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¿Quién? ¿Yo?

(4to Domingo de Adviento: 2 Samuel 7:1-16; Romanos 16:25-27; Lucas 1:26-38)

Cuando vieron por primera vez un globo de luz en el lugar donde habían comido su almuerzo de pan y queso, Maximino le dijo a Melania que agarrara bien su bastón, en caso de peligro. Estaban aterrorizados. 

La Bella Señora comprendió el miedo de los niños. Ella, también, se “quedó desconcertada” con el saludo del ángel. Así hizo con los niños lo que el Ángel había hecho por ella, diciéndoles: “No tengan miedo” y explicándoles el propósito de su venida.

¿Alguna vez fantaseaste sobre cómo reaccionarias tú mismo si te encontraras en una situación similar? Pudieras pensar, ¿Qué? ¿Quién? ¿Yo? ¡Esto no es posible!

Pero miremos a los patriarcas, a los profetas y a los apóstoles. Algunos se sintieron indignos de su llamado, o no preparados, y hasta temerosos; pero ninguno de ellos dudó de la autenticidad de dicho llamado. Aunque algunos tambalearon al caminar, todos menos uno, permanecieron fieles. 

Miremos al Rey David. En nuestra primera lectura, como en muchos otros lugares, Dios lo llama “mi servidor David”, como sabemos, él tenía serios defectos y había cometido pecados graves. Ser absolutamente perfecto claramente no es una condición previa para servir al Señor.

El Salmo de hoy describe la promesa de Dios a David como sigue: “Yo sellé una alianza con mi elegido, hice este juramento a David, mi servidor: Estableceré tu descendencia para siempre, mantendré tu trono por todas las generaciones”. El ángel en el Evangelio declara que aquellas palabras se cumplen en Jesús: “Su reino no tendrá fin”.

Parafraseando la oración inicial de hoy, reconocemos que Dios ha derramado la gracia de la reconciliación en los corazones de aquellos que han respondido a la invitación de Nuestra Señora de La Salette de “acercarse”. Ella nos invita a tener corazones que pertenezcan íntegramente al Señor, como dicen las Escrituras acerca de David (1 Reyes 11:4) esa es nuestra parte en la relación del pacto. 

Entonces estaremos listos para emprender la obra de Dios, confiada a nosotros, aun conociendo él nuestras faltas más que nosotros mismos.

María nos ha dado el ejemplo. Su sí al ángel cambió el mundo. Nosotros podemos decirle sí, procediendo según sus palabras y esperando hacer la diferencia. ¿Quién? ¡Tú!

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

¡Estén siempre alegres!

(3er Domingo de Adviento: Isaías 61:1-11; 1 Tesalonicenses 5:16-24; Juan 1:6-28)

Todos conocemos personas que no son siempre contentas. Algunas simplemente expresan una disposición sombría; otros temen lo que está por venir, o tal vez están atravesando el duelo por una pérdida, reciente o antigua. En estos o en otros casos similares, se hace difícil escuchar la exhortación de San Pablo: “Estén siempre alegres”.

La Madre que llora de La Salette se lamenta por el sufrimiento y la vulnerabilidad de su pueblo, y hasta se queja por tener que rezar por nosotros sin cesar. Su Aparición podría considerarse como un evento desafortunado si no fuera por una sola cosa: “vengo a contarles una gran noticia”. Estas palabras son similares a las de Isaías.“El Señor me envió a llevar la buena noticia a los pobres”.

María se apareció en la hendidura de una peña, pero después de hablar con los niños subió a un lugar más alto y luego se elevó más allá del alcance de ellos antes de perderse de vista. Fue un movimiento desde el dolor hacia la gloria. 

La Salette es un lugar de alegría. Esto es cierto no solamente para la montaña donde la Bella Señora puso sus pies sino también para cada uno de los santuarios de La Salette. Muchos llegan cargando sus penas, sí; pero la mayoría se va con un espíritu que, como el de María, “se estremece de gozo en Dios, mi Salvador”, y haciéndose eco de Isaías: “Yo desbordo de alegría en el Señor, mi alma se regocija en mi Dios”.

Se trata con frecuencia de una alegría interior, una paz serena, lo cual no equivale a jovialidad. Puede ser que los miedos no se vayan o las lágrimas no se detengan o no haya un cambio de personalidad. Este sentir no siempre puede describirse con palabras, pero tampoco se puede negar.

Juan el Bautista es presentado en el Evangelio de hoy con estas palabras: “Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él”.

He aquí un desafío para ti. Cambia el texto a, “Una persona llamada [tu nombre] fue enviada por Dios, para dar testimonio de la luz”. ¿Es éste un pensamiento feliz?

Tenemos razones para creer que el Bautista fue feliz en su ministerio, porque en Juan 3:29, cuando supo que todos estaban yendo a Jesús, respondió: “mi gozo es ahora perfecto”.

El versículo justo antes del Evangelio de hoy dice: “La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella”. Esto debería también ser la verdad de nuestra alegría. Que nada pueda nunca prevalecer contra ella.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Justicia Reconfortante

(2do Domingo de Adviento: Isaías 40:1-11; 2 Pedro 3:8-14; Marcos 1:1-8)

Hace unos cuatro meses, tuvimos el mismo Salmo Responsorial (85) de hoy, y comentamos las mismas palabras “La Justicia y la Paz se abrazarán”, como opuestos. En el contexto de las lecturas de hoy, sin embargo, la perspectiva es diferente.

En las lenguas modernas, la justicia es un término legal. En las noticias, escuchamos de personas o grupos “exigiendo” justicia. Pero en la Biblia, tiene un sentido primordialmente teológico. “Como la paz, es un don de Dios para su pueblo fiel.

Isaías se expresa con unas maravillosas y reconfortantes palabras, prediciendo el fin del exilio, que se dio como un castigo de Dios por las iniquidades de su pueblo. San Pedro nos recuerda las promesas de Dios acerca de “un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia”. Algunas traducciones ponen “rectitud”. Sea como fuere, se trata del estado de aquellos que son lo que se supone deben ser.

En este sentido, Juan el Bautista fue justo, porque fue fiel a su vocación. María, también, fue justa cuando, en la anunciación, reconoció y acepto su papel como la servidora del Señor. Ambos, en su humilde servicio, eran como deberían ser.

Cuando consideramos el Mensaje de María en La Salette, tendemos a asociar la justicia con “el brazo de mi Hijo”, pero cuando admitimos nuestra inclinación por el pecado y nos sometemos humildemente tal cual ella nos pide, nos disponemos a escuchar sus palabras tiernas y reconfortantes.

Con frecuencia prestamos mucha atención al crucifijo que María lleva sobre su pecho. Hoy no es una excepción. Vean como refleja las palabras de Isaías como si estas estuvieran dirigidas a la Bella Señora: “¡Súbete a una montaña elevada, levanta con fuerza tu voz, levántala sin temor, di: ¡Aquí está tu Dios!

De tal modo escribe San Pedro, “El Señor no tarda en cumplir lo que ha prometido, sino que tiene paciencia con ustedes porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan”.

Palabras reconfortantes ciertamente. Lo que añade un poco más tarde es más desafiante: “¡qué santa y piadosa debe ser la conducta de ustedes!”

Cuan rebosante acto de vida pudiera ser si, indignos como somos, fuéramos siempre capaces de reconfortar, hablar con ternura, y proclamar el perdón de los pecados, con amor, verdad, justicia y paz. Esta es una forma más de hacer conocer el mensaje de la Salette.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Los Favores de Dios Renovados

(1er Domingo de Adviento: Isaías 63:16—64:7; 1 Cor 1:3-9; Marcos 13:33-37)

A los profetas les agrada hacerle recordar a Dios cosas que él ya sabe. La primera lectura de hoy comienza justo con una declaración en ese estilo: “Tú, Señor, eres nuestro padre; ¡nuestro Redentor es tu Nombre desde siempre!” Isaías continúa recordando los antiguos “portentos inesperados” de Dios en favor de su pueblo. 

Lo que realmente está diciendo es: “¡Señor, lo has hecho antes, hazlo de nuevo!”

En lugar de obligar a Israel a volver a él, Dios había permitido que su pueblo anduviera por su cuenta y sufriera las consecuencias. Fue en medio de tales circunstancias que María vino a La Salette.

Isaías añade, “¡Tú vas al encuentro de los que practican la justicia y se acuerdan de tus caminos!”. Él sabe que aquello no describe la actitud ni el comportamiento de su pueblo; por eso agrega: “No hay nadie que invoque tu nombre”.

La Bella Señora nos dice que ella ruega constantemente a su Hijo por nosotros. Parte de esa oración consiste seguramente en hacerle recordar lo que él ha hecho por nosotros. Luego, hablando a los dos niños, ella reconoce la infidelidad de su pueblo, y el crucifijo que lleva sirve como un recordatorio de la redención alcanzada por su Hijo, la fuente de nuestra esperanza. 

En la Oración Inicial de la Misa de hoy, le pedimos a Dios y le “rogamos que la práctica de las buenas obras nos permita salir al encuentro de tu Hijo que viene hacia nosotros”. Debemos entender correctamente esto. No es que esperamos ganar la salvación por medio de nuestras obras. Más bien, a aquel que ya nos ha salvado deseamos ofrecerle lo que él mismo nos dice que será de su agrado.

Puede que hayas tenido un momento determinante en tu vida en el que has abrazado la fe de un modo verdaderamente personal. Tu vida cambió en cierto modo, y resolviste vivir tu vida cristiana lo más plenamente posible.

El Adviento es el tiempo perfecto para pedir a Dios que renueve sus favores, como en la respuesta al Salmo de hoy: “Restáuranos, Señor del universo, que brille tu rostro y seremos salvados”.

En nuestros corazones podríamos oír la respuesta: “Y tú, vuelve a mí; déjame ver tu rostro y te salvarás”. Talvez nos haga recordar de nuestra antigua devoción y nos diga, “¡Lo hiciste una vez; hazlo de nuevo!”

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Las Obras de Misericordia

(Cristo Rey: Ezequiel 34:11-17; 1 Corintios 14:20-28; Mateo 25:31-46)

Ya hace tres semanas que los Evangelios han ido resaltando instancias de juicio, usando diferentes estándares en cada caso. Hace dos semanas se trataba de estar preparados para el retorno de Cristo; la semana pasada se hablaba de ser creativos en el servicio del Señor; para hoy tenemos las obras de misericordia. 

Un rey en su trono está al tope de la jerarquía social. Cristo es nuestro rey, sin embargo, se identifica a si mismo con los más pequeños. Aquellos que están al margen de la sociedad. Estar a su servicio incluye acercarse a ellos.

La Iglesia enseña que, además de dar de comer al hambriento, debemos trabajar para eliminar las causas subyacentes del hambre. Este principio se aplica a cada obra de misericordia que podamos imaginar, ya sean las “corporales” o las “espirituales”. Esto muchas veces requiere del coraje de decir cosas inconvenientes.

María en La Salette, sin olvidar que ella es una humilde servidora, se identifica con los más pequeños, al elegir a sus testigos. Ella ofreció un remedio para la causa del sufrimiento físico de su pueblo. Diciendo la verdad acerca de la falta de fe y de reverencia por su Hijo, Cristo Rey.

La meta de la reconciliación es restaurar la paz; es un pensamiento atrayente y reconfortante. La obra de la reconciliación, por otro lado, como es ejemplificado por la Bella Señora, no es fácil. Requiere de una firme suavidad. Puede ser un desafío.

En el rito del bautismo, la unción con el santo crisma nos une simbólicamente con Cristo como Sacerdote, Profeta y Rey. Esto quiere decir que compartimos su rol de guiar, liderar y proteger a su rebaño, cuidar a su pueblo. La manera en que lo hacemos depende de muchos factores que incluyen nuestra personalidad, nuestros talentos, y nuestros valores más profundos.

Al menos, la mayoría de nosotros puede tratar de guiar con el ejemplo – diciendo la verdad y actuando correctamente, de tal modo que otros se sientan atraídos a hacer lo mismo.

Al mismo tiempo, el centro de atención no está en nosotros. Cualquiera sea la forma que puedan tomar nuestras obras de misericordia, nunca son una puesta en escena. Jesús está al centro, y al principio, y al final. Si podemos servir como canales de su verdad y de su amor, no necesitamos temer el juicio venidero.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Esposa Digna, Fe Digna

(33er Domingo Ordinario: Prov. 31:10-31; 1 Tesalonicenses 5:1-6; Mateo 25:14-30)

El poema de alabanza para una buena ama de casa, ocho versículos en el Leccionario, tiene en realidad veintidós versículos. La mayoría de ellos describe sus logros. 

Pero un versículo resalta en su diferencia con el resto. En lugar de decir lo que ella hace, hace un retrato de quien ella es: “Engañoso es el encanto y vana la hermosura: la mujer que teme al Señor merece ser alabada”. Aquí como en muchos otros lugares en el libro de los Proverbios, encontramos el fundamento de una vida digna, sobre la cual todo lo demás se construye.

El fundamento de nuestra vida cristiana es el don de la fe. Cuando esta es débil, no puede abrirse a los otros dones que Dios quiere concedernos.

San Pablo nos dice, “Nosotros no pertenecemos a la noche ni a las tinieblas”. Pero hay ocasiones, talvez, en que lo hacemos. Nuestra Señora de La Salette, apareciéndose en luz, viene a ayudarnos a caminar en las sendas del Señor. Ella es el faro de infalible esperanza; ella lleva sobre su pecho la imagen del Amor Perfecto.

En su discurso ella trata asuntos de fe, particularmente nuestra relación con Dios; pero ciertamente ella no excluye la preocupación por el bien estar de los demás, así lo demuestra con sus lágrimas.

Un día los Apóstoles le pidieron a Jesús que les aumente la fe (Lucas 17:5). Haríamos bien en hacer la misma oración de vez en cuando, por nosotros, por nuestras familias y amigos. Así podremos crecer en la esperanza y especialmente en el amor— el más grande de los dones eternos—convirtiéndonos en más caritativos y amorosos, cosechando lo que Dios ha sembrado en nosotros.

O, para emplear la imagen de la parábola de hoy, tendremos el poder de ser buenos y fieles servidores aun en las cosas pequeñas. Cada uno según nuestra habilidad, y cooperando con la gracia divina, seremos capaces de multiplicar los talentos a nosotros confiados y hacer un retorno digno al Maestro cuando regrese.

Así surgen algunas preguntas: ¿Quién soy yo como creyente, y cómo me coloco mejor al servicio del Señor? Las respuestas varían, pero tienen un fundamento común: fe y esperanza y amor, y gozo constante.

La oración colecta de hoy expresa este pensar de la siguiente manera: “La felicidad plena y duradera consiste en servirte a ti, fuente y origen de todo bien”.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Escojan pues, la Sabiduría.

(32do Domingo Ordinario: Sabiduría 6:12-16; 1 Tesalonicenses 4:13-18; Mateo 25:1-13)

La parábola de las jóvenes necias y prudentes es una historia con moraleja. Habiendo fracasado en su afán de dar la bienvenida al novio cuando llegó, las necias ya no están bienvenidas de entrar a la fiesta. Su falta de sabiduría les salió caro. 

Jesús advierte a sus discípulos a que sean como las jóvenes sabias, no solamente anticipando su regreso sino también haciendo lo que sea necesario para estar preparados.

En la Biblia, la sabiduría abarca muchas ideas, tales como habilidades prácticas, sagacidad, pensamientos profundos y, como en la parábola, prudencia. Esto también incluye el estudio de las Escrituras, para tener la capacidad de aplicar el conocimiento adquirido, en vistas de distinguir lo bueno de lo malo, en concordancia con la voluntad de Dios. 

Tal cual leemos hoy en el Salmo 63, “Me acuerdo de ti en mi lecho y en las horas de la noche medito en ti”. En otro salmo (119) encontramos el famoso versículo, “Tu palabra es una lámpara para mis pasos, y una luz en mi camino”.

Pero a menos que se desee la sabiduría, esta no podrá ser encontrada. Es por eso que, en 1846, una Bella Señora se apareció a dos humildes niños en los Alpes Franceses, en un globo de luz. Ella quiso que sus palabras fueran lámpara para los pies y luz en los caminos de su pueblo.

Por su belleza y bondad, nos atrae, como a Melania y Maximino, a su luz, o más precisamente, a la luz de su Hijo crucificado. Virgen sabia como ella es, hay cosas de las cuales ella, como San Pablo, no quiere que quedemos indiferentes. Así que ilumina el camino entre Jesús y su pueblo, y nos muestra la brecha que el pecado crea entre él y nosotros.

Por último, por medio de su compasión, ella nos hace esperar la sabiduría que viene con el arrepentimiento, como también los beneficios prometidos a aquellos que vuelven al Señor. 

María habla de la oración, del Día del Señor, de la Misa, y de la cuaresma. Esto, junto con nuestro compromiso personal y devoción, son como el aceite en la parábola, símbolo de la constante renovación de nuestra vida en Cristo. 

Que nuestra lámpara esté siempre encendida para que junto al Salmista recemos, “Yo te contemplé en el Santuario para ver tu poder y tu gloria... soy feliz a la sombra de tus alas”.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

¡Miren cómo nos amó!

(Todos los Santos: Apocalipsis 7:2-4, 9-14; 1 Juan 3:1‑3; Mateo 5:1-12)

Hay dos temas recurrentes en las lecturas de hoy: recuento, y pureza.

En el Apocalipsis vemos entre los salvos a dos grupos: ciento cuarenta y cuatro mil de las tribus de Israel, y la multitud que nadie podía contar. En la 1era de Juan, nosotros somos contados (llamados) como hijos de Dios. Y hay una lista en el Evangelio enumerando muchas beatitudes – una especie de manual del discipulado.

Una de estas dice: “Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios”. Juan escribe, “El que tiene esta esperanza... se purifica”. Y en la primera lectura, las multitudes incontables “han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero”.

El Salmo une los dos temas en estas palabras: “¿Quién podrá subir a la Montaña del Señor y permanecer en su recinto sagrado? El que tiene las manos limpias y puro el corazón; el que no rinde culto a los ídolos”.

Deseamos ser contados entre los “servidores de nuestro Dios”, el término usado en el Apocalipsis. Para permanecer verdaderamente fieles en su servicio, necesitamos tener puro el corazón.

Esta noción es similar a la del oro puro; Todas las impurezas han sido removidas. En términos morales, se refiere a la integridad de la vida cristiana, la perfección del amor cristiano.

En nuestro contexto Saletense, podemos parafrasear a San Juan: “¡Miren cómo nos amó la Bella Señora! Nos llama sus hijos, su pueblo”. Al portar sobre su pecho la imagen radiante de su Hijo, ella nos muestra la misericordia infinita de Dios. Como en todas las lecturas de hoy, ella nos ofrece una esperanza brillante, que, sin embargo, se basa en un requisito básico: la sumisión, a la que ella también llama conversión.

Esta urgencia no tiene porqué desalentarnos o, peor aún, llenarnos de escrúpulos. Aun así, nos invita a un compromiso serio con la persona de Jesucristo y a la práctica de nuestra fe, a la humilde aceptación de las enseñanzas de la Iglesia, y a la honesta examinación de la conciencia.

San Juan nos dice que veremos a Dios tal cual es. Que nuestra oración sea tal que, con sencillez y humildad de corazón, podamos tener asegurada la esperanza de ser contados entre los que buscan el amable rostro de Dios.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

La Reputación

(30mo Domingo Ordinario: Éxodo 22:20-26; 1 Tesalonicenses 1:5-10; Mateo 22:34-40)

Nadie nunca podría acusar a San Pablo de adulación. Así que, cuando escribe a los tesalonicenses, ustedes “llegaron a ser un modelo para todos los creyentes, lo está diciendo de verdad. 

¡Cuán distinto son a las palabras de la Bella Señora! Su pueblo, lejos de ser tomado como modelo, se ganó una reputación completamente opuesta, que podría ser identificada como flojera espiritual. Después de su Aparición, sin embargo, un cierto número de personas, el papá de Maximino entre ellas, decidieron limpiar su imagen, por así decirlo. 

Una buena reputación es importante. A ninguno de nosotros nos gusta hacer el ridículo, que nos insulten o que nos hagan sentir menos de lo que deberíamos ser. Todos preferiríamos ser reconocidos más por el bien que hacemos que por nuestros defectos. 

Pablo les dice a los tesalonicenses que otras comunidades cristianas han oído de “cómo se convirtieron a Dios, abandonando los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero”. De ese modo ellos observaron el más grande de los mandamientos. 

Pero ellos también observaron el mandamiento de amar a su prójimo. Fueron conocidos por su celo misionero: “de allí partió la Palabra del Señor, que no sólo resonó en Macedonia y Acaya: en todas partes se ha difundido la fe que ustedes tienen en Dios”.

Los Misioneros de La Salette, las Hermanas y los Laicos cuentan con una reputación, entre otras cosas, por un buen espíritu de acogida y un deseo de promover la reconciliación. Como individuos nosotros algunas veces nos quedamos cortos, pero esperamos que se diga de nosotros que nuestro amor por Dios es tan grande que se desborda en amor por nuestro prójimo.

Debemos mantener un cierto equilibrio, especialmente cuando nuestra fe pudiera no ser bien recibida en la tierra extrajera que es ahora nuestra sociedad moderna y secular. Es entonces cuando el testimonio de nuestro modo de vida cristiano importa más.

Esto incluye la famosa lista de los frutos del Espíritu de Pablo: ”amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia”. Podríamos también añadir el testimonio de María en La Salette: sus lágrimas y su oración constante, en respuesta al pecado y al sufrimiento.

De esta manera podemos esperar vivir en paz con todos. Ojalá que nuestra reputación, al menos pueda despertar la curiosidad en los demás, y atraerlos a Aquel que nos atrajo a nosotros. 

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Cuenten su Gloria

(29no Domingo Ordinario: Isaías 45:1-6; 1 Tesalonicenses 1:1-5; Mateo 22:15-21)

Nuestra Señora les dijo a Maximino y a Melania que hicieran conocer su mensaje a todo su pueblo. En principio, aquello se trataba de contar lo que ellos habían visto y oído. El Salmo de hoy sugiere, sin embargo, un significado más profundo.

Anuncien su gloria entre las naciones, y sus maravillas entre los pueblos”. El regocijo contenido en estas palabras muestra que, aquí tampoco se trata de un tema de transmisión de información, sino de compartir el entusiasmo de nuestra fe.

La Bella Señora expresa su tristeza no solamente debido a la pobre asistencia a la Misa durante el verano, sino también por la actitud irrespetuosa de aquellos que van a la iglesia en invierno, solamente para burlarse de la religión. 

Por experiencia propia sabemos la diferencia entre asistir a Misa y participar de ella plenamente. Las distracciones son muchas e inevitables, nuestra intención al menos debe ser, como dice el salmista de hoy, para “adorar al Señor al manifestarse su santidad“, respondiendo a su sagrado nombre. 

Dar gloria a Dios es eje del acontecimiento de La Salette. Lo hacemos cuando honramos su nombre, respetamos su día de descanso, observamos las penitencias cuaresmales, rezamos bien y con fervor, y reconocemos su cuidado paternal en nuestras vidas.

Pero es en la Misa, el lugar por excelencia de la Iglesia para la adoración publica, en donde podemos exclamar: “¡Aclamen al Señor, familias de los pueblos, aclamen la gloria y el poder del Señor; aclamen la gloria del nombre del Señor!”.

La Eucaristía es llamada “la fuente y culmen de toda la vida cristiana”. Todo lo demás en nuestra vida de fe fluye de ella, y todo nos conduce de vuelta a ella. Ella “contiene todo el bien espiritual de la Iglesia” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1324).

Esto tiene consecuencias prácticas para nosotros. No solamente debemos dar gloria a Dios en la celebración digna del Sacramento, sino que debemos vivir de tal modo en la esfera pública como para “dar a Dios, lo que es de Dios”.

¿Acaso no era esto lo que María estaba haciendo cuando cantaba su Magníficat?

San Pablo escribe, “La Buena Noticia que les hemos anunciado llegó hasta ustedes, no solamente con palabras, sino acompañada de poder, de la acción del Espíritu Santo y de toda clase de dones”. Esta es la meta a la cual debemos aspirar a llegar.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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