:1-14)
En la primera lectura sólo hay que echar una mirada a todas las cosas que Dios promete aprovisionar a su pueblo. La figura de manjares suculentos y vinos añejados es tan tentadora, casi podría distraernos de todo lo demás.
Hay tanto más: “el destruirá la Muerte para siempre; enjugará las lágrimas de todos los rostros, y borrará sobre toda la tierra el oprobio de su pueblo”. Vemos que en cada caso la intervención de Dios es definitiva, completa.
Así también en el Salmo de hoy, se resume la realidad desde nuestra perspectiva: “Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque Tú estás conmigo”.
Y aun así, parece que hoy en día estas imágenes han perdido su atractivo. Es como los invitados a la boda que no solo no quisieron venir a la fiesta, sino que abusaron de los mensajeros. Cuan desalentador puede ser esto para los creyentes el ver disminuir sus números.
En 1846, el legado anticlerical de la Revolución Francesa aún era fuerte. Ese era el contexto de la Aparición de María en La Salette. Recriminando a su pueblo, ella esperaba removerlo de su culpa; hablando de la muerte de niños pequeños, ella esperaba que su pueblo volviese a confiar en Aquel que ha destruido la muerte para siempre.
Es una cosa, como San Pablo, saber vivir tanto en las privaciones como en la abundancia, materialmente hablando. Mucha gente sabe arreglárselas. Pero es otra cosa muy distinta privarnos de lo que el Señor nos ofrece. San Pablo hace una promesa tan maravillosa como la de Isaías: “Dios colmará con magnificencia todas las necesidades de ustedes, conforme a su riqueza, en Cristo Jesús”.
Esto necesita principalmente una cosa: el traje de fiesta, que es la fe. Y la fe viva que la Bella Señora desea hacer renacer en nosotros nos hará capaces de hacer las tres cosas que ella nos pide: convertirnos, rezar bien, y hace conocer su mensaje.
La conversión incluye, pero no está restringida al hecho de acercarnos de nuevo a los Sacramentos. Si recordamos los siete pecados “Capitales” podemos pedirle al Señor que “ilumine nuestros corazones”, para que podamos discernir las virtudes y los comportamientos que necesitamos cultivar personalmente, “para que podamos valorar la esperanza a la que hemos sido llamados”.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.