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P. René Butler MS - 20mo Domingo Ordinario - El Lamento de María

El Lamento de María

(20mo Domingo Ordinario: Jeremías 38:4-10; Hebreos 12:1-4; Lucas 12:49-53)

Típicamente en el libro de Jeremías se encuentran lamentos. El libro de las Lamentaciones tradicionalmente se atribuye a él, y ningún otro profeta se había opuesto tanto a su misión o llegó a ser tan infeliz en su vocación como él.

Partes del mensaje de Nuestra Señora de La Salette tienen el toque de Jeremías. Ella se queja de la aparente inutilidad de sus esfuerzos en favor de su pueblo: “…y ustedes no hacen caso’.

En Jeremías 14:17 leemos: “Que mis ojos se deshagan en lágrimas, día y noche, sin cesar, porque la virgen hija de mi pueblo ha sufrido un gran quebranto, una llaga incurable”. Del mismo modo la Bella Señora llora por su pueblo – pero también por su Hijo crucificado, cuya imagen lleva sobre su corazón.

La cruz era un instrumento no sólo de tortura sino de vergüenza, tal como la carta a los Hebreos lo afirma muy claramente: “Soportó la cruz sin tener en cuenta la infamia”.

Crucificado junto a verdaderos criminales cerca de una de las entradas a la ciudad, indefenso, objeto de burla, desnudo ante los ojos de los transeúntes, Jesús sufrió de humillaciones que difícilmente podemos imaginar. Esto era parte del bautismo que tenía que recibir, del cual leemos en el evangelio.

La imagen de Cristo crucificado es el símbolo más poderoso del amor de Dios por nosotros. Pero Jesús mismo reconoció que muchos lo rechazarían, y que la fe en él traería la división. Esto no es menos cierto hoy que en aquel entonces.

Tal vez esta es la razón por la cual muchos cristianos llevan una cruz, “el emblema del sufrimiento y de la vergüenza” como dice un famoso himno norteamericano. Sabemos que no somos dignos de este gran don ganado por Jesús en nuestro favor. El soportó la cruz, y no hay que tener vergüenza en ser discípulo suyo.

Maximino dijo que lo primero que pensó al ver a la Señora fue que había sido maltratada y huyó a la montaña para “llorar su dolor”. Sí, los ojos de María se llenaron de lágrimas en La Salette. Vivamos de tal manera que podamos consolar su afligido corazón. 

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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