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Como un árbol

(6to Domingo Ordinario: Jeremías 17:5-8; 1 Corintios 15:12-20; Lucas 6:17, 20-26)

Dos veces encontramos hoy la imagen del árbol frutal plantado cerca de la fuente de agua. Jeremías usa esta imagen para describir a aquellos que confían en el Señor; el Salmo la aplica a aquellos que se deleitan meditando en la ley del Señor. Ambas pintan una imagen dolorosa de aquellos que ponen su confianza y deleite en otras cosas.

A primera vista, Jesús parece utilizar el mismo lenguaje, pero es claro que el “¡Ay de ustedes!” es muy distinto a una maldición. Es una advertencia. Encontramos una preocupación similar algunas veces en el contexto de La Salette. Lo que algunas personas leen como amenazas de María, se entienden mejor como advertencias.

La figura del árbol puede ser aplicada a todas las lecturas del hoy, y también a La Salette. El punto de las bienaventuranzas y los ¡ay de ustedes! de Jesús, y las promesa y advertencias de María, es el de invitarnos a poner nuestra confianza en Dios y no en nosotros mismo.

Incluso la segunda lectura, en la cual San Pablo insiste en la verdad de la resurrección del cuerpo, se conecta con el mismo tema. Como griegos, los corintios se sentían orgullosos de su filosofía, la cual no tenía el concepto de la vida corporal después de la muerte. Pablo expresa una especie de “ay de ustedes”, “Si Cristo no resucitó, la fe de ustedes es inútil y sus pecados no han sido perdonados”.

Volviendo a la idea del árbol plantado cerca del agua, hay que recordar que el agua es un símbolo significativo en La Salette. María vino a ayudar a que su pueblo tenga profundas raíces y hojas verdes que no se desvanecen y dé frutos abundantes.

Además del arroyo real y físico, la Bella Señora nos hace recordar de otro arroyo que es siempre una fuente de vida. “¿Hacen ustedes bien la oración, hijos míos?... Deben hacerla bien, por la noche y la mañana”. Si ella hubiera pensado en el Salmo 1, podría haber preguntado, “¿Se complacen en la ley del Señor?... deben meditar en su ley de día y de noche”.

Como ustedes saben, las plantas no solamente necesitan agua, sino también luz. La oración puede compararse con la fotosíntesis, al permitirnos recibir la luz de Cristo, la que, con el agua, obrará para que podamos fortalecernos en nuestra fe y vivir en permanente esperanza.

Las tormentas son inevitables, y los días oscuros y difíciles también, pero tendremos abundante bendición si permanecemos unidos al Señor Resucitado y a su Santísima Madre.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Mar adentro

(5to Domingo Ordinario: Isaías6:1-8; 1 Corintios 15:1-11; Lucas 5:1-11)

Hay muchas similitudes entre las tres lecturas de hoy. Por ejemplo, un encuentro extraordinario con el Señor provocó que tanto Isaías como Pablo y Simón se hicieran profundamente conscientes de su condición de pecadores. Esto podría ser también parte de nuestra propia experiencia de vida.

Otra comparación es menos obvia, pero igualmente importante. Jesús le dice a Simón, “Navega mar adentro, y echen las redes” y, algunos versículos más adelante, “No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres” Tanto Isaías como Pablo fueron admitidos en las profundidades del misterio de Dios, y les fue dada una misión.

En La Salette, la imagen es una vez más, diferente, pero la realidad es la misma. Nos sentimos atraídos, hacia lo alto de la montaña, pero allá, junto a Melania y Maximino, se nos da una misión, la de hacer conocer un mensaje importante por medio de nuestras palabras y con nuestro propio ejemplo de vida.

Isaías se sintió especialmente perturbado, pero recibió un signo del perdón de Dios cuando la brasa encendida tocó sus labios. María identificó algunos de los signos por medio de los cuales su pueblo estaba ofendiendo al Señor; y nos hizo recordar la importancia de poner en práctica nuestra fe católica, especialmente en la Eucaristía instituida por Jesús “para el perdón de los pecados”. Acuérdate de esto la próxima vez que la hostia consagrada se pose en tus labios.

La Iglesia también provee el signo de la absolución en el sacramento de la Reconciliación, que cada sacerdote saletense atesora en su corazón. ¡Cuántas hermosas historias podríamos contar!

Volvemos de nuevo a las tres “palabras saletenses” claves: la reconciliación (reconocer y aceptar que no somos dignos); la conversión (volver a Dios y aceptar su perdón); y el hacer conocer el mensaje (evangelizar).

En el caso de Simón, esto comenzó cuando dejó que Jesús usara su barca como tarima desde la cual enseñar a la multitud. Poco sabía Simón a dónde le conduciría este simple acto de generosidad.

El claro mensaje que la Bella Señora proclamó en La Salette es algo que el mundo todavía necesita urgentemente. Si en nuestros corazones y por medio de nuestras acciones dejamos que Jesús entre en la humilde barca de nuestras vidas y vaya cada vez más desde lo profundo tomando el mando, ¿Quién sabe cuánto bien pudiéramos hacer?

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Un lugar seguro

(4to Domingo Ordinario: Jeremías 1:4-19; 1 Corintios 12:31—13:13; Lucas 4:21-30)

Comenzamos esta reflexión con una oración, por nosotros o por los que pasan necesidad, nos dirigimos al Señor con el Salmo de hoy. “Sé para mí una roca protectora, Tú que decidiste venir siempre en mi ayuda, porque Tú eres mi Roca y mi fortaleza”.

Dios llamó a Jeremías para ser un profeta, diciéndole, “Antes de formarte en el vientre materno, Yo te conocía; antes de que salieras del seno, Yo te había consagrado”. Imaginemos cómo sería oír semejantes palabras, tener la certeza de que el Señor tiene un plan para nosotros.

Jeremías era joven y no tenía experiencia, y trató de negarse; pero Dios le prometió estar con él y, como escuchamos en la primera lectura de hoy, hacer de él “una plaza fuerte, una columna de hierro, una muralla de bronce”, preparado para la dura vida que le esperaba más adelante.

Puede que nosotros estemos más decididos que Jeremías, pero aun así nos hacen falta algunas de las garantías que el recibió. Necesitamos un sentido de seguridad, confiando siempre en que el Señor es nuestro refugio.

Tengamos en cuenta de que Maximino y Melania no estaban preparados para semejante tarea. La dulzura en la voz de la Bella Señora hizo que se sintieran seguros, y el recuerdo de su ternura debió ser un refugio para ellos cuando debían enfrentar la incredulidad, y hasta la hostilidad, de muchas personas.

En el Evangelio de hoy, Jesús no sintió al principio el rechazo total en su pueblo natal, pero tampoco se encontró con la bienvenida que razonablemente podría hacer esperado. Pareciera que sus antiguos vecinos pensaban que él se andaba dando aires de grandeza. Cuando buscamos compartir nuestra fe, y es triste decirlo, a veces nosotros también podemos ser mejor recibidos por personas que no nos conocen tanto.

Cuando leemos la famosa descripción del amor de San Pablo, en la segunda lectura, la imagen de Dios mismo viene continuamente a nuestras mentes. Esto no debería ser una sorpresa, ya que San Juan en su Primera Carta (4:16), escribe, “Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él”.

Entonces nuestra oración podría ser así: “Tu amor lo es todo, oh Señor. En él encuentro mi refugio, y nunca seré avergonzado”. Anclémonos en la roca de nuestra salvación, es decir, en una relación de amor con Dios, mientras buscamos llevar la reconciliación a nuestro mundo.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

El Ambón

(3er Domingo Ordinario: Nehemías 8:2-10; 1 Corintios 12:12-30; Lucas 1: 1-4 y 4:14-21)

En la primera lectura, Esdras se pone de pie sobre una plataforma especialmente construida para la ocasión, para que se le pudiera ver y escuchar mejor mientras daba lectura al Libro de la Ley.

Esa estructura es muy conocida por nosotros, obviamente, ya que la vemos en la mayoría de nuestras Iglesias, la llamamos el ambón. Su propósito es resaltar la importancia de la Palabra de Dios que se proclama desde allí. También se usa para la predicación, la homilía y para la Oración de los Fieles.

El ambón como un elemento arquitectónico tiene su prominencia en la iglesia. ¿Hay un lugar semejante en nosotros mismos y en nuestra iglesia doméstica en el que la Palabra (La Ley) es reverenciada, guardada, y proclamada? En La Salette, María demostró que ese no era el caso.

Entonces, ella eligió un lugar alto, una montaña como ambón, para traer su gran noticia, un recuerdo de cosas dejadas de lado por su pueblo. Una de esas cosas era la Ley, desde luego, pero no se trataba de una simple lista de normas y reglamentos. Ella no vino solamente para decirnos que nuestra naturaleza caída y el pecado nos habían separado de Dios, sino que quiso que supiéramos que Dios todavía desea que tengamos una relación con él, si nos convertimos, poniendo la Palabra nuevamente en un lugar prominente en nuestra vida de cada día.

Las diversas maneras en que podemos hacerlo se destacan de manera especial en nuestra segunda lectura, en la que San Pablo continua su comentario sobre los dones del Espíritu. Todos somos necesarios, cada uno de nosotros en su propia individualidad, para servir a todo el cuerpo. Nuestra individualidad no debería ser motivo de aislamiento ni de separación sino un don con el cual aportar al conjunto del cuerpo de Cristo.

Es difícil imaginar a dos personas tan distintas una de la otra como eran Melania Calvat y Maximino Giraud. Pero María los escogió a ambos. Nosotros que hemos recibido aquel único celo misionero saletense, deberíamos también vernos a nosotros mismos como parte de un todo, y encontrar aquella única gracia, aquel único don, por medio del cual podamos aportar al conjunto y fortalecer a todo el Cuerpo de Cristo.

En el Evangelio de hoy, Jesús se identifica con las palabras de Isaías, “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió”. Nosotros también somos ungidos y enviados de manera única y personal. Que estas reflexiones semanales, en el espíritu de la Bella Señora, sean un ambón desde el cual Jesús es fielmente proclamado.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Multiplicidad de dones

(2do Domingo Ordinario: Isaías 62:1-5; 1 Corintios 12:4-11; Juan 2:1-11)

Terminamos la reflexión de la semana pasada con estas palabras: “Nunca debemos olvidar ni descuidar el don que recibimos en nuestro bautismo”. Las lecturas de hoy nos ayudarán a desarrollar más este tema.

En el capítulo 6 de Isaías, el profeta describió su llamado. Dios preguntó, “¿A quién enviaré?” e Isaías se ofreció: “¡Aquí estoy: envíame!” Hoy en Isaías 62, dice, “Por amor a Sión no me callaré, por amor a Jerusalén no descansaré”. Él era la voz de Dios en medio de su pueblo; siempre atento a la voluntad de Dios, la proclamó fielmente.

Hoy el Evangelio nos brinda el relato de las Bodas de Caná. Debido a que nos enfocamos más en el milagro, normalmente no pensamos en este pasaje en el contexto de la profecía. Sin embargo, podemos ver que María desempeña un rol profético. Reconociendo la voluntad de Dios en las necesidades de los demás, ella no se queda callada. Habla con Jesús. Luego, con palabras que evocan a las de los profetas, les dice a los sirvientes, “Hagan todo lo que él les diga”. Entonces Jesús lleva a cabo el signo profético.

En La Salette vemos la misma dinámica. Como los profetas, María se convierte en nuestra abogada ante el Señor. A nosotros ella nos habla por medio de advertencias – haciéndonos recordar lo que debemos hacer – y por unas promesas – mostrándonos lo que podemos esperar – y a todo añade el persuasivo poder de las lágrimas.

El don de la profecía no se le da a cualquiera. La segunda lectura lo resalta con eminente claridad. San Pablo menciona otros dones más del Espíritu. De hecho, si consideramos la historia de la Iglesia, existen comunidades religiosas cuya vocación es… ¡el silencio!

En el contexto de la multiplicidad de dones, el “no me quedaré en silencio” se convierte en un “no me cerraré al movimiento del Espíritu”. Sea el que fuere nuestro don, debemos darle uso. San Pablo escribe, “En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común” es decir, para los demás, en la comunidad cristiana, primeramente, y en otros lugares también.

Cuando ponemos nuestros dones al servicio de los demás, estamos haciendo realidad el mandato expresado en el Salmo Responsorial: “Anuncien las maravillas del Señor por todos los pueblos”.

Aceptar la voluntad de Dios significa que el don de la fe recibido en el bautismo encontrará su expresión en otros dones. Así, tal cual es nuestra vocación Saletense.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Indeleblemente sellados y revestidos

(Bautismo del Señor: Isaías 40:1-11; Tito 2:11-14, 3:4-7; Lucas 3:15-22)

“Un solo bautismo para el perdón de los pecados”. Esta frase casi al final del Credo refleja la conclusión a la que se ha llegado en la iglesia primitiva. La cuestión era si los cristianos que habían sido bautizados por los herejes, debían ser bautizados una segunda vez al convertirse en católicos.

La respuesta era un no, bajo la condición de que el bautismo se haya realizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Porque es por medio del bautismo que uno se hace cristiano. Esto con frecuencia se refiere al sello bautismal, el cual es indeleble y permanente.

No es de extrañar que la Iglesia considere este sacramento como fundamental y el primero de los sacramentos a ser recibido, exigido antes que todos los otros sacramentos. Tal como el mismo Jesús en el río Jordán fue, por decirlo así, introducido y preparado para su ministerio público, así también a nosotros se nos introduce en la Iglesia por medio de nuestro bautismo y así nos hacemos partícipes en el sacerdocio de Cristo.

La voz desde el cielo dijo: “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”. En el bautismo, llevamos vestiduras blancas como signo de nuestra dignidad cristiana, y se nos anima a vivir de acuerdo con ello.

María vino desde el cielo, donde ella vive en la luz de Dios, el que está “vestido de esplendor y majestad y envuelto con un manto de luz”, conforme leemos en el Salmo. En las alturas físicas de la montaña, ella lloró por el abismo espiritual en el que su pueblo había caído. El atuendo bautismal de su pueblo se había manchado y el sello cristiano ya casi no se podía distinguir.

Como el profeta, ella habló con ternura. En sus propias palabras nos llamó a preparar, o aún mejor, a reparar el camino del Señor, en nuestros corazones y en nuestra manera de vivir.

En la segunda lectura, San Pablo nos ofrece una maravillosa descripción del bautismo cuando escribe que Dios “nos salvó, haciéndonos renacer por el bautismo y renovándonos por el Espíritu Santo. Y derramó abundantemente ese Espíritu sobre nosotros por medio de Jesucristo, nuestro Salvador, a fin de que, justificados por su gracia, seamos en esperanza herederos de la Vida eterna”

Al corazón de nuestro mensaje y ministerio saletenses está la esperanza. Para nutrirla, nunca debemos olvidar ni descuidar el don que recibimos en nuestro bautismo.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.


En la senda de los Magos

(Epifanía: Isaías 60:1-6; Efesios 3:2-6; Mateo 2:1-12)

La mejor definición que encontramos acerca de la Epifanía es: “La manifestación de Cristo a los Gentiles representada en los Magos”. En otras palabras, la historia de los magos es también la nuestra – como cristianos y como saletenses.

Los Magos fueron guiados por la luz de una estrella, hacia aquel al que llamamos de“luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero”. En La Salette, María se aparece en luz, pero ella no es la luz. Como la estrella, ella nos conduce hacia su Hijo, ella nos lo manifiesta en el deslumbrante brillo del crucifijo que porta.

Isaías le dice a Jerusalén, “¡llega tu luz y la gloria del Señor brilla sobre ti!”, mientras que para otros pueblos “las tinieblas cubren la tierra y una densa oscuridad, a las naciones”. La Bella Señora les habla a esos pueblos, invitándoles a volver a la luz que es Cristo.

Nosotros somos los Magos del mundo modernos. María nos ayuda en nuestra búsqueda de Cristo. Ella nos recuerda la importancia de la celebración dominical, de la oración diaria, y de la disciplina cuaresmal, para que podamos dar a Jesús el honor y la gloria que le corresponden.

San Pablo habitó en las tinieblas hasta el día de su epifanía, su encuentro con Jesús en el camino de Damasco. El escribe a los Efesios que esa revelación no era solamente para él, sino “en beneficio de ustedes”. Él se había convertido en la luz guía, y quiso que la comunidad cristiana hiciera lo mismo.

Los que hemos aceptado el don de la fe, debemos verla como algo que se nos dio para el bien de los demás. Podemos compartirla mediante nuestras palabras, por supuesto; pero es por medio de nuestro propio testimonio de fe, esperanza y caridad, que Cristo nuestra luz, puede brillar por medio de nosotros, disipando la oscuridad y guiando a otros hacia él.

No se espera, tampoco es necesario, que cada uno de nosotros sea una gran Estrella, visible a distancia. Las estrellas también tienen diferentes tonalidades. Los científicos dicen que se debe a la temperatura de sus superficies, entre otras cosas. El ardor de nuestra fe variará con el tiempo y las circunstancias.

Recordemos que la llama de una vela, por más pequeña que sea, disipa la oscuridad, y la oscuridad no puede nunca vencerla. Una suave y reconfortante lucecita puede ser tan atractiva como un fulgurante sol.

La Salette es una luz destinada a compartirse por medio de nuestra misión de reconciliación. ¡Qué gran epifanía podemos llegar a ser!

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Siempre Bienvenidos

(La Sagrada: Eclesiástico 3:2-6, 12-14; 1 Juan 3:1-2, 21-24; Lucas 2:1-52)

En la Audiencia General del 11 de agosto de 1976, el Papa Pablo VI se dirigió a los padres de familia con estas palabras: “¿Mamás, enseñan a sus hijos las oraciones cristianas?... Y ustedes papás, ¿rezan con sus hijos?” Esto nos trae a la mente lo que María preguntó en La Salette, “¿Hacen bien sus oraciones hijos míos?”

La verdadera oración no se trata únicamente de palabras. Esta crea lazos entre nosotros y Dios; pero no nos olvidemos de que también profundiza el compartir de la fe entre los que rezan juntos. Es esencial en la vida de la familia cristiana, a la que San Agustín y otros Padres de la Iglesia llamarón de “Iglesia doméstica”. El Vaticano II revitalizó esta expresión, y numerosos documentos de la Iglesia la han estado usando desde entonces. (Algunas se citan o parafrasean más adelante).

En la práctica judía, la familia es el primer lugar de adoración. Por medio de su encarnación, el Hijo de Dios “quiso nacer y crecer en el seno de la Sagrada Familia”. José y María le enseñaron a rezar, y a sentirse en casa en el Templo – aunque nunca anticiparon la escena descrita en el Evangelio de hoy.

Los documentos recientes describen a los padres cristianos como los primeros anunciadores de la fe. En la bendición de los padres al finalizar el rito del Bautismo, escuchamos: “Dios todopoderoso, bendice a los padres de estos niños, para que, mediante la palabra y el ejemplo, sean los primeros testigos de la fe delante de sus hijos”.

La Bella Señora sigue llevando a cabo su labor, llamándonos a vivir, así como ella y José y Jesús lo hicieron, honrando a Dios y siendo obedientes a su voluntad.

Como cualquier familia, la Iglesia doméstica es “escuela del más rico humanismo” donde aprendemos valiosos valores familiares. Pero también es diferente. Una familia que vive su fe, recibiendo los sacramentos, rezando y dando gracias, y demostrando santidad de vida por medio de la abnegación y la caridad, puede ser un “islote de vida cristiana en un mundo no creyente”.

El Salmista exclama, “¡Qué amable es tu Morada, Señor del Universo!”. Siempre nos sentiremos bienvenidos en la casa de nuestro Padre. Como una Iglesia doméstica, él a su vez será siempre bien recibido en la nuestra.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Isabel y María y Nosotros

(4to Domingo de Adviento: Miqueas 5:1-4; Hebreos 10:5-10; Lucas 1:39-45)

Las primeras líneas de la profecía de Miqueas acerca de Belén, en la primera lectura de hoy, son mejor conocidas por ser el texto citado por los eruditos de Jerusalén para informar a los Magos adonde buscar al niño Jesús. Belén jugó un rol significativo en la historia de la salvación.

Pero el resto del texto es igualmente importante. Dos frases resaltan en particular: “la que debe ser madre”, y "él mismo será la paz”. Estas dos frases también señalan a Belén, pero en el Evangelio de hoy pueden ser oídas, por decirlo así, en un pueblo de la región montañosa, a aproximadamente ocho kilómetros de Jerusalén.

María e Isabel pueden ser identificadas como “la que debe ser madre”. En cuanto a sus hijos, Jesús “será la paz”, mientras que Juan será, como Miqueas, un profeta que anuncia la venida del Señor.

Las palabras de Isabel. “¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!” fueron incorporadas (junto con el saludo del Ángel Gabriel) en el Ave María en sus formulaciones más tempranas. Podemos imaginar aquel momento cuando decimos esta oración.

La segunda parte del Ave María se refleja claramente en La Salette, cuando Nuestra Señora nos hace saber que reza por nosotros sin cesar – lo cual es lo mismo que cuando decimos, “ahora y en la hora de nuestra muerte”.

Su oración es “por nosotros pecadores”, es decir, por nuestro perdón, y para prepararnos al encuentro con el Señor, limpios de corazón y con nuestras almas convertidas, comenzando ahora y hasta la muerte.

Llamamos a Nuestra Señora de La Salette la Bella Señora, o la Madre en Lágrimas, pero hoy permitámonos pensar en ella como la que da a luz o, como dice Isabel, “la madre de mi Señor”. Lucas nos dice que Isabel se llenó del Espíritu Santo cuando escuchó el saludo de María. Ella recibió un don espiritual (un carisma) que la impulsó a hablar de manera profética.

El saludo de María en La Salette trajo consigo un espíritu pacificador, calmando los temores de Melania y Maximino. Los atrajo hacia ella, disponiéndolos para escuchar la gran noticia, dándoles la fuerza para hacerla conocer.

En este mismo espíritu, con un fuerte impulso y con mucho entusiasmo, recorramos el camino de Adviento hacia Belén, e invitemos a otros a unírsenos, y haciéndolo lleguen a conocer a nuestro Salvador.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

La Misión de la Alegría

(3rd Domingo de Adviento: Sofonías 3:14-18; Filipenses 4:4-7; Lucas 3:10-18)

Hoy es el Domingo de Gaudete (Alégrense), es por eso que no nos sorprende escuchar a Sofonías decirle a Jerusalén, y a Pablo a los filipenses, que deben alegrarse. ¡Ambos están desbordados de entusiasmo!

Pero hay alguien más que también se alegra. Vemos al final de la primera lectura. “¡El Señor, tu Dios, está en medio de ti, es un guerrero victorioso! El exulta de alegría a causa de ti, te renueva con su amor y lanza por ti gritos de alegría, como en los días de fiesta. ¿Acaso hay alguna otra imagen de Dios mejor que esta, que traiga alegría a nuestros corazones?

Sofonías explica el por qué: “El Señor ha retirado las sentencias que pesaban sobre ti... El Rey de Israel, el Señor, está en medio de ti: ya no temerás ningún mal”.

El juicio de Dios era ciertamente justo; su pueblo fue castigado con razón. Pero la misericordia triunfó, y una vez más Dios estaba dispuesto a comenzar de nuevo. Las lágrimas de la Bella Señora de La Salette, cayendo sobre el crucifijo en su pecho, son signos de misericordia, la manera en que María nos dice que el Señor, cuyo juicio es justo, no desea abandonarnos del todo. Ella está haciéndole saber a su pueblo que Dios quiere estar cerca de nosotros, para renovar su amor por nosotros y restaurar su alianza con nosotros.

El Señor Emmanuel está cerca. Por lo tanto, debemos regocijarnos siempre, y toda expresión de esta alegría debe fluir desde nosotros hacia el mundo que nos rodea. Aquello, sin embargo, es más fácil decir que hacer. Durante el Adviento, en particular, algunos experimentan más presión que en otros tiempos, debido a los muchos preparativos para Navidad, o al doloroso sentido de soledad que, extrañamente, puede intensificarse en esta época.

En este contexto, recordemos a Juan el Bautista. Los evangelios no lo describen como alguien especialmente alegre, pero la Aclamación del Evangelio de hoy parece aplicarle el texto de Isaías: “El espíritu del Señor está sobre mí, él me envió a evangelizar a los pobres”. Sus buenas noticias toman la forma de un llamado a una conversión genuina, pero en vista de la promesa de otro que está por venir.

Ya sea que nuestra misión como saletenses se parezca más a la de Juan o a la de Sofonías o a la de Pablo, siempre debemos llevarla a cabo con tanta alegría como podamos.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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