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Profetas todos

(26to Domingo Ordinario: Números 11:25-29; Santiago 5:1-6; Marcos 9:38-48)

En el rito del Bautismo, somos ungidos con el santo crisma, un aceite que simboliza que ahora somos uno con Cristo, el ungido como Sacerdote, Profeta y Rey.

El sacerdocio de los fieles significa que hemos sido hechos dignos de ofrecer una verdadera adoración. ¿Pero de qué modo somos profetas? ¿Puedes verte a ti mismo como profeta hoy? ¿Te muestras ansioso, como Isaías, o, como Jonás, listo para escapar?

En la primera lectura se nos dice. “El Señor tomó algo del espíritu que estaba sobre él (Moisés) y lo infundió a los setenta ancianos. Y apenas el espíritu se posó sobre ellos, comenzaron a hablar en éxtasis”. ¿Qué exactamente hicieron? No lo sabemos; pero sea lo que fuere, fue obra del mismo espíritu que Dios había dado a Moisés.

Si hubiesen hablado, seguramente habría sido para el bien de los demás, proclamando la voluntad de Dios y sus maravillas. María, la llena de gracia desde el momento de su concepción, estuvo presente con los Apóstoles en Pentecostés. ¿Quién pudiera estar más dispuesta que ella a la acción del Espíritu?

Ella fue impulsada por el Espíritu — ¿Seriamos capaces de dudarlo? — a venir a La Salette con un rol profético. Ella compartió un poco de su espíritu con aquellos niños que no tenían ninguna preparación para la misión que les había confiado, para que pudieran dar a conocer el mensaje desafiante y alentador de la reconciliación y de la conversión, para que todo su pueblo pudiera volver a su Hijo Crucificado.

En el Evangelio, Jesús no se atribuye a sí mismo su propio poder. Su actitud, “el que no está contra nosotros, está con nosotros”, es parecida a la de Moisés en la primera lectura: “¡Ojalá todos fueran profetas en el pueblo del Señor!”.

El Salmista ora, “Presérvame, además, del orgullo, para que no me domine”. En el bautismo renunciamos a Satanás y a todas sus obras. Pero, para un profeta no es suficiente con ser inocente. Tenemos que vivir el mensaje que proclamamos. Debemos ser fieles compartiendo el espíritu que nos ha sido dado.

Como laicos saletenses, Hermanas y Misioneros, hemos recibido el espíritu de la Bella Señora. Profetizamos de muchas y variadas maneras. ¿Podemos ser tan atrevidos como para insinuar que el escribir estas humildes reflexiones semanales podría tener algo que ver con semejante obra misionera?

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Donde Fluyen las Bendiciones

(Fiesta de La Salette: Génesis 9:8-17; 2 Corintios 5:17-20; Juan 19:25-27)

Queridas hermanas y queridos hermanos de La Salette, están leyendo esto el mismo día 19 de septiembre o cerca de esta fecha, en el centésimo septuagésimo quinto aniversario de la Aparición de Nuestra Señora de La Salette. Desafortunadamente, el espacio con el que contamos por este medio nos queda pequeño para poder expresar todo lo que hay en nuestros corazones, pero una mano en el pecho, deseamos que participen de las abundantes bendiciones que fluyen sobre nosotros desde la Santa Montaña.

Las bendiciones tienen su fuente en el Monte Calvario, la escena del Evangelio. Allí, María lloró seguramente viendo cómo los enemigos de Jesús le apuntaban con el dedo en actitud vengativa, mientras que en La Salette sus lágrimas se derramaban al ver la falta de respeto por el nombre de su Hijo y por la actitud burlesca de su pueblo con relación a los Sacramentos.

Solo uno de los discípulos de Jesús se quedó a su lado. Los demás huyeron despavoridos, o quizá, decepcionados. ¿Qué ambiciones se les truncaron aquel día? Y sin embargo fue él el que les dijo, “El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos” (Marcos 9:35). La Santísima Virgen, quien en la alborada de nuestra salvación se refirió a sí misma como la servidora del señor, en este tiempo nos habló de las penas que tiene que pasar por nosotros.

En la segunda lectura, San Pablo escribe, “Les suplicamos en nombre de Cristo: déjense reconciliar con Dios. Talvez no haya otro pasaje de la escritura que evoque a La Salette tan poderosamente. María habla de ciertos pecados cometidos por su pueblo, pero estos son sólo ejemplos. Fue la inclinación al mal que hay en el corazón humano en primer lugar lo que hizo que Dios destruyera a los mortales, pero luego tuvo piedad e hizo un pacto de paz con ellos, en la primera lectura.

Todos nos vemos lidiando algunas veces con el orgullo, la ira, la codicia, y el resto de los pecados mortales. Si somos responsables con los niños, tratamos de formarlos, mientras son inocentes, en las virtudes de la humildad, la paciencia, la generosidad, etc.; pero también sabemos cuán importante – y difícil – es enseñar con el ejemplo.

La reconciliación tiene su punto de partida en nuestra vida, pero no termina allí. Muchas veces necesita renovarse con una buena oración y por medio de los sacramentos. No debemos desalentarnos, porque hay una Bella Señora que une sus lágrimas a la sangre de su hijo que fluye desde el Calvario, derramando bendiciones de esperanza y misericordia sobre nosotros a pesar de nuestra condición de pecadores.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Repensar

(24to Domingo Ordinario: Isaías 50:5-9; Santiago 2:14-18; Marcos 8:27-35)

Si ya has leído las lecturas de hoy, tenemos un acertijo para ti. ¿Cuántas partes del cuerpo puedes recordar que hayan sido mencionadas en la primera lectura y en el Salmo? Retomaremos este punto más adelante.

En el Evangelio, después de haber escuchado los rumores que circulaban acerca de él, Jesús pregunta a sus discípulos, Y ustedes, ¿quién dicen que soy Yo?”. Pedro responde por todos, “Tu eres el Mesías”, es decir: el Cristo, el Ungido. Este es un momento clave en sus vidas. Desde ahora Jesús tiene que prepararlos para lo que se viene. Él está a punto de comenzar su último viaje a Jerusalén, y les dice que tienen que repensar sus ideas mesiánicas.

¡Pedro se sorprende! Su reacción, aunque equivocada, es comprensible. Palabras como “sufrir... ser rechazado... ser condenado a muerte” no van con la descripción del “Mesías”. Jesús podría haber añadido: “Ofreceré mi espalda a los que me golpeen y mis mejillas, a los que me arranquen la barba, no retiraré mi rostro cuando me ultrajen y escupan”, parafraseando a Isaías.

María en La Salette entre lágrimas nos ofrece una respuesta a la pregunta de Jesús. Él es su Hijo, que es el Cristo, el Ungido, el Mesías. Sin embargo, el gran crucifijo, acompañado del martillo y la tenaza, nos lo muestra no en la majestad de su poderío sino en la imagen golpeada y resquebrajada del amor redentor.

El texto de Isaías para hoy nos invita a revisar nuestro entendimiento acerca del sufrimiento y de la humillación. Sin importar lo que tengamos que enfrentar como cristianos, también podemos decir, “El Señor viene en mi ayuda: por eso, no quedé confundido”.

Volviendo al acertijo que dio inicio a esta reflexión, la respuesta es seis: oído, espalda, mejilla, rostro, ojos y pies. En la Biblia, las partes del cuerpo son con frecuencia una forma poética de decir “yo”, ej. “mis ojos han visto”.

Santiago les dice a sus lectores que hay que mirar con otros ojos el significado de la fe. Es algo a la vez interno y externo. “por medio de las obras, te demostraré mi fe”, escribe. Un poema atribuido a Santa Teresa de Ávila lo presenta así: “Cristo no tiene cuerpo, sino el tuyo... Tuyas son las manos, tuyos son los pies, tuyos son los ojos, eres tú Su cuerpo. Usémoslos con fe valiente, que por medio de nuestras obras otros puedan llegar a conocer a Cristo y puedan regocijarse en su ilimitada misericordia.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

¡Ábrete!

(23er Domingo Ordinario: Isaías 35:4-7; Santiago 2:1-5; Marcos 7:31-37)

Los textos que la Iglesia pone hoy a nuestra disposición pueden parecer de algún modo menos desafiantes o estimulantes que lo normal. Por otro lado, las conexiones con La Salette con estas lecturas son abundantes y fértiles.

En Isaías: “Digan a los que están desalentados: ¡Sean fuertes, no teman... Brotarán aguas en el desierto y torrentes en la estepa”. Oímos las primeras palabras de la Bella Señora a Melania y Maximino. Vemos la fuente milagrosa.

En el Salmo: “El Señor de Jacob… da pan a los hambrientos... y entorpece el camino de los malvados”. Nos acordamos de la promesa de abundancia que hace María si su pueblo toma en serio sus palabras… y de su temor por las calamidades venideras si no lo hacen.

En Santiago: “No hagan acepción de personas... ¿Acaso Dios no ha elegido a los pobres de este mundo?” La familia de Maximino distaba mucho de ser rica; y Melania era desesperadamente pobre.

En el Evangelio, la apertura de los oídos del hombre sordo puede verse en las palabras que María dirigió a los niños hablándoles en su propio dialecto cuando se dio cuenta de que no entendían el francés; y la soltura de la lengua de aquel hombre se ve reflejada en las sorprendentes respuestas que estos niños sin instrucción dieron al ser interrogados.

De hecho, aquel “¡Efatá!, ¡Ábrete!” es central en el mensaje de La Salette. La Santísima Virgen vino a abrir los ojos de su pueblo a la realidad del pecado y del sufrimiento, los oídos a la Palabra de Dios, las mentes y la imaginación a nuevas posibilidades.

Sobre todo, ella quiso abrir los corazones de su pueblo al amor de Dios manifestado en Cristo Crucificado y en la Eucaristía. Esto se refleja en la primera frase del Salmo Responsorial: “El Señor mantiene su fidelidad para siempre”.

La Salette es una invitación a mantener la fe, puesto que “¡Dios mismo viene a salvarlos!” Respondemos con oración y respeto. Inevitablemente esto también significa mantener la fidelidad a los demás, por medio de la reconciliación si es necesario, o por medio de acercarnos a los demás en sus necesidades, sean estas materiales o espirituales.

El mensaje de María acerca de mantener la fidelidad abarca todas las épocas y es relevante para todas las edades y grupos—en pocas palabras, para todo su pueblo.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Así ustedes vivirán

(22do Domingo Ordinario: Deuteronomio 4:1-8; Santiago 1:17-27; Marcos 7:1-23)

¿Cuándo fue la última vez que alguien te dijo, “¡Ustedes católicos son un pueblo sabio y prudente! ¿Quién más tiene preceptos y costumbres tan justas como esta Ley de ustedes? Probablemente nunca.

Sin embargo, en la primera lectura, Moisés anticipa que las otras naciones quedarán impresionadas con las leyes y los estatutos que Dios le dio a su pueblo. Le pide a su pueblo que “escuche los preceptos y las leyes que yo les enseño para que las pongan en práctica. Así ustedes vivirán”. En otras palabras, la Ley, lejos de ser una carga pesada, es un don maravilloso. Un don que los hará capaces, en las palabras del Salmo de hoy, de proceder rectamente y practicar la justicia.

¿Por qué entonces, en el Evangelio de hoy, Jesús es tan crítico con los fariseos y los escribas, tan cumplidores de la ley? Porque en ellos se vio cumplida una profecía: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. (Isaías 29:13)

De aquellos a quienes María llamó “mi pueblo” en La Salette, muchos ni siquiera reunían los mínimos requisitos propios de su fe. Ella les dijo, entre lágrimas, cuánto tuvo que rogarle a su hijo por ellos. Ella les suplicó que observaran la Ley, no con un espíritu legalista, sino para su propio bien. Ella no quería que Jesús los abandonara en el hambre y en la muerte. Ella vino para que tengan vida.

Mucha gente está dispuesta a obedecer las leyes de su país. Pero cuando se trata de la moral cristiana y del dogma, es sorprendentemente fácil “dejar de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres”. Nos olvidamos del mandato “No añadan (como los fariseos) ni quiten nada (como estamos inclinados a hacer) de lo que yo les ordeno”.

Los israelitas no observaban la Ley perfectamente. Tampoco nosotros. A menudo nos quedamos cortos cumpliendo el plan de Dios para nosotros. Confiando en su misericordia, lo intentamos de nuevo. Esto es primordial para el mensaje de la reconciliación, el llamado a volver al espíritu y a la práctica de nuestra fe católica.

Santiago escribe, “Reciban con docilidad la Palabra sembrada en ustedes, que es capaz de salvarlos. Pongan en práctica la Palabra y no se contenten sólo con oírla”. La docilidad es esencial en nuestra relación con la voluntad de Dios.

Dios conoce aquello que da vida. También la Bella Señora.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Cómo Servir al Señor, y Porqué

(21er Domingo Ordinario: Josué 24:1-18; Efesios 5:21-32; Juan 6:60-69)

¡Advertencia! Las lecturas de esta semana nos desafiarán de muchas maneras.

La última vez que nos topamos con estas lecturas (hace tres años), el título de la reflexión era ¿A quién vamos a servir? Todo apuntaba hacia una respuesta obvia – nosotros servimos al Señor. Para nosotros, ¡la decisión ya está tomada! Nosotros, como Josué, elegimos servir al Señor. ¡Grandioso! ¿Y ahora qué? A continuación viene el cómo.

¿Qué significa realmente servir al Señor? ¿Qué podemos hacer? Nuestra Señora de La Salette nos da una lista parcial. Oración diaria, Eucaristía semanal, la práctica anual de la Cuaresma, el respeto por el nombre del Señor.

La lista completa nos viene de las Escrituras y de las enseñanzas de la Iglesia, que también colocan frente a nosotros la importancia del amor al prójimo, por medio de las Obras de Misericordia Espirituales y Corporales.

Es así que estamos llamados a la oración, al amor, a la misericordia. Pero la manera de servir no termina con el cumplimiento de dichas cosas. Todo esto presupone dos actitudes fundamentales: sumisión y conversión, a las que siempre experimentamos como desafiantes.

Josué le dio a su pueblo algunas opciones. Dijo, “Elijan hoy a quién quieren servir”. Ese era el momento de la verdad para ellos. Dieron la respuesta correcta: “También nosotros serviremos al Señor, ya que Él es nuestro Dios”. ¿Era suficiente?

La verdadera manera de servir al Señor puede resumirse como sigue: Si yo quiero fiel, verdadera y honestamente servir al Señor, sólo puedo hacerlo si mi compromiso hacia él es totalmente incondicional. Pero, ¿cómo puedo estar seguro de ello?

La respuesta a esa pregunta nos acerca al por qué. Simón Pedro habló por los Apóstoles y, esperamos que también por nosotros, cuando dijo, “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios”.

¡Que poderosa declaración de fe! ¿Es la nuestra también? ¿Realmente creemos que nuestra vida se vuelve vacía sin Cristo? ¿Estamos deseosos de aceptar su voluntad, y hasta subordinarnos los unos a los otros, por reverencia a él?

Los desafíos son muchos, pero aun así esperamos poder aclamar junto al salmista, “Mi alma se gloría en el Señor”.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

El Arca de la Alianza

(La Asunción: 1 Cron. 15:3-4,15-16 a 16:1-2; 1 Cor. 15:54-57; Lucas 11:27-28. NOTA: Estas lecturas son de la Misa de la Vigilia)

¡Este era un día de gran fiesta en Jerusalén! El Arca de la Alianza volvía a casa, según lo relata la primera lectura, “al lugar que David le había preparado”. Hoy celebramos a María, el Arca de la Nueva Alianza, al ser ascendida al lugar que el Padre le había preparado en el cielo.

Así como el Arca fabricada por Moisés era un gran signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo, así el vientre de la Virgen trajo al Hijo de Dios a habitar entre nosotros. En el Evangelio de hoy, una mujer de entre la multitud le gritó a Jesús, diciendo, “¡Feliz el seno que te llevó!” Ella era quizá la primera en cumplir la mismísima profecía de la Virgen, pronunciada en su Magníficat: “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones”.

Es porque María fue asunta al cielo que tenemos su aparición en La Salette (entre otras). Su luminosidad como la Reina del Cielo, es la luz de Cristo que resplandece desde ella. Todo en la Aparición apunta a Cristo en último término. Aquí, también, ella es el Arca, trayendo a su hijo entre su pueblo una vez más.

En la Bella Señora resuena el eco de la respuesta de Jesús a la mujer del Evangelio, “Felices los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”, en sus propias palabras, “Si se convierten”. Ella promete toda clase de bendiciones, y misericordia en abundancia.

La Asunción refleja las palabras de San Pablo en la segunda lectura, “La muerte ha sido vencida”. La Salette muestra la trágica conexión entre pecado y muerte, pero al mismo tiempo ofrece los medios para vencerlos. ¿De qué modo participamos de esta victoria? Un buen lugar para comenzar es observando los mandamientos preservados en tablas de piedra en el Arca de la Alianza original.

Si ya has estado en La Salette y participado de la procesión nocturna con velas, probablemente experimentaste un entusiasmo especial que acompaña el canto del Ángelus de La Salette al finalizar el ritual. Es como la orden que dio David a “los cantores, con instrumentos musicales, para que los hicieran resonar alegremente”.

Que nuestro amor por Nuestra Señora de La Salette sea siempre una fuente de regocijo en nuestros corazones.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Vida en Cristo, en Unidad

(19no Domingo Ordinario: 1 Reyes 19:4-8; Efesios 4:30-5:2; Juan 6:41-51)

Elías era un profeta poderoso y exitoso. Pero entonces, es extraño escucharlo en la primera lectura, deseando la muerte y exclamando, “¡Basta ya, Señor!”

No hay entre nosotros muchos que pedimos la muerte, pero a veces nuestra oración es: “¡Basta ya, Señor!” Puede parecernos que los tiempos en que vivimos son más difíciles para nosotros que para las generaciones anteriores; somos testigos de la amargura, los arrebatos, la ira, los gritos, los insultos y toda clase de maldad.

¿Suena familiar esta lista? Debería, porque está tomada de la segunda lectura de hoy, escrita hace más de 1950 años. Siempre han existido actitudes y comportamientos que impiden a los cristianos tener una relación con Dios amorosa y llena de fe.

Es bastante malo cuando la negatividad se dirige contra los demás, a quienes percibimos como enemigos. Vemos esto en la murmuración de aquellos que desaprobaban la afirmación de Jesús de haber bajado del cielo.

Pero es peor cuando la amargura se enfoca en contra de Dios. María, en La Salette, habló de la falta de respeto por el nombre de su Hijo, y del abandono general de la práctica de la fe. Hasta Maximino y Melania tuvieron que admitir que casi nunca rezaban.

La oración es la solución. Dios escuchó la oración de Elías, no quitándole la vida sino dándole fortaleza. La oración privada es efectiva. La de la comunidad cristiana lo es aún más. Hoy en el Salmo escuchamos, “Glorifiquen conmigo al Señor, alabemos su Nombre todos juntos”.

Cuando participamos juntos en la Eucaristía, y “gustamos y vemos qué bueno es el Señor”, no solamente nos escapamos, al menos por un rato, de la injuria y la malicia del mundo que nos rodea, sino que buscamos sanarnos de esas mismas faltas que hay en nosotros mismos. Entonces, como Elías, “fortalecido por ese alimento” podemos esperar cultivar una actitud comunitaria a nuestra vida de todos los días.

En este sentido, el mensaje de La Salette de conversión y reconciliación es una expresión de las palabras de San Pablo: “Traten de imitar a Dios, como hijos suyos muy queridos. Practiquen el amor, a ejemplo de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros”.

Un ángel de Dios despertó a Elías y le proveyó de comida. La Bella Señora hizo despertar a su pueblo y lo condujo hacia el Pan de Vida, la carne de su Hijo, ofrecida “para la vida del mundo”. Sin él no podemos vivir verdaderamente.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Signos, Señales y Portentos

(18vo Domingo Ordinario: Éxodo 16:2-15; Efesios 4:17-24; Juan 6:24-35)

En el ciclo trienal del Leccionario Dominical nos encontramos en el “año B”, en el que predomina el Evangelio de Marcos en los Domingos del Tiempo Ordinario. Pero siempre hay una pausa de cuatro semanas, durante las cuales la Iglesia presenta el “Discurso del Pan de Vida” del capítulo 6 del Evangelio de Juan.

Para hoy tenemos la introducción, un curioso intercambio entre Jesús y el pueblo que había sido alimentado con la multiplicación de los panes y peces. “Maestro, ¿cuándo llegaste?”—”Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse”.

Desde luego, ellos habían visto lo que él hizo, aun así, continuaron indagándole porque querían más – más de lo mismo. Pero ellos no habían visto la señal; habían pasado por alto el significado de aquel acontecimiento.

En la primera lectura, los israelitas en el desierto ansiaban las ollas de carne de Egipto, olvidando las señales y los portentos por los que habían sido rescatados de la esclavitud, y murmuraban, no tanto en contra de Moisés y de Aarón como en contra del Señor su Dios.

En La Salette, Nuestra Señora describe un comportamiento similar. Dos veces ella menciona al pueblo jurando y metiendo en medio el nombre de su Hijo.

Parece que persistía una nostalgia por el pasado entre los cristianos de Éfeso. San Pablo escribe, “es preciso renunciar a la vida que llevaban, despojándose del hombre viejo”. Al menos, ellos necesitaban aprender que una relación personal genuina con el Señor no era compatible con las costumbres de los gentiles, un mensaje que tiene resonancia en La Salette.

La Salette también tiene signos y portentos: La luz, las lágrimas, las rosas, las cadenas, y el crucifijo, el simple atuendo de campesina; y no nos olvidemos de la vertiente estacional que nunca ha cesado de fluir desde septiembre de 1846. También en su discurso, María hace una promesa maravillosa, bíblica en sus proporciones, de abundantes cosechas para aquellos que retornen a Dios.

¿Qué nos hace falta para tener una relación verdaderamente personal con el Señor, que no se base solamente en la obediencia o en nuestras necesidades? ¿Cómo podemos ser tabernáculos dignos de la gracia de Dios? Podemos comenzar viendo los signos de su presencia, y reconociendo las maravillas de su amor, como nos los da a conocer la Bella Señora.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Jesús y las Necesidades Humanas

(17mo Domingo Ordinario: Jeremías 23:1-6; Efesios 2:13-18; Marcos 6:30-34)

Entre las muchas formas de sufrimiento humanos está aquella que el Evangelio de hoy pone ante nosotros. La inseguridad alimentaria. En este caso la situación era de corta duración. Jesús respondió a una necesidad específica en medio de una situación determinada.

Pero, como Jesús, nosotros también podemos preguntarnos cómo sería posible dar respuesta a las necesidades de tantos. Algunos de nosotros, como Felipe y Andrés, responderíamos que no se puede. Pero el evangelista nos dice, “Jesús sabía bien lo que iba a hacer”.

Algunos de ustedes que están leyendo esto han experimentado inseguridad alimentaria, tal vez combinada con ansiedad por falta de un lugar donde alojarse, falta de trabajo, etc. Muchos no. ¿En cuáles circunstancias es más activa la gracia de Dios?

En La Salette, María notó que la gente trabajaba los domingos todo el verano. Pero, con las papas, el trigo, las uvas y hasta las nueces, que mostraban señales de plaga, los agricultores estaban desesperados tratando de salvar lo que pudieron. Es difícil estar abierto a las realidades espirituales cuando las necesidades materiales abarcan toda nuestra atención.

Por otro lado, si estamos tan absortos con lo que poseemos que somos incapaces de responder a las necesidades de los demás, nos será igualmente difícil vivir en el Espíritu, crecer y trabajar y aprender en comunidad. La compasión y la empatía son dones. ¿Los ansiamos?

Jesús dio de comer a la multitud hambrienta porque vio su necesidad, y la vio porque quiso verla. María era consciente de la inseguridad alimentaria de su pueblo, y les ofreció esperanza, “si se convierten”. También la conversión es un don. ¿La deseamos?

San Pablo escribe, “los exhorto a comportarse de una manera digna de la vocación que han recibido”. Él se enfoca especialmente en la unidad: “un solo Cuerpo y un solo Espíritu”. ¿Cómo será esto posible si algunos miembros están pasando necesidad y otros no los ayudan?

¿Seríamos capaces de atrevernos a rezar por los dones de la conversión y la compasión en nuestras vidas, pedirle al Señor que nos haga como él, deseosos de reconocer las necesidades que nos rodean?

Al inicio del Evangelio leemos que Jesús “vio que una gran multitud acudía a él”. Con poco cubrió las necesidades de muchos. Cuando los cristianos responden a las necesidades de los demás, la meta es ayudarlos a venir a Cristo. Ese era el propósito de María en La Salette.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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