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P. René Butler MS - Santísima Trinidad - Fe, Paz, Gracia, Esperanza

Fe, Paz, Gracia, Esperanza

(Santísima Trinidad: Proverbios 8:22-31; Romanos 5:1-5; Juan 16:12-15)

En su oración un asombrado salmista le pregunta a Dios, ¿Qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides? Esta es una pregunta muy importante, que nos deberíamos hacer de nuevo al leer las últimas palabras de la primera lectura, cuando la Sabiduría, la colaboradora de Dios en la creación, declara, “Mi delicia era estar con los hijos de los hombres”.

Podríamos hacernos la misma pregunta acerca de Nuestra Señora de La Salette. ¿Por qué le deberíamos importar? ¿Por qué se ocupa tanto de nosotros, cuando ella misma nos dice que nunca podríamos recompensarle? Y fue obvio en su aparición que ella no sintió alegría por su pueblo, sino un motivo para llorar.

¿Qué tiene que ver esto con la Trinidad? El Hijo de Dios, su Hijo, es visible sobre el pecho de María. El Espíritu, que como Jesús dice en el Evangelio, “los introducirá en toda la verdad” puede ser percibido en el mensaje y en la misión de los niños. Y es, por supuesto, el Padre, no María, el que santificó el séptimo día y se lo reservó para sí mismo.

Aquellas conexiones, sin embargo, no son necesariamente las más importantes. La segunda lectura puede ser aún más relevante. Pablo, inspirado por el Espíritu, escribe: “Justificados por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por Él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por Él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios”.

María vino a revivir nuestra fe y nuestra esperanza, a restaurar nuestra paz, y a renovar nuestro acceso a la gracia, al llevarnos de nuevo a la participación de los sagrados misterios y a una relación amorosa y orante con Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu. ¿Acaso no deberíamos estar agradecidos por esta dedicación, deleitándonos en aquel que se deleita en nosotros?

Toda la historia de la salvación gira en torno a esta realidad. De toda la creación, la raza humana es la favorita de Dios. No es de extrañarse – y sin embargo ¡es una cosa tan maravillosa! – que él se manifieste a nosotros de tantas maneras, incluso al revelarnos la Trinidad.

La Bella Señora, también, ha emprendido grandes trabajos por nosotros. ¿Cómo podría ella olvidar las circunstancias en las que Jesús le encomendó su “pueblo”? Tampoco nosotros debemos olvidar aquel momento.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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